En Roma, la bula, recién llegada a Alemania, se había publicado ya el 16 de junio. Se había considerado, cuando por fin, bajo la presión de las influencias descritas anteriormente, se abordó el tema en serio, con mucho cuidado en el consistorio papal.

Los juristas de allí opinaban que Lutero debía ser citado una vez más, pero sus opiniones no prevalecieron. En cuanto a las negociaciones, llevadas a cabo a través de Miltitz, para un examen de Lutero ante el arzobispo de Tréveris, no se hizo ahora ningún caso del asunto.

La bula comienza con las palabras: "Levántate, oh Señor, y venga tu causa". A continuación, invoca a San Pedro, a San Pablo, a todo el cuerpo de los santos y a la Iglesia. Un jabalí ha irrumpido en la viña del Señor, una bestia salvaje está allí buscando devorar, etc.

De la herejía contra la que se dirige, el Papa, como afirma, tiene más motivos para quejarse, ya que los alemanes, entre los que ha estallado, siempre han sido considerados por él con un tierno afecto: les da a entender que deben el Imperio a la Iglesia romana. A continuación, se rechazan y condenan como heréticas, o al menos escandalosas y corruptoras, cuarenta y una proposiciones de los escritos de Lutero, y se condena a la hoguera el conjunto de sus obras.

En cuanto al propio Lutero, el Papa llama a Dios como testigo de que no ha descuidado ningún medio de amor paternal para llevarle por el buen camino. Incluso ahora está dispuesto a seguir con él el ejemplo de la misericordia divina que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva; y así, una vez más, le llama al arrepentimiento, en cuyo caso le recibirá con agrado como al hijo pródigo. Se le dan sesenta días para que se retracte.

Pero si él y sus partidarios no se arrepienten, deben ser considerados como herejes obstinados y ramas secas de la vid de Cristo, y deben ser castigados según la ley. Sin duda, se refería al castigo de la hoguera; la bula, de hecho, condena expresamente la proposición de Lutero que denuncia la quema de herejes.

Todo esto se llamó entonces en Roma, y ha sido llamado incluso últimamente por el partido papal, "el tono más bien de la tristeza paterna que de la severidad penal".

Los medios por los que se había conseguido la bula, hicieron que fuera apropiado que el propio Eck fuera el encargado de su difusión por toda Alemania, y especialmente de su publicación en Sajonia. Más que esto, recibió el inaudito permiso de denunciar a cualquiera de los partidarios de Lutero a su antojo, cuando publicara la bula.

En consecuencia, Eck hizo que la bula se publicara en septiembre en Meissen, Merseburg y Brandeburgo. Además, un breve papal le encargaba que, en caso de que Lutero se negara a someterse, pidiera al poder temporal que castigara al hereje.

Pero en Leipzig, donde el magistrado, por orden del duque Jorge, tuvo que obsequiarle con una copa llena de dinero, fue tan acosado en las calles por sus indignados oponentes, que se vio obligado a refugiarse en el convento de San Pablo, y se apresuró a seguir su viaje de noche, mientras los funcionarios de la ciudad recorrían los alrededores con la bula. Un buen número de estudiantes de Wittenberg, añade Miltitz, hicieron también su aparición en Leipzig, que "se comportaron de forma despreciable con él".

En Wittenberg, donde la publicación de la bula correspondía a la universidad, ésta notificó su llegada al Elector, y se opuso por diversas razones a publicarla, alegando, en particular, que Eck, su remitente, no estaba provisto de la debida autorización del Papa. Lutero se sintió entonces por primera vez, como escribió a Spalatin, realmente libre, al convencerse por fin de que el Papado era el Anticristo y la sede de Satanás.

No se desanimó en absoluto por una carta que le envió por entonces Erasmo desde Holanda a Wittenberg, diciéndole que no se podía depositar ninguna esperanza en el emperador Carlos, ya que estaba en manos de los frailes mendicantes. En cuanto a la bula, tan extraordinario era su contenido, que quiso considerarla una falsificación.

Sin embargo, la promesa que Lutero había hecho a sus hermanos agustinos, sólo unas semanas antes, bajo la presión de Miltitz, seguía sin cumplirse. Tampoco el propio Miltitz quería que los hilos de la tela que entonces se tejía se le escaparan de las manos. Incluso en esta hora, con el consentimiento y a petición del Elector, se había concertado una entrevista entre Miltitz y Lutero en el castillo de Lichtenberg (ahora Lichtenburg, en el distrito de Torgau), donde entonces se alojaban los monjes de San Antonio.

