La Confesión

Sobre la confesión siempre hemos enseñado que debe ser libre y que ha de ser abolida la tiranía del papa para que todos quedemos libres de su coacción y del importante gravamen y carga impuestos a la cristiandad. Como todos hemos experimentado, no ha existido hasta ahora cosa más ardua que la obligación colocada a cada uno de confesar so pena del peor pecado mortal.

Además, se gravaba esto mucho, martirizando a las conciencias por la enumeración de tantos pecados, de manera que nadie podía confesarse bastante puro, y lo peor era que no hubiera nadie que enseñase ni supiese qué es la confesión y qué utilidad y cuánto consuelo brinda. Por lo contrario, lo convertían todo en mera angustia y en suplicio de infierno, de modo que debía hacerse, aunque ninguna cosa fuese más odiosa. Estas tres cosas nos han sido sacadas y regaladas ahora, de modo que no hemos de hacerlas por coacción ni miedo. Estamos descargados también del martirio de tener que relatar con tanta exactitud todos los pecados. Además, tenemos la ventaja de saber cómo se debe usar en forma saludable para consuelo y fortalecimiento de nuestra conciencia.

Pero, ahora estas cosas las sabe cualquiera. Por desgracia, lo aprendieron demasiado bien, de modo que hacen lo que quieren y están usando de la libertad como si jamás tuvieran el deber o la necesidad de confesar. Porque muy pronto captamos lo que nos agrada y donde el evangelio es suave y benigno penetra en nosotros con suma facilidad. Mas, como dije, semejantes puercos no deberían vivir bajo el evangelio, ni deberían tener parte en él, sino permanecer bajo el papado y más que antes dejarse llevar y mortificar, de manera que tengan que confesar, ayunar, etc, más que nunca. Quien no quiere creer en el evangelio, ni vivir de acuerdo con él, ni hacer lo que debe hacer un cristiano, tampoco debe disfrutar el evangelio. ¿Qué ocurriría si tú quisieses únicamente sacar provecho de alguna cosa, sin hacer ni aplicar nada de ti mismo? Por lo tanto, no queremos haber predicado a semejantes hombres, ni tenemos la voluntad de concederles algo de nuestra libertad, ni permitir que gocen de ella. Más bien volveremos a entregarlos al papa y a sus adictos para que los fuercen, como bajo un verdadero tirano. Al populacho que no quiere obedecer al evangelio, no le corresponde sino tal torturador que es un diablo y un verdugo de Dios. Pero, a los demás que aceptan su palabra, hemos de predicar siempre y debemos animarlos, estimularlos y atraerlos para que no dejen pasar en vano un tesoro tan precioso y consolador, presentado a ellos por el evangelio. En consecuencia, diremos también algo sobre la confesión para enseñar y exhortar a la gente sencilla.

Primero dije que fuera de la confesión de que estamos hablando ahora, existen aún dos confesiones más que con mayor propiedad podrían llamarse confesión común de todos los cristianos, a saber, uno se confiesa con Dios sólo o con el prójimo y pide perdón. Ambas están comprendidas también en el Padrenuestro cuando decimos: "Perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores, etc.". En verdad, todo el Padrenuestro no es otra cosa que semejante confesión. ¿Qué es nuestra oración, si no confesar lo que no tenemos ni hacemos, mientras estamos obligados a realizarlo y a ansiar la gracia y una conciencia alegre? Tal confesión tiene y debe ocurrir sin cesar mientras vivamos. En realidad, la vida cristiana consiste propiamente en reconocer que somos pecadores y en pedir gracia.

De la misma manera la otra confesión que cada cual hace ante el prójimo, también está comprendida en el Padrenuestro. Nos confesamos entre nosotros nuestras faltas y las perdonamos antes de presentarnos delante de Dios para pedir el perdón. Todos somos deudores los unos de los otros. Por ello debemos y podemos confesarnos públicamente ante cada cual y nadie ha de temer al otro. Sucede lo que dice el refrán: "Si uno es piadoso, lo son todos", y nadie se conduce frente a Dios y el prójimo como debería hacerlo. Mas fuera de la deuda común hay también una especial: cuando uno ha irritado al otro y debe pedirle perdón. Por consiguiente, en el Padrenuestro tenemos dos absoluciones: se nos perdonan las culpas tanto contra Dios como contra el prójimo y nos reconciliamos con él.

