No hurtarás


EL SEPTIMO MANDAMIENTO

Después de tu propia persona y de tu cónyuge, siguen como lo más próximo los bienes temporales. Dios también los quiere proteger y ha ordenado que nadie arrebate o haga mermar lo que al prójimo pertenece; porque hurtar quiere decir: apropiarse de manera injusta los bienes del otro. O sea, dicho brevemente, hurtar es adquirir beneficios de toda clase en detrimento del prójimo con toda clase de negocios. El hurto es un vicio muy extendido y de carácter general, pero poco se lo considera y se le presta tan escasa atención, que ha llegado a sobrepasar toda medida, de modo que si se fuera a colgar a todos los que son ladrones —aunque no quieran recibir tal nombre— el mundo quedaría asolado y faltarían verdugos y horcas. Porque, repitámoslo, hurtar no consiste meramente en el hecho de vaciar cofres y bolsillos, sino que también es tomar lo que hay alrededor, en el mercado, en las tiendas, en los puestos de carne, en las bodegas de vino y cerveza, en los talleres, en fin, en todas las partes donde se comercia recibiendo o dando dinero a cambio de las mercancías o en pago de trabajo.

Pongamos un ejemplo para explicar esto al vulgo de una manera tangible y para que se advierta hasta qué punto somos piadosos: Un criado o una criada que están en casa no sirven fielmente y hacen daños o dejan que ocurra lo que podría evitarse muy bien, sea abandonando sus bienes o bien descuidándolos por pereza, displicencia o maldad (que no me refiero al perjuicio ocasionado impensadamente o sin intención) para enojo y contratiempo del dueño o la dueña, pudiendo ocurrir esto intencionalmente. Así puedes sustraer treinta o cuarenta onzas y más en un año. Si otro hubiera tomado la misma cantidad a escondidas o robado, se le ahorcaría. Pero en el otro caso puedes defenderle y protestar, sin que nadie se atreva a llamarte ladrón. Lo mismo digo de los artesanos, obreros, jornaleros que usan de su arbitrio y no saben cómo engañan a la gente, ejecutando además su faena con negligencia y sin honradez. Estas personas son peores que aquellos que roban clandestinamente, a quienes se puede encarcelar o que, de ser sorprendidos, se los trata de tal manera que no vuelven a hacerlo. Nadie puede precaverse ante ellos, ni ponerles mala cara, ni acusarlos de algún robo. Así es que se debiera preferir diez veces más perder el dinero de la propia bolsa. Precisamente los vecinos, los buenos amigos, mis propios criados, de los cuales espero el bien, son los primeros en engañarme.

Lo mismo, además, sucede con más fuerza e intensidad en el mercado y en los negocios comunes, donde uno trata de engañar al otro públicamente, mediante mercancías, medidas, pesas y monedas falsas y con embustes y extrañas astucias o malévolas tretas de explotar. Lo mismo ocurre en el comercio; aprovechándose según su arbitrio, molestan, exigen precios altos y son una plaga. ¿Quién es capaz de enumerar o figurarse tantas cosas en este terreno? En resumen, el burlo es el oficio más extendido y el gremio mayor del mundo. Si se ve ahora el mundo a través de todos sus estados, no es otra cosa que un establo grande, extenso, lleno de ladrones de gran talla. De aquí viene que se los llame "bandidos entronizados" o "salteadores del país y de caminos", no a los que son desvalijadores de cofres o ladrones clandestinos que roban del peculio, sino a los que ocupan un alto sitial, son considerados grandes señores y burgueses, honrados y piadosos, y bajo la apariencia del derecho asaltan y roban.

A este respecto sería preferible no mencionar siquiera a los ladrones aislados de poca importancia, sino que se debe atacar a los grandes ladrones y poderosos archiladrones, con los cuales los señores y los príncipes hacen causa común, que están robando a diario no a una o dos ciudades, sino a toda Alemania. ¿Y cómo olvidar al cabecilla y soberano protector de todos los ladrones, esto es, la Santa Sede en Roma con todos sus accesorios? Pues con maña de ladrón se ha apropiado los bienes de todo el mundo y hasta hoy los retiene. En resumidas cuentas: sucede en este mundo que quien puede hurtar y expoliar abiertamente disfruta de la mayor libertad y seguridad, nadie se atreve a castigarle y él mismo quiere, además, que se le honre. Mientras tanto, los ladronzuelos que hurtaron a escondidas y acaso por primera vez en su vida, están obligados a soportar la vergüenza y el castigo, dando a los otros la apariencia de piedad y honorabilidad. No obstante, sepan aquéllos que son los mayores ladrones a los ojos de Dios y que él los castigará según su valor y como se merecen.