Así como Miltitz, como hemos visto, había pensado poder evitar la bula haciendo que Lutero escribiera una carta al Papa, así ahora prometía al Elector seguir conciliando al Papa por ese medio. Sólo que la carta debía estar fechada en la época anterior a la publicación de la bula, cuando Lutero dio por primera vez su consentimiento para escribirla.

Su contenido debía ser el acordado entonces; Lutero, como decía Miltitz, debía "elogiar personalmente al Papa de una manera que le agradara", y al mismo tiempo someterle una relación histórica de lo que había hecho. Lutero consintió en publicar una carta en estos términos, en latín y alemán, con fecha del 6 de septiembre, e inmediatamente cumplió su promesa.

Es difícilmente concebible que Miltitz pudiera todavía alimentar tal esperanza. Ni su deseo de congraciarse con el Elector Federico, y de contrarrestar los planes de Eck, a quien detestaba, ni su vanidad personal y la ligereza de su carácter, son suficientes para explicarlo.

Debió de aprender de su anterior trato personal con el Papa, y de sus experiencias en la corte papal, que León no se tomaba las cuestiones y controversias de la Iglesia tan grave y seriamente como para no permanecer totalmente abierto todo el tiempo a influencias y consideraciones de otro tipo, y que a su alrededor había partidos y personajes influyentes, enfrentados en mutua hostilidad y rivalidad. Debía de ser extrañamente ignorante del estado de cosas en Roma. Pero en cuanto a Lutero y su causa, ya no había ninguna duda en ese ámbito.

En qué sentido estaba dispuesto el propio Lutero a cumplir con la exigencia de Miltitz, basta con el contenido de su carta para mostrarlo. Deja claro que nada más lejos de su intención que apaciguar al enojado Pontífice con hábiles artificios o encubrimientos.

La seguridad que se le exige, de que no tenía ningún deseo de atacar al Papa personalmente, la interpreta en sus términos literales, al margen por completo del carácter y los actos oficiales de León. Y, de hecho, contra su carácter y conducta personales nunca había dicho una palabra.

Pero aprovecha esta ocasión, al mismo tiempo, para hablarle con claridad, como un cristiano está obligado a hacer con su hermano cristiano; para repetirle, cara a cara, las acusaciones más severas que hasta ahora ha hecho contra la silla romana; para excusar la propia conducta de León en esta silla simple y únicamente porque le considera víctima de la monstruosa corrupción que le rodea, y para advertirle una vez más contra ella como hermano. Le dice a la cara que él mismo, el Santo Padre, debe reconocer que la sede papal era más perversa y vergonzosa que cualquier Sodoma, Gomorra o Babilonia; que la ira de Dios había caído sobre ella sin cesar; que Roma, que una vez había sido la puerta del cielo, era ahora una mandíbula abierta del infierno.

Con la mayor seriedad advierte a León contra sus aduladores, los "cosquilleadores de oídos" que quieren convertirle en un Dios. Le asegura que le desea todo lo bueno, y por eso desea que no sea devorado por estas fauces del infierno, sino que, por el contrario, sea liberado de esta impía idolatría de los parásitos, y sea colocado en una posición en la que pueda vivir de algún beneficio eclesiástico menor, o de su propio patrimonio. En cuanto a la retrospectiva histórica que quería Miltitz, y que Lutero añade brevemente a esta carta, lo único que éste dice en su vindicación es que no fue culpa suya, sino de sus enemigos, que le habían llevado cada vez más lejos, que "no se hubiera sacado a la luz una pequeña parte de las acciones anticristianas de Roma".

Lutero envió con esta carta, como regalo al Papa, un panfleto titulado Sobre la libertad del hombre cristiano. No se trata de un tratado polémico destinado a la gran lucha de los eclesiásticos y los teólogos, sino de un tratado para servir a los "hombres sencillos". Para su beneficio, quiso describir de forma compendiada la "suma de la vida cristiana"; tratar a fondo la cuestión: "¿Qué era un cristiano? y cómo debía usar la libertad que Cristo había ganado y le había dado".

Parte de la base de que un cristiano es un señor libre sobre todas las cosas, y no está sujeto a nadie. Considera, en primer lugar, al hombre nuevo, interior y espiritual, y se pregunta qué es lo que le hace ser un buen cristiano y libre. Nada externo, dice, puede hacerle ni bueno ni libre.

