EL NOVENO Y DECIMO MANDAMIENTOS
292] "No codiciarás la casa de tu prójimo". "No codiciarás su mujer, ni su siervo, ni su sierva, ni su ganado, ni cosa alguna que sea suya".
293] Estos dos mandamientos, tomados literalmente, fueron dados exclusivamente a los judíos; sin embargo, en parte también se aplican a nosotros. Los judíos no los interpretaban como referidos a la impudicia o al robo, ya que estos vicios estaban suficientemente prohibidos en los mandamientos anteriores. Pensaban que cumplían los mandamientos cuando obedecían los mandatos y prohibiciones contenidos en ellos. Por eso Dios añadió estos dos mandamientos para enseñarles que es pecado y está prohibido codiciar la mujer o los bienes de nuestro prójimo, o tener designios sobre ellos.
294] Estos mandamientos eran especialmente necesarios porque bajo el gobierno judío los siervos y siervas no eran libres, como ahora, de servir por un salario según su propia elección; con su cuerpo y todo lo que tenían eran propiedad de su amo, lo mismo que su ganado y otras posesiones.
295] Además, todo hombre tenía la facultad de despedir a su mujer públicamente mediante una carta de divorcio y tomar otra esposa. Por eso existía entre ellos el peligro de que si alguien se encaprichaba de la mujer de otro, pudiera, con cualquier excusa endeble, despedir a su propia mujer y alejar de sí a la del otro para que pudiera tomarla legalmente. Consideraban que esto no era más pecado o desgracia de lo que es ahora para un amo despedir a sus sirvientes o atraer a los de su vecino.
296] Por eso, digo, interpretaron correctamente estos mandamientos (aunque también tienen una aplicación más amplia y elevada) para prohibir a cualquiera, incluso con un pretexto engañoso, codiciar o maquinar para despojar a su prójimo de lo que le pertenece, como su mujer, sus criados, su casa, sus campos, sus prados o su ganado. Más arriba, el séptimo mandamiento prohíbe apoderarse o retener las posesiones ajenas a las que no se tiene derecho. Pero aquí se prohíbe también sustraer algo a tu prójimo, aunque a los ojos del mundo pudieras hacerlo honradamente, sin acusación ni culpa de trato fraudulento.
297] Tal es la naturaleza que todos envidiamos que otro tenga tanto como nosotros. Cada uno adquiere todo lo que puede y deja que los demás cuiden de sí mismos.
298] Sin embargo, todos fingimos ser honrados. Sabemos cómo poner una buena fachada para ocultar nuestra bribonería. Pensamos en ingeniosas evasivas y trucos astutos (cada día se idean mejores) bajo el disfraz de la justicia. Nos atrevemos descaradamente a presumir de ello, e insistimos en que no debería llamarse bribonería, sino astucia y visión para los negocios.
299] En esto nos ayudan juristas y abogados que retuercen y estiran la ley para adaptarla a sus propósitos, forzando las palabras y utilizándolas como pretexto, sin tener en cuenta la equidad ni la situación de nuestro prójimo. En resumen, quien es más agudo y astuto en estos asuntos saca más provecho de la ley, pues como dice el refrán: "La ley favorece al vigilante".
300] Este último mandamiento, por lo tanto, no está dirigido a aquellos que el mundo considera pícaros malvados, sino precisamente a los más rectos, a las personas que desean ser elogiadas como honestas y virtuosas porque no han ofendido los mandamientos precedentes. A esta clase pretendían pertenecer especialmente los judíos, como ahora muchos grandes nobles, señores y príncipes. Pues las masas comunes pertenecen mucho más abajo en la escala, donde se aplica el Séptimo Mandamiento, ya que no se preocupan mucho por cuestiones de honor y derecho cuando se trata de adquirir posesiones.
301] Esta situación se da con mayor frecuencia en los pleitos en los que alguien se propone obtener y exprimir algo de su prójimo. Por ejemplo, cuando la gente discute y lucha por una gran herencia, bienes inmuebles, etc., recurren a cualquier argumento que tenga la menor apariencia de derecho, barnizándolo y adornándolo de tal manera que la ley les da la razón, y consiguen un título tan seguro sobre la propiedad que la pone más allá de toda queja o disputa.
