Cualquiera que haya oído que el gran movimiento de la Reforma en Alemania, y con él la fundación de la Iglesia Evangélica, se originó en las noventa y cinco tesis de Lutero, y que luego lea estas tesis, tal vez se sorprenda de la importancia de sus resultados.
Se referían, en primer lugar, a un solo punto particular de la doctrina cristiana, no a la cuestión fundamental general de cómo los pecadores podían obtener el perdón y ser salvados, sino simplemente a la remisión de los castigos relacionados con la penitencia. No contenían ninguna declaración positiva contra los elementos más esenciales de la teoría católica de la penitencia, ni contra la necesidad de la confesión oral, ni de la absolución sacerdotal, ni de otros temas semejantes; presuponen, de hecho, la existencia del purgatorio.
Mucho de lo que atacaban, ninguno de los doctos teólogos de la Edad Media o de aquellos tiempos se había atrevido a afirmarlo; como, por ejemplo, la noción de que las indulgencias hacían completa la remisión de los pecados al individuo por parte de Dios.
Además, los principios rectores de la teología de la época, que defendían el sistema de las indulgencias, aunque se apoyaban principalmente en la autoridad del gran maestro escolástico Tomás de Aquino, no fueron adoptados por otros escolásticos, y nunca fueron erigidos en dogma por ningún decreto de la Iglesia.
Teólogos anteriores a Lutero, y con mucha más agudeza y penetración que la que él mostró en sus tesis, ya habían atacado todo el sistema de las indulgencias. Y, en cuanto a la idea de Lutero de que los efectos de sus tesis se extendieran ampliamente por Alemania, cabe observar que no sólo estaban compuestas en latín, sino que trataban en gran medida de expresiones e ideas escolásticas, que un laico encontraría difícil de entender.
Sin embargo, las tesis crearon una sensación que superó con creces las expectativas de Lutero. En catorce días, según nos cuenta, recorrieron toda Alemania, y fueron inmediatamente traducidas y difundidas en alemán.
Encontraron, en efecto, el terreno ya preparado para ellas, por la indignación suscitada desde hacía tiempo y de forma general por los desvergonzados hechos que atacaban; aunque hasta entonces nadie, como expresa Lutero, había querido ponerle el cascabel al gato, nadie se había atrevido a exponerse al clamor blasfemo de los traficantes de indulgencias y de los monjes que estaban aliados con ellos, y menos aún a la amenaza de ser acusado de herejía.
Por otra parte, la misma impunidad con la que se había mantenido este tráfico de indulgencias en toda la cristiandad alemana, había servido para aumentar día a día la audacia de sus promotores. Al lado de estas doctrinas de Tomás de Aquino, principal sostén de este comercio, se encontraba toda la poderosa orden de los dominicos. Y a esta orden pertenecía el propio Tetzel, el subcomisario de las indulgencias.
Ya otras doctrinas de la autoridad del Papa, de su poder sobre la salvación del alma humana y de la infalibilidad de sus decisiones, se habían afirmado con una audacia cada vez mayor. Los escritos medievales de Tomás de Aquino habían contribuido notablemente a este resultado. Y se había llegado a un punto culminante en un llamado Concilio General, que se reunió en Roma poco después de la visita de Lutero a esa ciudad, y que continuó sus sesiones durante varios años.
Tetzel, que hasta entonces sólo se había hecho notar como predicador, o más bien como charlatán vociferante, respondió ahora a Lutero con dos series de tesis propias, redactadas en forma escolástica erudita. Un tal Conrado Wimpina, teólogo de la Universidad de Francfort del Oder, a quien había recomendado el arzobispo Alberto, ayudó a Tetzel en esta labor.
La Universidad de Francfort hizo inmediatamente doctor en teología a Tetzel, y así se adhirió a sus tesis. Trescientos monjes dominicos se reunieron a su alrededor mientras dirigía una disputa académica sobre ellas. Las doctrinas que ahora exponía eran las de Tomás de Aquino.