No aprovecha al alma que el cuerpo se revista de vestiduras sagradas, ni que ayune, ni que rece con los labios. Para que el alma viva, y sea buena y libre, no hay otra cosa en el cielo ni en la tierra que las Sagradas Escrituras, es decir, la Palabra de consuelo de Dios por su querido Hijo Jesucristo, por quien nos son perdonados nuestros pecados. En esta Palabra el alma tiene perfecto gozo, felicidad, paz, luz y todas las cosas buenas en abundancia.

Y para obtener esto, no se requiere nada más del alma que lo que se nos dice en las Escrituras, a saber, entregarse a Jesús con fe firme y confiar con alegría en Él. Al principio, sin duda, el mandato de Dios debe aterrorizar al hombre, viendo que debe cumplirse, o el hombre será condenado; pero una vez que ha sido llevado por ello a reconocer su propia inutilidad, entonces viene la promesa de Dios y el evangelio, y dice: Ten fe en Cristo, en quien te prometo toda gracia; cree en Él, y le tendrás.

Una fe recta mezcla tanto el alma con la palabra de Dios que las virtudes de ésta se convierten en suyas, como el hierro se vuelve candente por su unión con el fuego. Y el alma se une a Cristo como una novia a su novio; su anillo de bodas es la fe. Todo lo que Cristo, el rico y noble novio, posee, lo hace suyo a su novia; todo lo que ella tiene, lo toma para sí. Él toma sobre sí sus pecados, para que sean tragados en Él y en su justicia invencible.

Así, el cristiano es exaltado por encima de todas las cosas, y se convierte en un señor; pues nada puede dañar su salvación; todo debe estar sujeto a él y ayudar a su salvación; es un reino espiritual. Y así todos los cristianos son sacerdotes; todos pueden acercarse a Dios a través de Cristo, y orar por los demás. "¿Quién puede comprender el honor y la dignidad de un cristiano? Por su realeza tiene poder sobre todas las cosas, por su sacerdocio tiene poder sobre Dios, pues Dios hace lo que él desea y por lo que ora".

Pero el cristiano, como afirma Lutero en su segundo axioma, no es sólo este nuevo hombre interior. Tiene otra voluntad en su carne, que le haría cautivo del pecado. En consecuencia, no se atreve a estar ocioso, sino que debe trabajar duro para expulsar las malas concupiscencias y mortificar su cuerpo. Vive, además, entre otros hombres en la tierra, y debe trabajar junto con ellos.

Y como Cristo, aunque Él mismo estaba lleno del Reino de Dios, por nosotros se despojó de su poder y ministró como un siervo, así nosotros los cristianos, a quienes Dios por medio de Cristo ha dado el Reino de toda bondad y bienaventuranza, y con ello todo lo que es suficiente para satisfacernos, debemos hacer libre y alegremente para nuestro Padre celestial todo lo que le plazca, y hacer a nuestro prójimo como Cristo ha hecho por nosotros. En particular, no debemos despreciar la debilidad y la fe débil de nuestro prójimo, ni debemos vexarle con el uso de nuestra libertad, sino más bien ministrar con todo lo que tenemos para su mejora.

Así, el cristiano, que es un señor y amo libre, se convierte en un siervo útil de todos y sujeto a todos. Pero hace estas obras, no para llegar a ser así bueno y bienaventurado a los ojos de Dios; ya es bienaventurado por su fe, y lo que hace ahora lo hace libre y gratuitamente. Lutero resume así para concluir: "Un cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo y en su prójimo; en Cristo por la fe, en su prójimo por el amor. Por la fe se eleva por encima de sí mismo en Dios, de Dios desciende de nuevo por debajo de sí mismo por el amor; y sin embargo permanece siempre en Dios y en el amor divino".

Este tratado era un notable apéndice a la notable carta de Lutero al Papa. Su Santidad, así le escribía en su dedicatoria, podría degustar en su contenido a qué tipo de ocupación se dedicaría más bien el autor, y con mayor provecho, si los impíos aduladores papales no se lo impidieran.

Y, de hecho, el Papa podía ver claramente en él cómo Lutero vivía y trabajaba, con su ser más íntimo, en estas profundas pero sencillas ideas de la verdad cristiana, y cómo se veía interiormente obligado y encantado de representarlas en su noble sencillez.