301] Del mismo modo, si alguien codicia un castillo, una ciudad, un condado u otra gran propiedad, practica el soborno, a través de conexiones amistosas y por cualquier otro medio a su alcance, hasta que la propiedad es arrebatada al propietario y le es adjudicada legalmente con cartas patentes y el sello del príncipe que atestigua que fue adquirida legalmente.
303] Lo mismo sucede en los negocios ordinarios, cuando uno escurre astutamente algo de la mano de otro, de modo que la víctima no puede hacer nada para evitarlo. O bien, viendo una oportunidad de lucro -digamos, cuando un hombre por la adversidad o las deudas no puede retener su propiedad, ni aún venderla sin pérdida-, se apresura y le preocupa hasta que adquiere la mitad o más de ella; y, sin embargo, esto no debe considerarse como adquirido ilegalmente, sino más bien como comprado honestamente. De ahí los refranes: "El que primero llega, primero se sirve", y "Cada uno debe mirar por sí mismo mientras los demás se turnan".
304] ¿Quién es lo bastante ingenioso para imaginar cuánto puede adquirir con pretextos tan engañosos? El mundo no considera que esto esté mal, y no ve que se está aprovechando del prójimo y obligándole a sacrificar lo que no puede prescindir sin perjuicio. Sin embargo, nadie desea que esto le suceda a sí mismo. De esto se deduce claramente que todos estos pretextos y farsas son falsos.
305] Lo mismo ocurría en la antigüedad con las esposas. Conocían trucos como éste: Si un hombre se encaprichaba de otra mujer, se las ingeniaba, ya fuera personalmente o a través de otros y por cualquiera de las diversas maneras, para hacer que su marido se disgustara con ella, o se volvía tan desobediente y difícil de vivir con ella que su marido se veía obligado a despedirla y dejarla con el otro hombre. No cabe duda de que este tipo de cosas eran bastante frecuentes en tiempos de la ley, pues leemos incluso en el Evangelio que el rey Herodes tomó a la mujer de su hermano cuando éste aún vivía, y sin embargo se hizo pasar por un hombre honorable y recto, como atestigua San Marcos.
306] Tales ejemplos, confío, no se encontrarán entre nosotros, excepto que alguien pueda, con engaños, apartar a una novia rica de otra, pues en el Nuevo Testamento se prohíbe divorciarse a los casados. Pero no es infrecuente entre nosotros que una persona atraiga al sirviente o a la sirvienta de otra o la aleje de otra manera con palabras bonitas.
307] Sea como fuere, debes aprender que Dios no desea que prives a tu prójimo de nada que sea suyo, dejándole sufrir pérdidas mientras tú satisfaces tu codicia, aunque a los ojos del mundo puedas retener honorablemente la propiedad. Hacer eso es una maldad oscura y solapada, y, como decimos, todo se hace "bajo el sombrero" para escapar a la detección. Aunque actúes como si no hubieras perjudicado a nadie, has transgredido los derechos de tu vecino. Puede que no se le llame robo o fraude, pero es codicia, es decir, tener designios sobre la propiedad de tu prójimo, arrebatársela contra su voluntad y envidiarle lo que Dios le dio.
308] Puede que el juez y el público tengan que dejarte en posesión de ella, pero Dios no lo hará, porque ve tu corazón perverso y el engaño del mundo. Si le das al mundo una pulgada, tomará una yarda, y al final la injusticia abierta y la violencia siguen.
309] Que estos mandamientos conserven, pues, su aplicación general. Se nos ordena no desear el mal a nuestro prójimo, ni ser cómplices de él, ni dar ocasión para ello; estamos dispuestos a dejarle lo que es suyo, y promover y proteger todo lo que pueda serle provechoso y útil, como deseamos que él haga con nosotros.
310] Así, estos mandamientos se dirigen especialmente contra la envidia y la miserable codicia, siendo el propósito de Dios destruir todas las raíces y causas de nuestras injurias al prójimo. Por eso lo expone con palabras claras: "No codiciarás", etc. Ante todo, quiere que nuestros corazones sean puros, aunque mientras vivamos aquí no podamos alcanzar ese ideal. Por eso, este mandamiento sigue siendo, como todos los demás, un mandamiento que nos acusa constantemente y que muestra hasta qué punto somos realmente rectos a los ojos de Dios.