La decisión de Lutero de seguir una vida monástica se tomó de repente, como hemos visto. Pero sopesó bien esa resolución en su mente, y con el mismo cuidado consideró la elección del convento al que ingresó. Los monjes agustinos, a cuya sociedad anunció su intención de unirse, pertenecían en ese momento a la Orden monástica más importante de Alemania. A pesar de que ya se había dicho mucho, con justicia, en forma de queja y ridículo, sobre la depravación de la vida monástica, su ociosidad, hipocresía y grosera inmoralidad, muchos de ellos aún se imaginaban que la solemne renuncia al matrimonio y a los bienes del mundo, y la sumisión absoluta de sus voluntades a las órdenes de sus superiores y a las reglas de su Orden, constituían el verdadero servicio a Dios, y los elevaban a una posición peculiar de santidad y mérito.
La disciplina externa, en todo caso, se insistía universalmente. Entre las instituciones alemanas de esta Orden, mientras que la negligencia y la depravación se habían infiltrado en otros lugares, un gran número se había distinguido, desde hacía algún tiempo, por una estricta adhesión a sus antiguos estatutos, originados, se suponía, por su fundador San Agustín, pero que se referían, en el mejor de los casos, a meros asuntos de forma. Estas instituciones se constituyeron en una asociación, presidida por un vicario de la Orden, como se le llamaba, un vicario general para Alemania. A esta asociación pertenecía el convento de Erfurt.
Sus internos eran tratados con marcada predilección y respeto por las clases altas y cultas de la ciudad. Se decía que eran activos en la predicación y en el cuidado de las almas, y que cultivaban entre ellos el estudio de la teología. Arnoldi, el maestro de Lutero, pertenecía a este convento. Como la Orden no poseía bienes, sino que todos sus miembros vivían de limosnas, los monjes recorrían la ciudad y el campo para recoger donativos de dinero, pan, queso y otros víveres.
Según las reglas de la Orden, las solicitudes de admisión no se concedían de inmediato, sino que se tomaba tiempo para ver si el solicitante iba en serio. Después de eso, era recibido como novicio, durante al menos un año de prueba. Hasta que expirara ese año, tenía libertad para reconsiderar su deseo. Lutero, antes de dar este paso definitivo, pensó en sus padres, con el fin de exponerles su resolución. Los hermanos monásticos, sin embargo, trataron de disuadirlo, recordándole cómo hay que dejar padre y madre por Cristo y Su Cruz, y cómo nadie que haya puesto la mano en el arado y mire hacia atrás es apto para el reino de Dios.
Al escribir a su padre sobre el tema, éste, firme en la convicción de sus derechos paternos, se enfureció con su hijo. "Mi padre", dice Lutero más tarde, "estuvo a punto de volverse loco por ello; estaba disgustado y no lo permitía. Me envió una respuesta por escrito, dirigiéndose a mí en términos que mostraban su disgusto, y renunciando a todo afecto posterior". Poco después perdió a dos de sus hijos a causa de la peste.
Esta epidemia también había estallado con tanta violencia en Erfurt, que hacia la época de la cosecha multitudes enteras de estudiantes huyeron con sus maestros de la ciudad, y el padre de Lutero recibió la noticia de que su hijo Martín también había caído víctima. Sus amigos le instaron entonces a que, si la noticia resultaba falsa, debía al menos consagrar a su ser más querido a Dios, dejando que este hijo que aún le quedaba ingresara en la bendita Orden de los siervos de Dios. Al fin el padre se dejó convencer; pero cedió, como nos informa Lutero, con un corazón triste y renuente.
El joven novicio fue recibido entre sus hermanos con himnos de alegría, oraciones y otras ceremonias. Pronto fue vestido con el atuendo de su Orden. Sobre una camisa de lana blanca se le hizo vestir una túnica y una capucha de tela negra, con un cinturón de cuero negro. Cada vez que se los ponía o se los quitaba, se le repetía en voz alta una oración en latín, para que el Señor se despojara del hombre viejo y se revistiera del hombre nuevo, hecho según Dios.
Encima de la capucha recibió un escapulario, como se llamaba, es decir, una estrecha tira de tela que colgaba sobre los hombros, el pecho y la espalda, y que le llegaba hasta los pies. Esto significaba que tomaba sobre sí el yugo de Aquel que dijo: "Mi yugo es suave y mi carga ligera". Al mismo tiempo, fue entregado a un superior, designado para encargarse de los novicios, para introducirlos en las prácticas de la devoción monástica, para supervisar su conducta y para velar por sus almas.