Todo el tono y el tenor de esta dedicatoria, tan tranquila, ferviente y tierna, muestra además la profunda paz que reinaba en el alma de este vehemente campeón de la fe, y la felicidad que el hereje excomulgado encontraba en su Dios. Junto al Discurso a la nobleza alemana y la Cautividad babilónica de Lutero, este tratado es una de las aportaciones más importantes de su pluma a la causa de la Reforma. De sus páginas se desprende que cuando Lutero escribió su carta al Papa, a petición de Miltitz, no pensó en hacer las paces con el Papado, ni en una tregua ni siquiera momentánea en la campaña.

A la bula de excomunión la recibió de la manera que había insinuado a Spalatin desde el principio. Lanzó un breve tratado contra ella, Sobre la nueva bula y las falsedades de Eck, tratándola como una falsificación de Eck. A éste le siguió otro tratado en alemán y latín, Contra la bula del Anticristo. Estaba decidido a desenmascarar la ceguera y la maldad de los malhechores romanos. Veía en parte sus propias doctrinas reales pervertidas, en parte la verdad cristiana y bíblica que contenían sus doctrinas, estigmatizada como herejía y condenada.

Declaró que si el Papa no se retractaba y condenaba esta bula, nadie dudaría de que era el enemigo de Dios y el perturbador del cristianismo. A continuación, renovó solemnemente, el 17 de noviembre, la apelación a un Concilio, que había hecho dos años antes. Pero ¡cómo había cambiado su actitud desde entonces! Él, el hereje acusado y condenado, ahora proclama él mismo la condena y la ruina de su enemigo, el poder anticristiano que pretende dominar el mundo.

Y no es sólo de un Concilio futuro, y constituido como las anteriores grandes asambleas de la Iglesia, de donde espera y exige protección para sí mismo y para la verdad cristiana; una y otra vez llama a los laicos cristianos a que le ayuden. Así, en su apelación ahora publicada, invita al emperador Carlos, a los electores y príncipes del Imperio, a los condes, barones y nobles, a los ayuntamientos y a todas las autoridades cristianas de Alemania, a que le apoyen a él y a su apelación, para que así se salven la verdadera fe cristiana y la libertad de un Concilio. Del mismo modo, en la edición latina de su tratado contra la bula, llama al emperador Carlos, a los reyes y príncipes cristianos y a todos los que creen en Cristo, junto con todos los obispos cristianos y los doctores eruditos, a resistir las iniquidades del Papado.

En su versión alemana se defiende de la acusación de incitar a los laicos contra el Papa y el sacerdocio; pero pregunta si, en realidad, los laicos se reconciliarán, o el Papa será excusado, por la orden de quemar la verdad. El propio Papa, dice, y sus obispos, sacerdotes y monjes, están luchando por su propia caída, a través de esta inicua bula, y quieren atraer sobre sí el odio de los laicos. "¿Qué maravilla sería que los príncipes, los nobles y los laicos les golpearan en la cabeza y los expulsaran del país?".

Hutten siguió ahora con una petición tormentosa de un levantamiento general de Alemania contra la tiranía de Roma, cuyos mercenarios y emisarios debían ser expulsados por la fuerza. Cuando dos legados papales, Aleandro y Caraccioli, aparecieron en el Rin para ejecutar la bula y trabajar sobre el Emperador en persona, él estaba ansioso por asestarles un golpe por su cuenta, por poco bien que, tras una tranquila reflexión, fuera evidente que pudiera salir de ello. Lutero, al enterarse, no pudo evitar comentar en una carta a Spalatin: "¡Ojalá los hubiera atrapado!".

Sin embargo, Lutero persistía en repetirse a sí mismo y a sus amigos la advertencia del salmista: "No pongáis vuestra confianza en los príncipes, ni en ningún hijo de hombre, porque no hay ayuda en ellos". Es más, cuando Spalatin, que había ido con el Elector al Emperador, le dijo lo poco que se podía esperar de éste, le expresó su alegría al comprobar que él también había aprendido la misma lección.

Dios, dijo, nunca habría confiado a simples pescadores el Evangelio, si hubiera necesitado potentados mundanos para propagarlo. Era en el Último Día en el que confiaba plenamente para el derrocamiento del Anticristo. Y, en efecto, su idea de que el Anticristo había reinado durante mucho tiempo en Roma estaba relacionada en su mente con la creencia de que el Último Día estaba cerca. De esto, como escribió a Spalatin, estaba convencido, y por muchas y poderosas razones.