Fuera de semejante confesión pública, cotidiana y necesaria, hay también esta confesión secreta que se hace a un hermano solo. Cuando nos preocupa o nos apremia algo peculiar que nos fastidia y nos remuerde, de modo que no podemos encontrar tranquilidad, ni hallarnos suficientemente firmes en la fe, esta confesión nos servirá para lamentarnos de ello ante un hermano, en procura de consejo, consuelo y fortaleza, cuando y cuantas veces queremos. No está expresada por medio de un mandamiento como las dos anteriores, sino que queda a criterio de cualquiera que la precise, hacer uso de ella cuando la necesite. Proviene y ha sido ordenada del siguiente modo: Cristo mismo puso la absolución en boca de su cristiandad y le mandó remitirnos los pecados. Cuando un corazón sintiere sus pecados y ansiare consolación, tendrá en esto un refugio seguro donde halla y oye la palabra de Dios, por medio de un hombre que lo libera y lo absuelve de los pecados.

Atiende, pues, como a menudo he dicho, que la confesión consta de dos partes. La primera es nuestra obra y acción: lamento mi pecado y anhelo consuelo y confortación para mi alma. La segunda es una obra que hace Dios: por la palabra puesta en la boca de un hombre me remite los pecados. Esto es lo principal y lo más noble que hace que la confesión, sea tan grata y consoladora. Hasta ahora sólo insistían en nuestra obra, únicamente consideraban la confesión cuando fuera lo más perfecta posible. La otra parte, la más necesaria, no la estimaban ni la predicaban, como si la confesión sólo fuera buena obra con la cual se debía pagar a Dios. Opinaban que la absolución no sería válida, ni se remitiría el pecado, si la confesión no fuese completa y no se hiciese con toda minuciosidad. Con ello llevaban a la gente tan lejos que tenían que desesperarse por confesarse con tanta pureza (lo cual, en efecto, no era posible). Ninguno podía estar tranquilo ni confiar en la absolución. De esta manera no sólo volvieron inútil la amada confesión, sino también la hicieron dificultosa y amarga, con manifiesto daño y perdición del alma.

Por lo tanto, hemos de considerar la cuestión de la siguiente manera: debemos distinguir y separar las dos partes con toda claridad, teniendo en poco nuestra obra y estimando muy altamente la palabra de Dios. No procederemos como si quisiéramos realizar una obra excelente y ofrecerle algo a Dios, sino que debemos tomar y recibir de él. No necesitas presentarte explicando cuan piadoso o cuan malo eres. Si eres cristiano, bien lo sé sin esto; si no lo eres, más aún lo sé. Pero se trata de esto: te lamentarás de tu miseria y aceptarás ser ayudado para obtener un corazón y una conciencia alegres.

A esto no debe compulsarte nadie con mandamientos, sino decimos: quien es cristiano o quiere serlo tiene en ello un consejo que merece confianza, que vaya y busque el tesoro precioso. Si no eres cristiano ni anhelas tal consolación, admitimos que otro te obligue. Con ello anulamos del todo la tiranía, el mandamiento y la imposición del papa, del cual no necesitamos si (como queda dicho) enseñamos lo siguiente: quien no se confiesa de buen grado para obtener la absolución, debe abstenerse de la confesión. Aun si uno va confiando en su obra por haberse confesado en forma impecable, no ha de hacerlo tampoco. No obstante, te exhortamos para que te confieses e indiques tu necesidad; no para hacerlo como obra, sino con el fin de oír lo que Dios te manda decir. Pero, digo, has de respetar la palabra o la absolución, tenerlas por grandes y preciosas, como un gran tesoro excelente y aceptarlas con todo honor y agradecimiento.