Sobre todo, se consideraba importante que se enseñara a los monjes a someter su propia voluntad. Tenían que aprender a soportar, sin oposición, todo lo que se les imponía, y eso, con mayor alegría cuanto más desagradable les pareciera. Cualquier tendencia al orgullo se vencía imponiendo inmediatamente los oficios más serviles al infractor. Los amigos de Lutero nos cuentan cómo, durante su primer período de prueba en particular, tuvo que realizar el trabajo diario más humilde con cepillo y escoba, y cómo sus celosos hermanos se complacían especialmente en ver al orgulloso graduado de ayer caminar penosamente por las calles, con su zurrón de mendigo a la espalda, al lado de otro monje más acostumbrado al trabajo.
Al principio, se nos dice, la universidad intercedió por él como miembro de su propio cuerpo, y obtuvo para él al menos alguna relajación de sus deberes serviles. De los propios labios de Lutero, en la vida posterior, no oímos ni una palabra de queja sobre ninguna vejación y carga especial. En la medida de lo posible, no se dejó intimidar por ellas; es más, anhelaba ejercicios aún más severos, para poder ganarse el favor de Dios. Incluso como reformador, recordaba con gratitud al "Pedagogo", o superintendente de su noviciado; era un buen anciano, nos dice, un verdadero cristiano bajo esa execrable capucha.
El novicio encontraba cada día, a medida que transcurría, plenamente ocupado con la repetición de oraciones establecidas y la realización de otros actos de devoción. Para el día y la noche juntos había siete u ocho horas de oración establecidas, u Horæ. Durante cada una de ellas, los hermanos que aún no eran sacerdotes tenían que rezar veinticinco Padrenuestros con el Ave María, mientras que a los sacerdotes se les prescribían fórmulas de oración más amplias. Lutero también fue introducido ya entonces a ciertos estudios teológicos, que estaban bajo la supervisión de dos doctos padres del monasterio. Pero lo que era de mayor importancia para él era que se le puso en las manos una Biblia -la traducción latina entonces de uso general en la Iglesia-.
Precisamente por esta época, había entrado en vigor un nuevo código de estatutos para estos conventos agustinos, redactado por Staupitz, el vicario de la Orden, que ordenaba, como deberes, la lectura asidua, la atención devota a las Horas y el estudio celoso de la Sagrada Escritura. A Lutero le faltaban maestros, y le resultaba muy difícil entender todo lo que leía. Pero con genuino apetito se leyó a sí mismo, por así decirlo, en su Biblia, y se aferró a ella desde entonces.
Al final de su año de prueba siguió su solemne admisión en la Orden. Fielmente "hasta la muerte" prometió entonces Lutero vivir según las reglas del santo padre Agustín, y rendir obediencia a Dios Todopoderoso, a la Virgen María y al prior del monasterio. Antes de hacerlo, se puso de nuevo el hábito de su Orden, que había sido consagrado con agua bendita e incienso. El prior recibió sus votos y roció agua bendita sobre él mientras se postraba en el suelo en forma de cruz. Cuando terminó la ceremonia, sus hermanos le felicitaron por ser ahora como un niño inocente recién salido del bautismo.
Se le dio entonces una celda propia, con mesa, cama y silla. Daba al patio claustral del monasterio. Fue destruida por un incendio el 7 de marzo de 1872. Lutero ahora, mediante una promesa inviolable, se había ligado a esa vocación por la que aspiraba a ganar el cielo. Los medios por los que esperaba realizar su aspiración le fueron abundantemente proporcionados en su nuevo hogar.
Si buscaba el favor de la Virgen y de otros santos que intercedieran por él ante el tribunal de Dios y de Cristo, encontró a la vez en su Orden un ferviente culto a la Virgen en particular, y todas las direcciones posibles para su servicio. La doctrina de la Inmaculada Concepción, que Pío IX, en nuestros días, se atrevió por primera vez a elevar a dogma de la Iglesia, fue defendida celosamente por los agustinos, y mantenida firmemente por el propio Lutero, incluso después del comienzo de su guerra de Reforma. Juan Palz, uno de sus dos maestros de teología en el convento, escribió profusamente en honor de esta doctrina, y describió a todos los cristianos como sus hijos espirituales.