Y, de hecho, el emperador Carlos, antes de abandonar los Países Bajos, en su viaje a Aquisgrán para ser coronado, ya había sido inducido por Aleandro a dar su primer paso contra Lutero. Había consentido la ejecución de la sentencia de la bula, que condenaba a la hoguera las obras de Lutero, y había dado órdenes a tal efecto en todos los Países Bajos. Fueron quemadas públicamente en Lovaina, Colonia y Maguncia. En Colonia esto se hizo mientras él se encontraba allí.

Fue en esta ciudad donde los dos legados se acercaron al Elector Federico con la exigencia de que se hiciera lo mismo en su territorio, y de que se ejecutara el debido castigo sobre el propio hereje, o al menos se le mantuviera preso, o se le entregara al Papa. Federico, sin embargo, se negó, diciendo que Lutero debía ser oído primero por jueces imparciales. También Erasmo, que entonces se encontraba en Colonia, se expresó en el mismo sentido, en un dictamen que le pidió Federico a través de Spalatin.

En una entrevista con el Elector le dijo: "Lutero ha cometido dos grandes faltas: ha tocado al Papa en la corona y a los monjes en la barriga". El arzobispo de Maguncia, el cardenal Alberto, recibió instrucciones del Papa para que también tomara medidas más decisivas y enérgicas contra Hutten. La quema de los libros de Lutero en Maguncia se efectuó sin obstáculos, aunque Hutten pudo informar a Lutero de que, según el relato recibido de un amigo, Aleandro se libró por poco de ser apedreado, y la multitud se inflamó aún más a favor de Lutero. Los legados, triunfantes, procedieron a cumplir su misión en otros lugares.

Lutero, sin embargo, no perdió tiempo en responder a la ejecución de la bula. El 10 de diciembre colocó un anuncio público de que a la mañana siguiente, a las nueve en punto, se quemarían las decretales anticristianas, es decir, los libros de leyes papales, e invitó a todos los estudiantes de Wittenberg a asistir. Eligió para ello un lugar frente a la puerta de Elster, al este de la ciudad, cerca del convento agustino.

Una multitud acudió al lugar. Con Lutero aparecieron otros doctores y maestros, y entre ellos Melanchthon y Carlstadt. Después de que uno de los maestros en artes hubiera levantado una pila, Lutero colocó las decretales sobre ella, y el primero le prendió fuego. Lutero arrojó entonces la bula papal a las llamas, con las palabras: "Porque has vexado al Santo del Señor, que el fuego eterno te consuma". Mientras Lutero con los demás maestros regresaba a la ciudad, algunos cientos de estudiantes permanecieron en el lugar, y cantaron un Te Deum, y un responso por las decretales.

Después de la comida de las diez, algunos de los jóvenes estudiantes, grotescamente ataviados, recorrieron la ciudad en un gran carruaje, con una bandera blasonada con un toro de cuatro metros de longitud, en medio del sonido de trompetas de bronce y otras absurdeces. Recogieron de todas partes una masa de escritos escolásticos y papales, y especialmente los de Eck, y se apresuraron con ellos y la bula, a la pila, que sus compañeros habían mantenido encendida mientras tanto. A continuación, se cantó otro Te Deum, con un responso, y el himno "O du armer Judas".

Lutero, en su clase del día siguiente, contó a sus oyentes con gran seriedad y emoción lo que había hecho. La silla papal, dijo, aún tendría que ser quemada. A menos que con todo su corazón abjuraran del Reino del Papa, no podrían obtener la salvación.

A continuación, anunció y justificó su acto en un breve tratado titulado Por qué los libros del Papa y sus discípulos fueron quemados por el Dr. Martín Lutero. "Yo, Martín Lutero", dice, "doctor en Sagrada Escritura, agustino de Wittenberg, hago saber por la presente a todos, que por mi deseo, consejo y acto, el lunes después del día de San Nicolás, en el año 1520, los libros del Papa de Roma, y de algunos de sus discípulos, fueron quemados.

Si alguien se extraña, como espero que lo hagan, y pregunta por qué razón y por orden de quién lo hice, que ésta sea su respuesta". Lutero considera que es su deber, como cristiano bautizado, como doctor jurado de la Sagrada Escritura y como predicador diario, erradicar, en razón de su oficio, todas las doctrinas anticristianas.