En vista de lo mucho que este mandamiento abarca, como ahora se ha indicado, será preciso exponerlo y desarrollarlo ante el vulgo de tal manera que no se deje andar libre y con seguridad, sino que siempre se les presente ante sus ojos y se les inculque la cólera de Dios. No es a los cristianos a quienes hemos de predicar estas cosas, sino principalmente a los perversos y traviesos, cuyo mejor predicador seria el juez, el carcelero o el verdugo. Sepa, pues, cada cual que está obligado, so pena de privarse de la gracia de Dios, no sólo a no dañar al prójimo, ni a privarle de sus beneficios, ni a dar pruebas de alguna infidelidad o perfidia, tanto en el comercio como en cualquier clase de negociación, sino que habrá de proteger también fielmente sus bienes, asegurar y promover su provecho, sobre todo si recibe en cambio dinero, salario y alimentación. Y quien desprecia con mala intención estas cosas, que siga su camino y que se libre del verdugo, pero no escapará a la ira y castigo de Dios. Mas si persistiere largamente en su terquedad y orgullo, no pasará jamás de ser un vagabundo y un mendigo y, además, será víctima de toda clase de calamidades y desgracias. Ahora, cuando deberías proteger los bienes de tus señores, sólo piensas en llenar tu boca y tu vientre y adquieres tu salario como un ladrón y haces que adornas se te festeje como si fueras un hidalgo. Obras como tantos otros que se resisten a sus señores y no hacen nada con gusto para evitarles perjuicios por amor y buen servicio. Considera, sin embargo, lo que ganarás con ello: cuando entres en posesión de tu bien y estés en tu casa (y, para tu desgracia, Dios te ayudará a ello), por una vuelta de las cosas, vendrá el castigo merecido, y si has tomado un céntimo o cometido un perjuicio, deberás pagar treinta veces más. Igual sucederá con artesanos y jornaleros, de cuyos caprichos insoportables hay que aguantar y escuchar hoy tantas cosas, como si fuesen señores en hacienda ajena y como si todo el mundo estuviese obligado a darles cuánto quieren. Bien; ellos que abusen lo que puedan. Dios, por su parte, no olvidará su mandamiento y les dará el pago que han merecido; y no los colgará de una horca verde, sino seca, para que en toda su vida no logren prosperar, ni conseguir lo más mínimo. Ciertamente si hubiera un gobierno justamente ordenado en el país, se podría pronto reprimir y precaver ese caprichoso proceder, como sucedía en otros tiempos en el Imperio Romano, ya que inmediatamente se colgaba de los cabellos a tal gente, de manera que constituía una advertencia para los demás.

Asimismo les ocurrirá a todos los demás que no hacen del mercado público y libre, sino una especie de timba y cueva de ladrones, donde se explota a los pobres diariamente, imponiendo nuevas cargas y subiendo los precios y cada cual sirviéndose del mercado según su antojo y, además, provocantes y orgullosos, como si tuvieran atribución y derecho de vender su mercancía tan cara como mejor ¡es parezca, sin que nadie deba intervenir. Por cierto, veamos cómo hacen por robar, amontonar riquezas; pero confiemos en Dios que a pesar de esto hará que aunque por mucho tiempo robes y afanosamente acumules riquezas, pronunciará su bendición sobre ello, de modo que el grano se pudra en el granero, la cerveza en la bodega y el ganado en su establo. Y aunque sólo hubieras engañado y explotado a los demás en una onza, lo que almacenares, será corroído y devorado, sin que jamás te alegres de ello.

Vemos y experimentamos ciertamente ante nuestros ojos cada día que los bienes alcanzados por el hurto o por procedimientos injustos no prosperan. ¡Cuántas personas se afanan en acumular bienes día y noche, sin conseguir enriquecerse en lo más mínimo! Y aunque amontonen mucho, deben soportar tantas calamidades y desgracias que ni lo pueden disfrutar con gozo, ni legarlo a sus hijos. Pero, puesto que nadie presta atención a estos hechos y cada uno sigue su camino como si no fueran de nuestra incumbencia, Dios se ve obligado a visitarnos de otra manera y a enseñarnos mores, sea aliviándonos un tributo tras otro o invitando como huéspedes una compañía de legionarios, los cuales en una hora dejan limpios cofres y bolsas y no cesan hasta habernos exprimido el último céntimo; y luego, como señal de su gratitud, prenden fuego a la casa y sus dependencias, lo saquean todo y violan y asesinan a nuestras mujeres y nuestros hijos. En resumen: si hurtas mucho, puedes contar con seguridad que serás robado dos veces la cantidad. Por otro lado, quien por la violencia y la injusticia hurta y se enriquece, deberá soportar a otros que hagan lo mismo con él. Pues Dios conoce magistralmente el arte de castigar al ladrón mediante otro ladrón, cuando uno saquea y roba a otro. De no ser así, ¿cómo sería posible hallar suficientes horcas y cuerdas?