Pero al mismo tiempo se cuidó de hacer de la cuestión de la posición y el poder del Papa el punto cardinal de la controversia: él y sus mecenas sabían muy bien que para Lutero, que en sus tesis había tocado esta cuestión de forma tan significativa aunque tan breve, éste era el golpe más fatal que podía asestar. "Hay que enseñar a los cristianos", declaraba, "que en todo lo que se refiere a la fe y a la salvación, el juicio del Papa es absolutamente infalible, y que todas las observancias relacionadas con las cuestiones de fe sobre las que se ha pronunciado la sede papal, equivalen a verdades cristianas, aunque no se encuentren en la Escritura".
Con clara referencia a su oponente, pero sin mencionarlo por su nombre, insiste en que quien defienda un error herético debe ser considerado excomulgado, y si no da satisfacción en un plazo determinado, incurre por derecho y ley en las penas más espantosas. Además, argumentaba -y esto siempre se ha esgrimido contra Lutero y el protestantismo- que si no se reconociera la autoridad de la Iglesia y del Papa, cada hombre creería sólo lo que le agradara y lo que encontrara en la Biblia, y así se pondrían en peligro las almas de toda la cristiandad.
Las tesis de Lutero encontraron ahora otro asaltante, y uno más fuerte aún que Tetzel, en la persona de un dominico y tomista, un tal Silvestre Mazolini de Prierio (Prierias), maestro del sagrado palacio de Roma, y confidente del Papa. También él, como Tetzel, basaba su principal argumento en la cuestión de la autoridad papal, y fue el primero en llevar esa argumentación al extremo.
El Papa, decía, es la Iglesia de Roma; la Iglesia romana es la Iglesia cristiana universal; quien discute el derecho de la Iglesia romana a actuar enteramente como quiera, es un hereje. De este modo trató con el mayor desprecio posible al oscuro alemán, cuyas tesis, que "muerden como un perro", como él mismo decía, sólo quería despachar con la mayor celeridad.
Otro dominico, Jacobo van Hoogstraten, prior de Colonia, que ya había figurado como el principal fanático en el asunto de Reuchlin, que aún seguía procesando, exigía ahora, en el prefacio de un panfleto sobre ese tema, que se enviara a Lutero a la hoguera como un peligroso hereje.
Pero un oponente mucho más importante, y para Lutero totalmente inesperado, apareció en la persona de Juan Eck, profesor de la Universidad de Ingolstadt, y canónigo de Eichstädt. Era un hombre de amplísimos conocimientos en la teología escolástica anterior y posterior de la Iglesia; era un polemista agudo y dispuesto, y sabía utilizar sus armas en las disputas.
Era plenamente consciente de estos dones, y se esforzaba audazmente por avanzar por medio de ellos, mientras que en realidad se preocupaba muy poco por las altas y sagradas cuestiones que estaban en juego en la disputa. Procuraba mantener relaciones amistosas y útiles con otros círculos distintos de los de la teología escolástica, como con los humanistas eruditos, y poco tiempo antes, con el propio Lutero y su colega Carlstadt, a quienes había sido presentado por un jurista de Nuremberg llamado Scheuerl.
Lutero, tras la publicación de sus tesis, había escrito una carta amistosa a Eck. Cuál fue su sorpresa al verse atacado por Eck en una respuesta crítica titulada Obeliscos. El tono de sus observaciones era tan hiriente, grosero y vengativo como superficial su contenido. Dirigían un golpe bien meditado, al estigmatizar las proposiciones de Lutero como veneno bohemio, mera herejía husita. Eck, al ser reprochado por tal ruptura de la amistad, declaró que había escrito el libro para su obispo de Eichstädt, y no con vistas a su publicación.
El propio Lutero, por muy fuerte que fuera su llamada a la batalla en sus tesis, no tenía todavía la intención de entablar una contienda general sobre los principios rectores de la Iglesia. No se había dado cuenta aún de todo el alcance y las implicaciones de la cuestión de las indulgencias.
Refiriéndose después a la rápida difusión de sus tesis por Alemania, y a la fama que le había granjeado su ataque, dice: "No me gustaba la fama, porque yo mismo no era consciente de lo que había en las indulgencias, y la canción era demasiado alta para mi voz".