Si uno expusiese esto extensamente, indicando a la vez la necesidad que debiera movernos e incitarnos, no se precisaría mucha insistencia, ni obligación. La propia conciencia impulsaría a cada cual y lo asustaría, de modo que estuviera contento y procediera como un pobre mendigo mísero que se entera de que en algún lugar se distribuyen abundantes dádivas, dinero y vestimentas. Ni se necesitaría de alguacil alguno para empujarlo y golpearlo. Por sí mismo correría con todas las fuerzas de su cuerpo para no perder la oportunidad. Pero, si de ello se hiciese un mandato de que todos los mendigos debieran acudir sin indicar el motivo y sin enunciar lo que allí pudieran buscar y obtener, no ocurriría sino que todos irían de mala gana no pensando en conseguir nada, excepto para demostrar cuan pobres y míseros son los mendigos. Esto no les brindaría mucha alegría y consuelo, sino que los haría ser más enemigos del mandato. De la misma forma, los predicadores del papa ocultaban estas preciosas limosnas abundantes y este inefable tesoro, impeliéndolos en masa con el único fin de que se viese que éramos gente impura y abominable. En estas condiciones nadie podía ir gozoso a confesarse. Mas nosotros no decimos que se debe ver que tú estás lleno de inmundicias, ni que ellos habrán de contemplarlas como en un espejo. Más bien te aconsejamos diciendo: si estás pobre y miserable, vete y usa del medicamento saludable. Quien sintiere su miseria y necesidad tendrá anhelo tan fuerte que acudirá con alegría. En cambio, abandonamos a los que no lo aprecian, ni vienen por sí mismos. Que sepan, sin embargo, que no los tenemos por cristianos.

Por consiguiente, enseñamos que la confesión es algo excelente, precioso y consolador, y exhortamos a que en vista de nuestra gran miseria, no se desprecie un tan precioso bien. Si eres cristiano no necesitarás en ninguna parte de mi imposición ni del mandato del papa, sino tú mismo te obligarás y me rogarás que te deje participar en la confesión. Pero, si la menosprecias y altanero llevas tu vida sin confesarte, dictamos la sentencia definitiva de que no eres cristiano y que no debes disfrutar del sacramento; pues tú desprecias lo que no debe despreciar ningún cristiano y por ello haces que no puedas obtener la remisión del pecado, también es una señal cierta de que desprecias el evangelio.

En resumen, desestimamos toda suerte de coacción. Empero, si alguien no escuchare nuestra predicación y exhortación, ni las observare, no tendremos nada que ver con él y no deberá participar en el evangelio. Si fueras cristiano, estarías contento y correrías cien leguas para confesarte y no te harías constreñir, sino que vendrías a obligarnos a nosotros. El forzamiento ha de invertirse, de modo que nosotros tengamos el mandamiento y tú la libertad. Nosotros no compelemos a nadie, más bien soportamos que nos constriñan, como nos fuerzan a predicar y a administrar el sacramento.

En consecuencia, al exhortar a confesarse, no hago otra cosa que exhortar a ser cristianos. Si lograre esto contigo, también te habré inducido a confesar. Los que anhelan gustosos ser cristianos piadosos, verse librados del pecado y tener una conciencia alegre, ya tienen la verdadera hambre y la verdadera sed para apetecer el pan, como un siervo perseguido sufre del calor y de la sed, como se dice en el Salmo 42: "Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía". Esto significa: como aquél tiene su deseo doloroso y ansioso de llegar a los hontanares frescos, igualmente tengo yo un deseo angustioso y ansioso de la palabra de Dios o la absolución y el sacramento, etc. Mira, si se enseñase rectamente acerca de la confesión, se despertarían el deseo y el amor, de modo que la gente acudiría y correría detrás de nosotros más de lo que nos gustara. Dejemos que los papistas se martiricen y se torturen a sí mismos como también a otros que no aprecian semejante tesoro y se privan de él a sí mismos. Mas nosotros levantaremos las manos, alabaremos a Dios y le agradeceremos por haber llegado a tal conocimiento y gracia.