Bajo su manto, dice Lutero, tuvo que arrastrarse a la presencia de Cristo. De la multitud de otros santos, Lutero seleccionó a un número como sus ayudantes constantes en la necesidad. Observamos en particular que entre ellos, además de Santa Ana y San Jorge, estaba el apóstol Tomás; de él, que una vez había traicionado tal cobardía y falta de fe, bien podía esperar una simpatía peculiar. Ya hemos mencionado las oraciones establecidas que llenaban gran parte del día. Se le exigía, sobre todo, que las aprendiera y las repitiera con exactitud, palabra por palabra.
Después, como él nos dice, las Horæ se leían en voz alta, a la manera de las urracas, las grajillas o los loros. Si deseaba, en penitencia, verse libre de los pecados que tanto tiempo le habían atormentado, y que eran una carga diaria para su conciencia, los medios de confesión que proporcionaba la Iglesia estaban siempre a su disposición en el convento. Una vez por semana, como mínimo, cada hermano tenía que asistir al confesionario privado.
Todos sus pecados, sin excepción, tenían que ser revelados entonces, si quería obtener el perdón de los mismos. Lutero se esforzaba por desahogarse con su padre confesor de todo lo que había hecho desde su juventud; pero esto era demasiado incluso para el sacerdote. Era por medio de una completa contrición interior, correspondiente a la carga infinita del pecado, como la persona que se confesaba debía hacerse digna del perdón que el sacerdote le testimoniaba luego mediante la absolución. Sin embargo, según la doctrina imperante, lo que le faltaba al penitente en la completitud de la contrición, lo suplía el Sacramento de la Absolución.
Pero no se suponía que los castigos reservados por Dios a los pecadores terminaran con esta absolución o perdón; éstos tenían que ser expiados mediante peculiares observancias, impuestas por el sacerdote, y mediante la oración, la limosna, el ayuno y otros actos de mortificación. Para el que no era perdonado, quedaba el infierno; para el que no había expiado sus pecados, al menos el temor y las penas del purgatorio. Tal era y sigue siendo la enseñanza de la Iglesia Católica. Así, Lutero fue llamado y dirigido a proseguir metódicamente la penosa labor de autoexamen, que le había oprimido incluso antes de entrar en el convento, y a utilizar todos los medios de gracia que aquí se le ofrecían. Pero cuanto más escudriñaba su vida y sus pensamientos, más transgresiones de la voluntad de Dios encontraba, y más gravemente afligían su conciencia.
No se trataba, en efecto, como podría haberse imaginado con un joven fuerte como él, de ningún apetito sensual, estimulado aún más por las restricciones del convento. Era con las pasiones de la ira, el odio y la envidia contra sus hermanos y semejantes, con lo que tenía que reprocharse. Los que le tenían antipatía le acusaban en particular de engreimiento, y de dejar que su genio se desbordara con demasiada facilidad. Las faltas de esa índole, de pensamiento, palabra u obra, eran para su propia conciencia como pecados capitales, aunque para el sacerdote que le escuchaba en la confesión, le parecían demasiado insignificantes para enumerarlas.
A éstas se añadía una serie de faltas menores contra las ordenanzas de la Iglesia y del convento, en relación con las observancias externas y las formas de culto, las oraciones, etc., todo lo cual, por insignificante que nos parezca, la Iglesia estaba acostumbrada a tratar como pecados graves.
Finalmente, surgió en su mente una inquietud constante, que le hacía buscar pecados donde en realidad no existían. Lo que había dicho una vez sobre lavarse las manos, que sólo las hacía más sucias, ahora tenía que experimentarlo por sí mismo. Su contrición le hacía sentir dolor y miedo en abundancia, pero no hasta el punto de poder decirse a sí mismo que purgaba el mal a los ojos de Dios. Se pronunciaba la absolución sobre él una y otra vez; pero ¿quién le daba la seguridad de que había cumplido sus condiciones y, por tanto, podía confiar realmente en su eficacia?
En cuanto a los actos de penitencia, los realizaba de buen grado, y, de hecho, hacía mucho más en cuanto a oración, ayuno y vigilia de lo que exigían las reglas del convento o le imponía su padre confesor. Su cuerpo, por su dura formación desde niño, estaba bien preparado para tales austeridades, pero a pesar de ello, tuvo que sufrir durante mucho tiempo sus consecuencias. Lutero, en años posteriores, pudo dar testimonio de sí mismo que había causado a su propio cuerpo mucho más dolor y tortura con esas prácticas de penitencia que todos sus enemigos y perseguidores habían causado a los suyos.