Gente de todas partes se enorgullecía del hombre que hablaba con tanta audacia en sus tesis, mientras que la multitud de doctores y obispos guardaban silencio; pero él seguía estando solo ante el público, enfrentándose a la tormenta que había suscitado contra sí mismo. No ocultaba el hecho de que de vez en cuando se sentía extraño y ansioso por su posición.
Pero había aprendido a apoyarse única y firmemente en la palabra de la Escritura, y en la verdad que Dios le revelaba en ella y le hacía llegar a su convicción. Esta convicción se veía reforzada por las respuestas de sus oponentes; pues bien debió de asombrarse de su absoluta falta de referencias bíblicas para refutar sus conclusiones, y de la ciega sumisión con la que se limitaban a repetir las afirmaciones de sus autoridades escolásticas. La arrogante respuesta de Prierias, su oponente de mayor rango, le pareció especialmente pobre.
Con palabras confiadas, Lutero asegura a sus amigos su convicción de que lo que él enseñaba era la teología más pura, que lo que él sostenía y sus oponentes atacaban era una revelación directa de Dios. Sabía también que, en palabras de San Pablo, tenía que predicar lo que para los más santos de los judíos era piedra de tropiezo, y para los más sabios de los griegos locura. No estaba menos dispuesto a hacerlo, para que Jesucristo, su Señor, pudiera decir de él, como dijo una vez de aquel Apóstol: "Yo le mostraré cuán grandes cosas debe padecer por mi nombre". Los enemigos de Lutero en la Iglesia romana han creído ver en estas palabras un ejemplo de ilimitada autoafirmación por parte de un sujeto individual.
A partir de entonces, Lutero, mientras proseguía con inquebrantable celo sus activas tareas en la universidad y en el púlpito de Wittenberg, y tomaba la pluma una y otra vez para escribir pequeños panfletos de carácter sencillo y edificante, se ocupó incansablemente de escritos polémicos, con el objeto, en parte, de defenderse de los ataques, en parte de establecer sobre una base firme los principios que había expuesto, y de seguir investigando y aclarando el camino del verdadero conocimiento cristiano.
Se dirigió primero a la cristiandad alemana, en alemán, en sus Sermones sobre las Indulgencias y la Gracia. Su excitación interior se manifiesta en la vehemencia y la aspereza de la expresión que ahora y en adelante caracterizaron sus escritos polémicos. Recuerda el tono que entonces se encontraba comúnmente no sólo entre los monjes ordinarios, sino incluso en las controversias de los teólogos y los hombres doctos, y en el que los propios oponentes de Lutero, especialmente ese alto teólogo romano, le habían dado ejemplo.
En Lutero vemos ahora, en todo su método de polémica, como veremos aún más adelante, una poderosa fuerza natural, volcánica, que irrumpe, pero siempre regulada por la más humilde devoción a la alta misión que su conciencia le ha impuesto. Incluso en sus arrebatos más vehementes no dejamos de captar las tiernas expresiones de una cálida y fervorosa cristiandad del corazón, y una elevación del lenguaje que corresponde a lo sagrado del tema.
En medio de estas labores y controversias, Lutero tuvo que emprender un viaje en la primavera de 1518 (a mediados de abril) a un capítulo general de su Orden en Heidelberg, donde, según las reglas, se elegía un nuevo vicario tras un trienio de mandato. Sus amigos temían las trampas que sus enemigos pudieran haberle preparado en el camino. Él mismo no dudó ni un momento en obedecer la llamada del deber.
El Elector Federico, que al menos le debía una deuda de gratitud por haber contribuido a mantener su territorio libre del rapaz Tetzel, pero que, tanto ahora como después, se mantuvo conscientemente al margen de la contienda, dio prueba en esta ocasión de su inquebrantable amabilidad y consideración hacia él, en una carta que dirigió a Staupitz.
Escribe lo siguiente: "Como usted ha requerido que Martín Luder asista a un Capítulo en Heidelberg, es su deseo, aunque nos pese darle permiso para dejar nuestra universidad, ir allí y rendir la debida obediencia. Y como estamos en deuda con su sugerencia por este excelente doctor en teología, en quien estamos tan complacidos, ... es nuestro deseo que usted promueva su regreso seguro aquí, y no permita que se le retrase".