El ejemplo de otros, sobre los que recaía el mismo deber, pero que se resistían a hacer lo que él hacía, no le disuadiría. "No debería", dice, "ser excusado a mis propios ojos; de eso está segura mi conciencia, y mi espíritu, por la gracia de Dios, ha sido despertado al valor necesario". A continuación, procede a citar de los libros de leyes treinta doctrinas erróneas en glorificación del Papado, que merecían ser quemadas. La suma total de este derecho canónico era la siguiente: "El Papa es un Dios en la tierra, por encima de todas las cosas, celestiales y terrenales, espirituales y temporales, y todo es suyo, ya que nadie se atreve a decir: ¿Qué haces?". Esto, dice Lutero, es la abominación de la desolación (San Mateo 24:15), o, en otras palabras, el Anticristo (2 Tesalonicenses 2:4).

Simultáneamente a esto, expuso en una obra más larga y exhaustiva el "fundamento y la razón" de todos sus propios artículos que habían sido condenados por la bula. Se apoya en la palabra de Dios en la Escritura contra los dogmas del Dios terrenal; en la revelación del propio Dios, que a todo el que la estudia profundamente y con devoción, le iluminará el entendimiento, y le hará clara su sustancia y significado. Qué importa que, como se le recuerda, no sea más que un hombre solitario y humilde, está seguro de esto, que la Palabra de Dios está con él.

A Staupitz, que se sentía descorazonado y abatido por la bula, Lutero le escribió diciéndole que, al quemarla, al principio tembló y rezó; pero que ahora se sentía más regocijado que por cualquier otro acto en toda su vida. Ahora se liberaba por fin de las restricciones de aquellas reglas monásticas con las que, como hemos comentado antes, siempre se había atormentado, además de cumplir con los deberes superiores de su vocación.

Ahora se veía liberado, como escribió a su amigo Lange, por la autoridad de la bula, de los mandatos de su Orden y del Papa, siendo ahora un excomulgado. De esto se alegraba; conservaba simplemente el hábito y el alojamiento de un monje: tenía deberes reales más que suficientes que cumplir con sus clases y sermones diarios, con sus constantes escritos, educativos, edificantes y polémicos, y con sus cartas, discursos y la ayuda que podía prestar a sus hermanos.

Con este audaz acto, Lutero consumó su ruptura definitiva con el sistema papal, que durante siglos había dominado el mundo cristiano, y se había identificado con el cristianismo. La noticia de ello debió de hacer que el fuego que sus palabras habían encendido en toda Alemania, ardiera con toda su violencia. Veía ahora, como escribió a Staupitz, una tormenta que se avecinaba, que sólo el Último Día podía calmar; tan fieramente se despertaban las pasiones en ambos bandos.

Alemania se encontraba entonces, de hecho, en un estado de excitación y tensión más crítico que en cualquier otro período de su historia. Al lado de Lutero estaba Hutten, en la vanguardia de la batalla con Roma. Publicó la bula con comentarios sarcásticos: denunció la quema de las obras de devoción de Lutero en versos latinos y alemanes.

Eberlin von Günzburg, que poco después comenzó a manejar la pluma como escritor popular sobre la reforma, llamó a estos dos hombres "dos mensajeros elegidos de Dios". Una Letanía alemana, que apareció a principios de 1521, imploraba la gracia y la ayuda de Dios para Martín Lutero, el pilar inquebrantable de la fe cristiana, y para el valiente caballero alemán Ulrich Hutten, su Pílades.

Hutten también escribió ahora en alemán para el pueblo alemán, tanto en prosa como en verso. Durante su estancia con Sickingen en el invierno en su castillo de Ebernburg, le leyó las obras de Lutero, que despertaron en este poderoso guerrero una activa simpatía por las doctrinas de la Reforma, y despertaron proyectos en su mente, de lo que su propio brazo fuerte podía lograr para la buena causa.

Los panfletos, tanto anónimos como seudónimos, circulaban en número creciente entre el pueblo. Tomaban la forma principalmente de diálogos, en los que los laicos, con un espíritu cristiano sencillo, y con su natural entendimiento, se quejaban de las necesidades de la cristiandad, hacían preguntas y eran ilustrados.

Se exponían claramente al pueblo los males externos del sistema papal: los escándalos entre el sacerdocio y en los conventos, las iniquidades de los cortesanos romanos y de las criaturas del Papa, que se prestaban con servilismo a los magnates de Roma, para engordar con los beneficios alemanes, y recoger su cosecha de impuestos y extorsiones de todo tipo. La simple Palabra de Dios, con sus sublimes verdades evangélicas, debía ser liberada de los sofismas que el hombre había tejido a su alrededor, y hacerse accesible a todos sin distinción.