El tiempo libre que le quedaba, después de cumplir con sus demás deberes monásticos, lo dedicaba con gran diligencia al estudio de la teología. Leía, en particular, los escritos de los últimos teólogos escolásticos, con los que se había ocupado en parte durante su curso de filosofía. De algunos de ellos, como el inglés Occam, en particular, cuya agudeza de razonamiento admiraba especialmente, había escritos que, en relación con cuestiones de política eclesiástica externa, podrían haberle llevado incluso entonces por caminos propios, si su mente hubiera estado dispuesta para ello.
Estos escritos estaban dirigidos contra el poder absoluto del Papa en la Iglesia, y contra sus agresiones en el territorio del Imperio y del Estado. Pero cualquier objetivo de este tipo estaba muy lejos de la Orden monástica a la que Lutero se había consagrado, y de los teólogos que aquí eran sus maestros. Palz, a quien ya hemos mencionado, se había distinguido especialmente por su glorificación de las indulgencias papales. Además, toda la Orden, y los conventos alemanes pertenecientes a ella en particular, estaban en deuda con el Papa por varios actos de favor.
Tampoco el propio Lutero se cuidaba menos de mantenerse firme en las ordenanzas de la jerarquía, que de aprovechar los medios de salvación que ofrecía la Iglesia. Lo que en todo momento en sus estudios teológicos despertaba su más cálido interés personal era la difícil cuestión de cómo los pecadores podían obtener la salvación eterna. Y todo lo que llegó a leer sobre ese tema en los escritos de esos teólogos, y a oír de sus doctos maestros en el convento, sólo sirvió para aumentar sus infructuosas luchas internas, y su ansiedad y sensación de necesidad.
El gran padre de la Iglesia, de quien su Orden recibió el nombre, y a quien se atribuían sus reglas, había expuesto una vez, basándose en sus propias experiencias de la lucha con el pecado y la carne, con gran fuerza, y en una controversia triunfal con sus oponentes, la doctrina de que, como dice el Apóstol, la salvación no depende de la conducta del hombre, sino de la gracia de Dios, no de la voluntad del hombre, sino de la voluntad de Dios de perdonar, que es el único que transforma al pecador, y le concede el poder y la voluntad para el bien.
Pero cualquier conocimiento o comprensión de esta teología de Agustín era tan ajeno a su propia Orden como a los escolásticos. Se enseñaba, en efecto, que el cielo era demasiado alto para que el hombre lo alcanzara de otro modo que por la gracia de Dios. Pero también se enseñaba que el pecador, por su propia fuerza natural, podía y debía hacer lo suficiente a los ojos de Dios para ganarse esa gracia que luego le ayudaría a seguir el camino hacia el cielo.
El que así había obtenido esa gracia, se decía, se sentía capacitado e impulsado a hacer incluso más de lo que exigen los mandamientos de Dios. La referencia a la amarga pasión y muerte del Salvador no era omitida, es cierto, por los teólogos con los que Lutero tenía que ver, y con frecuencia, como por ejemplo por su maestro Palz, era impresa en los corazones cristianos con palabras llenas de sentimiento.
Pero se hacía hincapié, no en el amor redentor en el que el hombre podía descansar su confianza, sino en la necesidad de ofrecerse a Aquel que se había ofrecido por el hombre, y de someterse incluso a los dolores de la muerte, en imitación de Él, y de pagar la pena del pecado. De este modo, una y otra vez, Lutero veía ante sí exigencias por parte de Dios que nunca podría esperar satisfacer. Su prueba más dolorosa era causada por el pensamiento de que Dios mismo tuviera la voluntad de dejarle fracasar después de todos sus infructuosos esfuerzos, y finalmente ser contado entre los perdidos.
Y fue precisamente con los últimos escolásticos con los que encontró, no ciertamente una teoría según la cual Dios había predestinado simplemente a una parte de la humanidad a la perdición, sino una concepción general de Dios que lo representaba como un Ser no tanto de santo amor, como de voluntad arbitraria y absoluta. Lutero pasó dos años en el convento en medio de estas luchas y sufrimientos interiores. Su vida espiritual, como se la llamaba, de estricta disciplina y ascetismo, era citada en otros conventos como modelo de imitación.