También entregó a Lutero cordiales cartas de presentación al obispo Lorenzo de Würzburg, por cuya ciudad pasaba su camino, y al conde palatino Wolfgang, en Heidelberg. De ambos, aunque muchos ya habían declamado contra él como hereje, recibió una acogida de lo más amistosa y complaciente.
Sus relaciones, además, en Heidelberg con sus compañeros de la Orden, y, sobre todo, con Staupitz, permanecieron sin nubes. Staupitz fue reelegido aquí como vicario de la Orden; el cargo de vicario provincial pasó de Lutero a Juan Lange, de Erfurt, su íntimo amigo y compañero de pensamiento. La cuestión de las indulgencias no había entrado en absoluto en los asuntos del capítulo.
Pero en una disputa celebrada en el convento, según la costumbre, Lutero presidió, y escribió para ella algunas proposiciones que recogían los puntos fundamentales de sus doctrinas sobre la pecaminosidad e impotencia del hombre, y la justificación, por la gracia de Dios, en Cristo, y contra la filosofía y la teología de la escolástica aristotélica.
Atrajo el vivo interés de varios jóvenes internos del convento que después se convirtieron en sus colaboradores, como Juan Brenz, Erhardt Schnepf y Martín Butzer. Se maravillaron de su capacidad para extraer el significado de las Escrituras, y de hablar no sólo con claridad y decisión, sino también con refinamiento y gracia. Así, su viaje sirvió para promover a la vez su reputación y su influencia.
A su regreso a Wittenberg el 15 de mayo, tras cinco semanas de ausencia, se apresuró a completar una detallada explicación en latín del contenido de sus tesis, bajo el título de Soluciones, la obra más grande e importante que publicó en este período de la contienda.
El fruto más valioso de la controversia en lo que respecta a Lutero y su obra posterior, y de la que dan testimonio estas Soluciones, fue el avance que había hecho, y que se había visto obligado a hacer, en el curso de sus propios razonamientos e investigaciones. Se le presentaron nuevas preguntas: la conexión interna de la verdad se fue manifestando gradualmente: nuevos resultados se le impusieron: su ansiedad por resolver sus dificultades aún continuaba.
Lutero en sus tesis, al hablar de la llamada de Jesús al arrepentimiento, nunca había admitido, en efecto, que el sacramento de la penitencia impuesto por la Iglesia, con la confesión auricular y las penitencias y satisfacciones impuestas por el sacerdote, se basara en el mandato de Dios o en la autoridad de la Biblia. Ahora reconocía y declaraba abiertamente que estos actos eclesiásticos no habían sido ordenados en absoluto por Cristo, sino únicamente por el Papa y la Iglesia.
La contienda sobre las indulgencias concedidas por el Papa respecto a estos actos, abrió ahora la doctrina de los llamados tesoros de la Iglesia, de los que el Papa se servía para su generosidad.
Lutero, al tiempo que concedía al Papa el derecho de dispensar indulgencias en el sentido entendido por él mismo, se guardaba de admitir que los méritos de Cristo constituyeran ese tesoro, y que por tanto debieran ser dispuestos por el Papa de esta manera: la dispensación de las indulgencias se basaba simplemente en el poder papal de las llaves.
Se le objetó entonces que en esto iba en contra de una declaración expresa y debidamente registrada de un Papa, Clemente VI, a saber, que los méritos de Cristo debían ser indudablemente dispensados en indulgencias. Lutero, que en sus tesis contra el abuso de las indulgencias se había abstenido hasta entonces de proponer nada que pudiera ser incompatible con el sentido comprobado del Papa, insistía ahora sin dudarlo en esta contradicción. Esa declaración papal, declaraba, no tenía el carácter de un decreto dogmático, y había que distinguir entre un decreto del Papa y su aceptación por la Iglesia a través de un Concilio.
¿Cómo, pues, procedía a inquirir Lutero, debía el cristiano obtener el perdón del pecado, la reconciliación con Dios, la justicia ante Dios, la paz y la santidad en Dios? Y al responder a esta pregunta volvía a la nota clave de su doctrina de la salvación, que había empezado a predicar antes de que comenzara la contienda sobre las indulgencias.