Lutero era representado como su principal campeón, y un verdadero hombre del pueblo, cuyo testimonio llegaba al corazón. Su retrato, pintado por Cranach, circulaba junto con sus pequeños tratados. En ediciones posteriores, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma revoloteando sobre su cabeza; sus enemigos difundieron la calumnia de que Lutero pretendía que este emblema le representara a él mismo.

Las imágenes satíricas también se utilizaron como armas en ambos bandos de esta contienda. Cranach retrató al manso y sufriente Salvador por un lado, y por otro al arrogante Anticristo romano, en los veintiséis grabados en madera de su Pasión de Cristo y Anticristo. Lutero añadió breves textos a estas imágenes.

Los enemigos de Lutero comenzaron ahora, por su parte, a escribir en alemán y para el pueblo. El más talentoso de ellos, en cuanto a vigoroso alemán popular y a la grosera sátira, fue el franciscano Tomás Murner; pero su teología le pareció a Lutero tan débil que sólo le favoreció una vez con una breve alusión. Entró ahora en un duelo literario más largo con el teólogo de Dresde Emser, que le había desafiado después de la disputa de Leipzig, y que ahora publicaba una obra Contra el discurso anticristiano de Martín Lutero a la nobleza alemana.

Lutero respondió con un tratado, A la cabra de Leipzig, Emser con otro, Al toro de Wittenberg, Lutero con otro, Sobre la respuesta de la cabra de Leipzig, y Emser con un tercero, Sobre la furiosa respuesta del toro de Wittenberg. Lutero, cuya respuesta a la obra original de Emser había sido dirigida a las primeras hojas que aparecieron, respondió a la obra, cuando se publicó en su forma completa, con su Respuesta al libro supercristiano, supersacerdotal y superastuto de la cabra Emser.

Emser continuó con una Quadruplica, a la que Lutero respondió con otro tratado titulado Refutación por el doctor Lutero, del error de Emser, arrancada por el doctísimo sacerdote de Dios H. Emser. Cuando más tarde, durante la estancia de Lutero en Wartburg, Emser publicó una respuesta, Lutero le dejó la última palabra. Nada nuevo aportó este intercambio de polémicas a la gran lucha.

El punto más eficaz que hicieron Emser y los demás defensores del antiguo sistema de la Iglesia fue la vieja acusación de que Lutero, un solo hombre, pretendía oponerse a toda la cristiandad tal como estaba constituida hasta entonces, y mediante el derrocamiento de todos los fundamentos y autoridades de la Iglesia, traer la incredulidad, la distracción y la perturbación a la Iglesia y al Estado. Así, Emser dice una vez en alemán macarrónico, que Lutero se imaginaba que- Lo que la Iglesia y los Padres enseñan no es nada; Nadie vivía más que Lutero;-eso pensaba.

Al amenazar a Lutero con las consecuencias de su herejía, no dejaba de poner a Huss como espantajo.

En Alemania, como se queja Emser, ya había "tales disputas, ruidos y alborotos, que no había distrito, ciudad, aldea o casa que estuviera libre de partidarios, y un hombre estaba contra otro". Aleandro escribió a Roma diciendo que en todas partes prevalecía la exasperación y la excitación, y que la bula papal era objeto de burla. Entre los partidarios del antiguo sistema de la Iglesia se oían rumores de extraños y terribles sucesos. Una carta, escrita poco después de la quema de la bula, decía que Lutero contaba con treinta y cinco mil bohemios, y otros tantos sajones y otros alemanes del norte, que estaban dispuestos, como los godos y los vándalos de antaño, a marchar sobre Italia y Roma.

Pero era evidente, incluso en esta fase, que de las palabras rencorosas a la acción enérgica y abnegada había un largo trecho que recorrer. Incluso en el centro de Alemania la bula se ejecutó sin que estallara ningún disturbio; y eso en los obispados de Meissen y Merseburg, que eran adyacentes a Wittenberg. Pirkheimer y Spengler en Nuremberg, cuyos nombres Eck había incluido en la bula, se inclinaron ahora ante la autoridad del Papa, representada aunque fuera por su enemigo personal.

Hutten, que veía engañadas sus esperanzas en el hermano del Emperador, y creía que su propia libertad e incluso su vida estaban amenazadas por la bula papal, ardía con impaciente ardor por asestar un golpe.

También estaba ansioso por ver si un recurso a la fuerza, según su propio significado del término, encontraría algún apoyo en el Elector Federico. Incluso se atrevió, al hablar de la alta misión de Sickingen, a referirse al precedente de Ziska, el poderoso campeón de los husitas, que una vez había sido el terror y la abominación de los alemanes.