De vez en cuando, en efecto, se sentía henchido de un sentimiento de santidad superior: "un santo orgulloso", como se llamó a sí mismo después. Pero la humildad era el temperamento dominante de su mente. Con frecuencia, en la vida posterior, describió su condición como una advertencia para los demás. Así habla de los discípulos de la ley, que intentan por sus propias obras, por el trabajo constante, por llevar cilicios, por la autoflagelación, por el ayuno, por todos los medios, en fin, satisfacer la ley de Dios. Tal fue él mismo, nos dice. Pero también había aprendido por experiencia, añade, lo que ocurre cuando un hombre es tentado, y la muerte o el peligro le asustan; cómo se desespera, es más, cómo huiría de Dios como del diablo, y preferiría que no hubiera Dios en absoluto.
Tan grandes llegaron a ser sus sufrimientos interiores, que pensó que tanto el cuerpo como el alma debían sucumbir. Así nos lo cuenta más tarde, al hablar de los tormentos del purgatorio, de un hombre, que sin duda era él mismo, cómo había soportado a menudo tal agonía, sólo momentánea es cierto, pero tan infernal en su violencia, que ninguna lengua podía expresar ni pluma describirla; que, de haber durado más tiempo, aunque sólo fuera media hora, o sólo cinco minutos, habría muerto allí mismo, y sus huesos se habrían consumido hasta las cenizas.
Él mismo vio después en estos dolores, visitaciones de un tipo especial, como las que Dios no envía a todo el mundo. Pero le sirvieron entonces como prueba, y de aplicación universal, de que esa escuela de la ley, como él la llamaba, no traería ninguna santidad real ni a los demás ni a sí mismo, sino que debía enseñar al hombre a desesperar de sí mismo, y de cualquier pretensión o mérito propio.
Y, en efecto, como sabemos por todo lo anterior, no era simplemente la esterilidad externa de las normas de la Iglesia y del convento, o un sentimiento de cumplimiento imperfecto por su parte, lo que causaba su inquietud de conciencia; lo que le producía la más profunda ansiedad y le acosaba más eran precisamente esas agitaciones interiores, que le revelaban su oposición a las exigencias eternas de Dios, cuyo cumplimiento consideraba indispensable para la reconciliación con Dios.
Sus experiencias en el convento le llevaron a la percepción de aquellos principios que constituyeron la base de su predicación como reformador. Por su conducta ejemplar allí, y su maravillosa y activa conversión, fue comparado con San Pablo. En un sentido muy distinto se asemejaba al gran Apóstol. Este último, cuando era fariseo, se había esforzado por justificarse ante Dios por la ley y los profetas. "¡Oh, miserable de mí!", debió exclamar allí Lutero de sí mismo, y después, mirando hacia atrás a sus experiencias, debió contarlo todo como "estiércol y pérdida", para ser justificado más bien por la fe mediante la gracia de Dios y el Salvador, y llegar a ser libre y santo.
Así como, mientras tanto, dentro de la Iglesia Católica, las leyes, los dogmas y las teorías de la Escuela relativas a los medios de salvación, nunca pudieron suplantar por completo el pensamiento del simple testimonio de la Biblia, y de la propia confesión de la Iglesia del amor perdonador de Dios y de Su gracia redentora y absolvente, o impedir que los simples cristianos piadosos buscaran aquí un refugio en lo más profundo de sus corazones, así ahora, en este mismo convento de Erfurt, donde el desarrollo interior de Lutero en esas teorías y dogmas había alcanzado un punto tan álgido, recibió también las primeras impresiones serias en la otra dirección. Encontraron en él una entrada difícil y gradual, por la energía y la coherencia con la que había asumido su punto de vista original. Pero con tanta mayor energía, y con perfecta coherencia, abandonó ese punto de vista, cuando una nueva luz le llegó desde su nueva concepción de la verdad.
El maestro de Lutero en el convento, por quien tendremos que entender al superintendente de los novicios, ya le había causado una profunda impresión, al recordarle las palabras del Credo de los Apóstoles sobre el perdón de los pecados, y al representarle, lo que Lutero nunca se había atrevido a aplicar a sí mismo, que el Señor mismo nos había mandado esperar.