Ya había declarado que la salvación venía por la fe; en otras palabras, por la confianza sincera en la misericordia de Dios, tal como la anuncia la Biblia, y en el Salvador Cristo. ¿Cómo era eso compatible con los actos de la penitencia eclesiástica, como la absolución en particular, que debía obtenerse del sacerdote? Lutero declaró ahora que Dios ciertamente permitiría que su ofrecimiento de perdón fuera transmitido a los que lo anhelaban, por su siervo comisionado de la Iglesia, el sacerdote, pero que la seguridad de tal perdón debía apoyarse simplemente en la promesa de Dios, en virtud y en nombre de quien el sacerdote realizaba su oficio.
Y al mismo tiempo declaró que esta promesa podía ser transmitida a un cristiano atribulado por cualquier hermano cristiano, y que el perdón completo le sería concedido si tenía fe. No era necesaria la enumeración de los pecados particulares para tal fin; bastaba con que el anhelo arrepentido y fiel de la palabra de misericordia fuera dado a conocer al sacerdote o hermano del que se buscaba el mensaje de consuelo.
De ahí se deducía, por un lado, que la absolución sacerdotal y el sacramento no servían de nada al receptor a menos que se volviera con fe interior a su Dios y Salvador, recibiera con fe la palabra que se le dirigía y, a través de esa palabra, se dejara elevar a una fe mayor. Se deducía también, por otro lado, que un cristiano penitente y fiel, aferrado a esa palabra, a quien el sacerdote negara arbitrariamente la absolución que esperaba, podía, a pesar de tal negativa, participar plenamente del perdón de Dios.
Con ello se rompía de golpe el vínculo más poderoso con el que la Iglesia dominante esclavizaba las almas a los órganos de su jerarquía. Lutero ha humillado al hombre hasta lo más bajo ante Dios, por cuya gracia sola el pecador, con mansedumbre y confiada fe, puede ser salvado. Pero en Dios y por medio de esta gracia le enseña a ser libre y seguro de la salvación. Cristo, dice, no ha querido que la salvación del hombre esté en la mano o al arbitrio de un hombre.
En cuanto a los actos y castigos externos que imponían la Iglesia y el Papa, no pretendía abolirlos. En esta provincia externa al menos reconocía en el Papa un poder que se originaba directamente de Dios. Aquí, en su opinión, el cristiano estaba obligado a soportar incluso el abuso de poder y la imposición de un castigo injusto.
Toda la contienda giraba en última instancia sobre la cuestión de quién debía dirimir las disputas sobre la verdad, y dónde buscar la norma más alta y la fuente más pura de la verdad cristiana. Gradualmente al principio, y manifiestamente con muchas luchas internas por parte de Lutero, sus puntos de vista y principios fueron ganando en claridad y consistencia.
Incluso dentro de la Iglesia Católica la doctrina sobre la máxima autoridad que debía reconocerse en cuestiones de fe y conducta no estaba en absoluto tan firmemente establecida como frecuentemente la presentan tanto los protestantes como los católicos romanos. La doctrina de la infalibilidad del Papa, y de la autoridad absoluta que de ella se deriva para sus decisiones, por muy confiadamente afirmada por los admiradores de Aquino y aceptada por los Papas, no fue erigida en dogma de la Iglesia Católica Romana hasta 1870.
La otra teoría, según la cual incluso el Papa puede errar, y la decisión suprema corresponde a un Concilio General, había sido sostenida por teólogos, a los que, al mismo tiempo, ningún Papa se había atrevido nunca a tratar como herejes. Sobre la base de esta última teoría, la Universidad de París, entonces la primera universidad de Europa, acababa de apelar del Papa a un Concilio General. En Alemania, las opiniones estaban en general divididas entre ésta y la teoría del absolutismo papal. De nuevo, la opinión de que ni las decisiones de un Concilio ni las de un Papa eran ipso facto infalibles, sino que de ellas cabía apelar a un Concilio posiblemente mejor informado, ya había sido avanzada impunemente por escritores del siglo XV.
El único punto sobre el que no se expresaba ninguna duda era que las decisiones de los Concilios Generales anteriores, reconocidas también por el Papa, contenían la verdad divina absolutamente pura, y que la Iglesia cristiana universal no podía caer nunca en el error; pero incluso entonces, con referencia a esta Iglesia, seguía en pie la cuestión de quién o qué era su verdadero y último representante.