Él, miembro de la orgullosa orden ecuestre, estaba dispuesto ahora a unirse a las ciudades y a los burgueses para luchar contra Roma por la libertad de Alemania. Pero, por muy apasionadas que fueran sus palabras, no estaba en absoluto claro qué fin particular pretendía conseguir en las circunstancias actuales por medio de las armas. Sickingen, que había comprendido la situación con un espíritu práctico, le aconsejó que moderara su impaciencia, y procuró, por su parte, mantener buenas relaciones con el Emperador, en quien Hutten, en consecuencia, renovó sus esperanzas. En resumen, cada uno había sobrevalorado la influencia que Sickingen tenía realmente sobre el Emperador.

En esta situación, Lutero volvió con mayor convicción a su opinión original, de que el futuro debía dejarse sólo en manos de Dios, sin confiar en la ayuda del hombre. El propio Hutten le había escrito, durante la Dieta de Worms, lo siguiente: "Lucharé varonilmente contigo por Cristo; pero nuestros consejos difieren en este sentido, que los míos son humanos, mientras que tú, más perfecto que yo, confías únicamente en los de Dios".

Y cuando Hutten parecía realmente decidido a tomar la espada, Lutero le declaró a él y a otros, con toda decisión: "No quiero que el hombre luche con la fuerza y el derramamiento de sangre por el Evangelio. Por la Palabra ha sido sometido el mundo, por la Palabra ha sido preservada la Iglesia, por la Palabra será restaurada. Como el Anticristo ha comenzado sin un golpe, así sin un golpe será aplastado el Anticristo por la Palabra".

Incluso contra los mercenarios romanos entre el clero alemán, no quería que se cometieran actos de violencia, como los que se cometieron en Bohemia. No había trabajado con la nobleza alemana para que tales hombres fueran reprimidos por la espada, sino por el consejo y el mandato. Sólo temía que su propia rabia no permitiera que los medios pacíficos los contuvieran, sino que trajera la miseria y el desastre sobre sus cabezas.

Su expectativa -no infundada, por cierto- del próximo fin del mundo, al que, como hemos visto, aludió en una carta a Spalatin el 16 de enero de 1521, la anunció ahora Lutero con más detalle en un libro, escrito en respuesta a un ataque del teólogo romano Ambrosio Catharinus. Basaba su opinión en las profecías del Antiguo y del Nuevo Testamento, en las que los hombres cristianos y las comunidades cristianas, tan presionados en la batalla con los poderes de las tinieblas, habían solido confiar antes, con la esperanza segura de la próxima victoria de Dios. Lutero se refería en particular a la visión de Daniel (cap. 8), donde afirma que después de los cuatro grandes Reinos del Mundo, el último de los cuales Lutero considera que es el Imperio Romano, se levantaría un gobernante audaz y astuto, y "por su política haría prosperar la astucia en su mano, y se levantaría contra el Príncipe de los príncipes, pero sería quebrantado sin mano".

Veía esta visión cumplida en el Papado; que, por lo tanto, debía ser destruido "sin mano", o fuerza externa. San Pablo, en su opinión, decía lo mismo en el pasaje en el que (2 Tes. 2) prefiguraba mucho antes al Anticristo romano. Aquel "hombre de pecado" que se erigió como Dios en el templo de Dios, "el Señor lo consumirá con el espíritu de su boca, y lo destruirá con el resplandor de su venida". Así, decía Lutero, el Papa y su reino no serían destruidos por los laicos, sino que serían reservados para un castigo más severo hasta la venida de Cristo. Debía caer, como se había levantado, no "con la mano", sino con el espíritu de Satanás. El Espíritu debe matar al espíritu; la verdad debe revelar el engaño.

Lutero, como veremos, mantuvo toda su vida firmemente esta creencia de que el fin estaba cerca. Así como su ardiente celo le representaba las imágenes y los contrastes más elevados, así también esta seguridad de la victoria estaba ya ante sus ojos. En su esperanza de la próxima culminación de la historia terrenal del cristianismo y de la humanidad, se convirtió en el instrumento para labrar un nuevo y grandioso capítulo en su carrera.

El anuncio de la retractación exigida a Lutero por la bula, debía haberse enviado a Roma en un plazo de 120 días. Lutero había dado su respuesta. El Papa declaró que el tiempo de gracia había expirado; y el 3 de enero León X pronunció finalmente el anatema contra Lutero y sus seguidores, y un entredicho sobre los lugares donde eran albergados.