Para ello le remitió a un pasaje de los escritos de San Bernardo, donde ese ferviente predicador, imbuido como estaba en su teología de las nociones eclesiásticas de la Edad Media, insiste en la importancia de esta misma fe en el perdón de Dios, y apela a las palabras de San Pablo de que el hombre es justificado por la gracia mediante la fe. Observaciones de este tipo se grabaron en la mente de Lutero, y echaron raíces allí, aunque su fruto sólo maduró por grados. También de su maestro Arnoldi habló con admiración y gratitud, por el consuelo que había sabido impartirle.
Pero quien en esta época adquirió con mucho la influencia más potente, saludable y duradera sobre Lutero, fue el vicario general, Juan von Staupitz. Era un hombre notable, de noble y piadosa disposición, y de mente refinada y perspicaz. Maestro de las formas de la teología escolástica, también era un profundo conocedor de las Escrituras; hacía de sus enseñanzas la norma especial de su vida, y se cuidaba de ordenar a los demás que hicieran lo mismo.
Se esforzaba por alcanzar una vida interior y práctica en Dios, no limitada a meras formas y observancias. Los conflictos y las controversias agudas no eran de su agrado; pero con suavidad y discreción procuraba plantar, en su propio campo de trabajo, y dejar que lo que había plantado en nombre de Dios creciera. Fue durante sus visitas a Erfurt cuando Staupitz entró en contacto con el joven monje, dotado, pensativo y melancólico.
Trató a Lutero, tanto en la conversación como en las cartas, con confianza paternal, y Lutero le abrió, como a un padre, su corazón y sus cuidados. Al querer confesarle todos sus muchos pequeños pecados, Staupitz insistió primero en distinguir entre lo que eran realmente pecados y lo que no lo eran; en cuanto a los pecados autoimaginados, o a esa mezcolanza de ofensas que Lutero le exponía, no quiso escucharlos; esa no era la clase de seriedad, decía, que Dios quería tener.
Lutero se atormentaba con un sistema de penitencia, consistente en dolor real, castigos y expiaciones. Staupitz le enseñó que el arrepentimiento, en el sentido de las Escrituras, era un cambio interior y una conversión, que debía proceder del amor a la santidad y a Dios; y que, para la paz con Dios, no debía fijarse en sus buenos propósitos de llevar una vida mejor, que no tenía la fuerza para llevar a cabo, o en sus propios actos, que nunca podrían satisfacer la ley de Dios, sino que debía confiar con paciencia en la misericordia perdonadora de Dios, y aprender a ver en Cristo, a quien Dios permitió sufrir por los pecados del hombre, no al Juez amenazador, sino más bien al Salvador amoroso.
A Cristo, sobre todo, le remitió, cuando Lutero reflexionaba sobre la voluntad eterna y secreta de Dios, y estaba cerca de la desesperación. El propósito eterno de Dios, decía, brilla claramente en las llagas de Cristo. Si sus tentaciones no cesaban, le ordenaba que viera en ellas medios para atraerle al amor de Dios.
Los pensamientos de Staupitz se dirigían en esto a las tentaciones del orgullo, que podían ser ellas mismas el medio de curar ese orgullo, y a las grandes cosas para las que Dios quería prepararle. De una manera sencilla y práctica, y a partir de las experiencias de su propia vida, aconsejaba y conversaba así con Lutero. Durante el largo curso de un trato confidencial con su amigo, su propia teología se desarrolló visiblemente en años posteriores, y su alumno de los primeros tiempos se convirtió después en su maestro. Pero Lutero, tanto entonces como a lo largo de su vida, habló de él con agradecido afecto como su padre espiritual, y dio gracias a Dios por haber sido ayudado a salir de sus tentaciones por el Dr. Staupitz, sin el cual habría sido tragado por ellas y habría perecido.
Sin embargo, el primer terreno firme para sus convicciones y su vida interior, y el fundamento de todas sus enseñanzas y obras posteriores, lo encontró Lutero en su propio estudio perseverante de la Sagrada Escritura. En esto también fue animado por Staupitz, que, sin embargo, debió de quedar asombrado de su infatigable laboriosidad y celo. Para la interpretación de la Biblia, los medios a su disposición eran extremadamente escasos. Él mismo exploraba en todos los casos hasta su mismo centro las verdades de la salvación cristiana y las más altas cuestiones de la vida moral y religiosa. Un solo pasaje de importancia ocupaba sus pensamientos durante días. Las palabras significativas, que aún no era capaz de comprender, permanecían fijas en su mente, y las llevaba consigo en silencio.