Quien se quiera dejar instruir, sepa que se trata de un mandamiento de Dios, y que él no quiere que se lo tome a broma. Pues, si nos desprecias, engañas, robas o saqueas, nos conformaremos y soportaremos y sufriremos tu orgullo y, según el Padrenuestro, te perdonaremos y tendremos piedad de ti. Porque los justos poseen lo suficiente y lo que tú haces más te perjudica a ti mismo que a los demás. Empero, si la querida pobreza llamara a tu puerta, la pobreza, hoy tan extendida, la pobreza que debe comprar y comer del pan cotidiano, si se te presentara, digo, guárdate de comportarte entonces como si todos debieran depender de tus mercedes. No la maltrates, ni la despojes hasta la médula, despidiendo además con orgullo y necedad a quien tienes la obligación de dar y regalar. Porque la pobreza proseguirá su camino, mísera y afligida. Y como no se puede quejar a nadie, gritará y clamará al cielo. Guárdate de esto, repito, como si fuese el mismísimo diablo. Que los suspiros y clamores de la pobreza no son una broma, sino que tienen un acento tan grave que tú y el mundo entero sentiréis su peso, pues llegarán hasta aquél que se compadece de los pobres y afligidos corazones y no dejará de vengarlos. Mas, si menosprecias esto y te resistes a aceptarlo, observa a quién tienes como carga sobre ti mismo. En caso contrario, esto es, si lograras salir triunfante y sin daño alguno, derecho tendrás entonces a tacharnos a Dios y a mí de mendaces ante el mundo entero.

Hemos amonestado, advertido y prevenido lo suficiente. Si alguien no nos quiere atender, que siga su camino hasta que obtenga sus experiencias. Sin embargo, hay que inculcar a la juventud estas cosas para que tenga cuidado y no imite a la multitud de gente indomable de antaño; antes bien, tenga presente ante sus ojos el mandamiento divino, de modo que no caiga sobre ella la ira y el castigo de Dios. A nosotros no nos atañe sino decir estas cosas y sancionarlas mediante la palabra de Dios. Porque el reprimir los abusos caprichosos públicos corresponde al príncipe y a las autoridades que deberían tener los ojos y el valor suficientes para establecer y mantener en orden en toda clase de negocios y compras. De este modo se logrará que no se oprima y sobrecargue a los pobres y no lastrarse con los pecados ajenos.

Baste lo aquí expuesto sobre lo que significa hurtar, en el sentido de que no debe limitarse estrechamente, sino extenderse a todos los terrenos en que nos relacionamos con el prójimo. Digamos ahora en breve resumen, como hicimos al tratar los anteriores mandamientos, lo siguiente: Primero: el séptimo mandamiento prohíbe dañar y hacer injusticia al prójimo (de cualquier modo imaginable que sea; perjudicando sus bienes y haberes, poniendo obstáculos o privándolo de ellos); asimismo, aprobar o tolerar que tal suceda, en vez de oponerse o prevenirlo. Segundo: el séptimo mandamiento ordena que se favorezcan y se mejoren los bienes del prójimo, ayudándolo en la necesidad, compartiéndola con él y tendiéndole la mano, trátese de un amigo o de un enemigo. Quien busque y anhele buenas obras, aquí se le ofrece sobrada ocasión para hacerlas; obras buenas que desde el fondo del corazón son agradables a Dios y, además, dotadas y colmadas de preciosa bendición, debiendo ser así recompensado ricamente lo que hacemos en beneficio y amistad de nuestro prójimo. Dice el rey Salomón: "Quien se compadece del pobre, presta al Señor que le devolverá a pagar su salario". Tienes, por consiguiente, un Señor rico, con el cual ya posees ciertamente suficiente y él no dejará que pases necesidad o que estés desprovisto de cosa alguna. Y así, podrás disfrutar con la conciencia alegre cien veces más de los bienes divinos que de lo adquirido infiel e injustamente. Si hay quien desprecie la bendición, ya encontrará cólera y desgracia suficientes.