Lutero seguía ahora lo que encontraba como enseñanza de la Biblia, en la medida en que esa enseñanza se presentaba a su propia investigación independiente y concienzuda, y como, remontándose al Nuevo Testamento y especialmente a las Epístolas de San Pablo, se configuraba a su percepción. Pero a pesar de todo esto, no quería todavía abandonar su acuerdo con la Iglesia de la que era miembro. El mismo hombre al que Eck había tildado de estar lleno de "veneno bohemio", se quejaba de que los Hermanos Bohemios o Moravos se exaltaran en su ignorancia por encima del resto de la cristiandad.
A un tomista, en efecto, que para él no era más que un escolástico entre otros, se oponía sin miedo; pero aún no encontramos la expresión de un pensamiento de que la Iglesia, reunida en un Concilio General, hubiera errado alguna vez, ni siquiera de que algún Concilio futuro pudiera pronunciar una decisión errónea sobre los puntos actualmente en disputa.
Es más, espera la decisión de tal Concilio contra las acusaciones de herejía que ya se han presentado contra él, aunque sin admitir nunca su disposición, si tal Concilio se reuniera, a someterse de antemano e incondicionalmente a su decisión, cualquiera que ésta fuera. Por encima y antes de cualquier decisión de este tipo, se mantuvo firme en la autoridad de su propia convicción: su conciencia, decía, no le permitía ceder en esa resolución; no estaba solo en esta contienda, sino que con él estaba la verdad, junto con todos aquellos que compartían sus dudas sobre la virtud de las indulgencias.
Sin embargo, al rechazar la doctrina de la infalibilidad de los Papas, a Lutero le resultaba difícil reprocharles también un error real en sus decisiones. Hemos visto cómo la necesidad le obligó a hacerlo en el caso de Clemente VI. Con respecto al jefe actual de la Iglesia, deseaba permanecer, en la medida de lo posible, en concordia y sujeción.
No fue por mera apariencia que en sus noventa y cinco tesis presentó su propia visión de las indulgencias como la del Papa. Esperaba, en todo caso, y deseaba de todo corazón que así fuera; y más tarde, hacia el final de su vida, nos cuenta con qué confianza había albergado la esperanza de que el Papa fuera su mecenas en la guerra contra los desvergonzados vendedores de indulgencias. Incluso después de que esas esperanzas hubieran fracasado, habló de León X con respeto, como un hombre de buena disposición y un teólogo educado, cuya única desgracia era que vivía en una atmósfera de corrupción y en una época viciosa.
No estaba menos seguro de sus credenciales divinas como supremo Pastor terrenal de la cristiandad, y depositario de todo poder canónico. El deber de humildad y obediencia, que se le inculcó en exceso como monje, no menos que el temor a los posibles peligros y problemas que le esperaban a él y a sus hermanos cristianos, debieron hacer que Lutero se acobardara ante la idea de tener que testificar y luchar realmente contra él.
Se atrevió a dedicar sus Soluciones al propio Papa. La carta del 30 de mayo de 1518, en la que lo hacía, muestra la peculiar, anómala e insostenible posición en la que se encontraba entonces.
Le horrorizan, dice, las acusaciones de herejía y cisma que se le hacen. Él, que preferiría vivir en paz, no tenía ningún deseo de establecer ningún dogma en sus tesis, provocadas como estaban por un escándalo público, sino simplemente con celo cristiano, o, como podrían decir otros, con ardor juvenil, para invitar a los hombres a una disputa, y su deseo actual era publicar su explicación de las mismas bajo el patrocinio y la protección del propio Papa.
Pero al mismo tiempo declara que su conciencia es inocente y está tranquila, y añade con enfática brevedad: "Retractarme no puedo". Concluye humillándose a los pies del Papa con las palabras: "Dame la vida o la muerte, acéptame o recházame como te plazca". Reconocerá la voz papal como la del propio Señor Jesús. No retrocederá ante la muerte si la merece. Pero esa declaración suya, que no puede retractar, debe mantenerse.