Así, por ejemplo, nos cuenta cuán poderosamente le afectó la palabra de Dios, dicha por el profeta Ezequiel: "No quiero la muerte del pecador". Fue el tercer y último año de su vida monástica en Erfurt el que trajo consigo, por lo que vemos, el giro decisivo para sus luchas y trabajos interiores. En su segundo año, el 2 de mayo de 1507, recibió, por orden de sus superiores, su solemne ordenación como sacerdote. Fue entonces cuando, por primera vez desde su entrada en el convento en contra de la voluntad de su padre, éste le volvió a ver. Se le concertó expresamente un día conveniente para que pudiera participar personalmente en la solemnidad. Cabalgó hacia Erfurt con un majestuoso séquito de amigos y parientes.
Pero en su opinión sobre el paso dado por su hijo se mantuvo inalterablemente firme. En el banquete que se dio en el convento al joven sacerdote, éste intentó arrancarle una observación amistosa sobre el tema, preguntándole por qué parecía tan enfadado, cuando la vida monástica era algo tan elevado y santo. Su padre respondió en presencia de toda la compañía: "Hermanos doctos, ¿no habéis leído en la Sagrada Escritura que el hombre debe honrar a su padre y a su madre?". Y al recordarle que su hijo había sido llamado, es más, obligado a esta nueva vida por el cielo, respondió: "¡Ojalá no fuera un espíritu del diablo!".
Les hizo comprender que estaba allí, comiendo y bebiendo, por obligación, pero que preferiría estar lejos. Sin embargo, para Lutero, el puesto de alta dignidad al que ahora era ascendido le trajo nuevos temores e inquietudes. Ahora tenía que presentarse ante Dios como sacerdote; tener el Cuerpo de Cristo, el mismísimo Cristo, y a Dios realmente presente ante él en la misa en el altar; ofrecer el Cuerpo de Cristo como sacrificio al Dios vivo y eterno. Además de esto, había una multitud de formas que observar, cualquier descuido en las que era un pecado. Todo esto le abrumaba tanto en su primera misa, que apenas podía permanecer en el altar; estaba casi, como dijo después, muerto. Con estas funciones sacerdotales unió una asidua devoción a sus santos.
Leyendo misa cada mañana, invocaba a veintiún santos en particular, a los que había elegido como sus ayudantes, tomando tres a la vez, para incluirlos a todos en la semana. En cuanto a los problemas más importantes de la vida, su estudio de las Escrituras le fue revelando gradualmente la luz que determinó sus convicciones futuras. El camino ya le había sido señalado por las palabras de San Pablo citadas por San Bernardo. Al mirar hacia atrás, al final de su vida, sobre este desarrollo interior suyo, nos cuenta lo perplejo que había estado por lo que San Pablo decía de la "justicia de Dios" (Rom. 1:17). Durante mucho tiempo se preocupó por la expresión, relacionándola, como hacía según la teología dominante de la época, con la justicia de Dios en Su castigo a los pecadores.
Día y noche reflexionaba sobre el significado y el contexto de las palabras del Apóstol. Pero al fin, añade, Dios en Su gran misericordia le reveló que lo que San Pablo y el Evangelio proclamaban era una justicia dada gratuitamente a nosotros por la gracia de Dios, que perdona a los que tienen fe en Su mensaje de misericordia, y los justifica, y les da la vida eterna. Con ello se le abrió la puerta del cielo, y a partir de entonces todo el sentido restante de la palabra de Dios se le reveló claramente.
Sin embargo, sólo fue gradualmente, durante la última parte de su estancia en Erfurt, e incluso después, cuando llegó a esta plena percepción de la verdad. Después de su ordenación, los monjes recibían el título de padres. Lutero no fue aún relevado del deber de salir con un hermano en busca de limosnas. Pero pronto fue empleado en los asuntos más importantes de la Orden, como por ejemplo en las transacciones con un alto funcionario del arzobispo, en las que mostró un gran celo por el sacerdocio y por su Orden. Con la teología escolástica de su tiempo, aunque ya en un camino trazado por él mismo, su aguda inteligencia y su feliz memoria le habían permitido familiarizarse a fondo. Apenas tenía veinticinco años cuando Staupitz, ocupado en proveer a la recién fundada Universidad de Wittenberg, reconoció en él al hombre adecuado para una cátedra de profesor.