Los rumores sobre los peligros que amenazaban a Lutero desde Roma tenían un buen fundamento. Un nuevo agente de allí había llegado ahora a Alemania, el chambelán papal, Carlos von Miltitz.

Su misión consistía en eliminar el principal obstáculo para convocar al hereje de Wittenberg a Roma, o encarcelarlo allí, a saber, la protección que le brindaba su soberano. Miltitz era de una noble familia sajona, él mismo súbdito sajón de nacimiento, y amigo de la corte electoral. Traía consigo una alta muestra de favor para el Elector. Este había expresado anteriormente su deseo de recibir la rosa de oro; un símbolo solemnemente consagrado por el propio Papa, y que hasta el día de hoy otorgan sus embajadores a los personajes principescos, por los servicios prestados a la Iglesia o a la sede papal. El portador de esta condecoración era Miltitz, y el 24 de octubre de 1518 fue provisto de todo un arsenal de indulgencias papales.

Sobre todo, llevaba consigo dos cartas de León X a Federico. El Elector, su amado hijo, decía la primera misiva, debía recibir la santísima rosa, ungida con el sagrado crisma, rociada con almizcle perfumado, consagrada con la bendición apostólica, un don de valor trascendente y símbolo de un profundo misterio, en recuerdo y como prenda del amor paterno y la singular benevolencia del Papa, transmitida a través de un embajador especialmente designado por el Papa, y encargado de saludos particulares a tal efecto, etc., etc. Un regalo tan costoso, que le ofrecía la Iglesia a través de su Pontífice, pretendía manifestar su alegría por la redención de la humanidad mediante la preciosa sangre de Jesucristo, y la rosa era un símbolo apropiado del cuerpo vivificante y refrescante de nuestro Redentor. Estas expresiones altisonantes y prolijas mostraban muy claramente el verdadero objetivo del Papa.

La divina fragancia de esta flor debía impregnar de tal modo el corazón más íntimo de Federico, el "amado hijo", que éste, lleno de ella, pudiera recibir y guardar con ánimo piadoso en su noble pecho aquellos asuntos que Miltitz le explicaría, y de los que hacía mención el segundo breve; y así comprender más fervorosamente el santo y piadoso anhelo del Papa, conforme a la esperanza que depositaba en él. La otra carta, sin embargo, tras referirse a la petición de ayuda contra los turcos, pasa a hablar de Lutero.

De Satanás mismo procedía este hijo de perdición, que predicaba notoria herejía, y eso principalmente en la propia tierra de Federico. Dado que no se debía permitir que esta oveja enferma infectara al rebaño celestial, y que el honor y la conciencia del Elector también debían verse manchados por su presencia, Miltitz recibió el encargo de tomar medidas contra él y sus asociados, y se exhortó a Federico en nombre del Señor a que le ayudara con su autoridad y favor.

Se dieron a Miltitz instrucciones papales por escrito en el mismo sentido para Spalatin, como secretario privado de Federico, y para Degenhard Pfeffinger, consejero del Elector. A Spalatin en particular, el consejero de mayor confianza de Federico en materia religiosa, se le representaba lo horrible que era la audacia herética de este "hijo de Satanás", y cómo ponía en peligro el buen nombre del Elector.

Del mismo modo, se exigió por carta al magistrado jefe de Wittenberg que prestara asistencia a Miltitz, y le permitiera ejecutar libre y sin trabas las órdenes del Papa contra el hereje Lutero, que procedía del diablo. Miltitz llevaba consigo mandatos similares para otras ciudades de Alemania, a fin de asegurar el paso seguro para él y su prisionero a Roma, en caso de que arrestara a Lutero. Estaba armado, se decía, con no menos de setenta cartas de este tipo.

En cuanto a la rosa, Miltitz tenía órdenes estrictas de hacer que la entrega real de la misma a Federico dependiera totalmente de que éste cumpliera con los consejos y la voluntad de Cayetano. Se depositó en primer lugar en la casa mercantil de los Fugger en Augsburgo.

Esta precaución pública se tomó para evitar que Miltitz se desprendiera del precioso regalo con prisa o por un deseo demasiado ansioso de los agradecimientos y elogios que se esperaban, antes de que hubiera motivos razonables para esperar que hubiera cumplido su objetivo.

Hacia mediados de diciembre, Cayetano publicó en Alemania una bula papal, emitida el 9 de noviembre, que establecía definitivamente la doctrina de las indulgencias en el sentido directamente combatido por Lutero, y, aunque no lo mencionaba por su nombre, amenazaba con la excomunión a todos los que compartieran los errores que últimamente se habían promulgado en ciertos lugares.

Parecía que el Papa se había opuesto totalmente a toda reconciliación o compromiso. Y sin embargo, como demostraron los acontecimientos, se dejó margen a Miltitz en sus instrucciones secretas para que probara otro método, según dictaran las circunstancias.

Miltitz, después de haber cruzado los Alpes, buscó una entrevista primero con Cayetano en el sur de Alemania, y, como éste había ido al Emperador en Austria, hizo una visita a su viejo amigo Pfeffinger, en su casa de Baviera. Continuando su viaje con él, llegó el 25 de diciembre a la ciudad de Gera, y desde allí anunció su llegada a Spalatin, que estaba en Altenburgo.

En el camino había tenido constantemente la oportunidad de observar, tanto entre los hombres doctos como entre el pueblo llano, muestras de simpatía por el hombre contra el que iba dirigida su misión, y un sentimiento hostil a Roma, del que los de Roma no sabían ni querían saber. Era un hombre joven e inteligente, lleno de ganas de vivir, que sabía mezclarse y conversar con gente de todo tipo, e incluso tocar de vez en cuando la situación y las acciones de Roma que estaban suscitando tan viva indignación.

También Tetzel, a quien Miltitz convocó para reunirse con él, escribió quejándose de que el pueblo de Alemania estaba tan excitado contra él por Lutero, que su vida no estaría segura en el camino. En consecuencia, Miltitz, con su habitual disposición, resolvió rápidamente intentar hacer inofensivo a Lutero por otros medios. Después de hacer su visita al Elector en Altenburgo, accedió a tratar con él allí de forma amistosa.

La notable entrevista con Lutero tuvo lugar en casa de Spalatin en Altenburgo en la primera semana del nuevo año. Miltitz fingió la mayor franqueza y amabilidad, incluso cordialidad. Él mismo declaró a Lutero que en los últimos cien años ningún asunto había causado tantos problemas en Roma como éste, y que allí darían con gusto diez mil ducados para evitar que fuera a más.

Describió el estado de ánimo popular tal como lo había encontrado en su viaje; tres estaban a favor de Lutero, donde sólo uno estaba a favor del Papa. No se atrevería, ni siquiera con una escolta de 25.000 hombres, a llevarse a Lutero por Alemania a Roma. "¡Oh, Martín!", exclamó, "pensaba que eras un viejo teólogo, que había mantenido sus disputas consigo mismo, en su cálido rincón detrás de la estufa.

Ahora veo lo joven, fresco y vigoroso que eres". Mientras le acribillaba a exhortaciones y reproches sobre el daño que hacía a la Iglesia romana, los acompañaba de lágrimas. Se imaginaba que con esto le haría su confidente y conforme a sus planes.

Lutero, sin embargo, pronto le demostró que podía estar a su altura en inteligencia. Se abstuvo, nos dice, de dejar que Miltitz viera que era consciente de las lágrimas de cocodrilo que eran. En efecto, estaba dispuesto, como lo había estado antes bajo las amenazas de un embajador papal, a ceder ahora bajo sus persuasiones y ruegos todo lo que su conciencia le permitía, pero nada más, y luego dejar que las cosas siguieran su curso.

En caso de que Miltitz retirara su exigencia de retractación, Lutero accedió a escribir una carta al Papa, reconociendo que había sido demasiado precipitado y severo, y prometiendo publicar una declaración a la cristiandad alemana, instando y amonestando a la reverencia a la Iglesia romana.

Su causa, y las acusaciones que se le hacían, podrían ser juzgadas ante un obispo alemán, pero se reservaba el derecho, en caso de que la sentencia fuera inaceptable, de reavivar su apelación a la Iglesia en Concilio. Personalmente deseaba desistir de nuevas luchas, pero también debía imponerse silencio a sus adversarios.

Llegados a este punto de acuerdo, compartieron una amistosa cena juntos, y al despedirse Miltitz le dio un beso.

En un informe dado de esta conferencia al Elector, Lutero expresó la esperanza de que el asunto, mediante el silencio mutuo, pudiera "desangrarse hasta la muerte", pero añadió su temor de que, si la contienda se prolongaba, la cuestión creciera y se volviera seria.

Escribió entonces su prometido discurso al pueblo. No cedió ni un ápice en su postura, de modo que, aunque en el futuro dejara descansar la controversia, no pareciera haber retractado nada. Concedió un valor a las indulgencias, pero sólo como recompensa por la "satisfacción" dada por el pecador, y añadió que era mejor hacer el bien que comprar indulgencias.

Instó al deber de mantenerse firme en el amor y la unidad cristianos, y a pesar de sus faltas y pecados, a la Iglesia romana, en la que San Pedro y San Pablo y cientos de mártires habían derramado su sangre, y de someterse a su autoridad, aunque sólo con referencia a los asuntos externos. Las proposiciones que iban más allá de lo que aquí se concedía, deseaba que se consideraran como algo que no afectaba en absoluto al pueblo ni al hombre común.

Debían dejarse, decía, a las escuelas de teología, y los hombres doctos podían dirimir el asunto entre ellos. Sus oponentes, en efecto, si hubieran admitido lo que Lutero declaraba en este discurso, habrían tenido que abandonar sus principios fundamentales, pues para ellos la doctrina de que las indulgencias y la autoridad de la Iglesia significaban mucho más de lo que aquí se afirmaba era una verdad indispensable para la salvación.

Lutero escribió su carta al Papa el 3 de marzo de 1519. Comenzaba con expresiones de la más profunda humildad personal, pero difería significativamente en la tranquila firmeza de su tono de su otra carta del año anterior a León X. Tranquilamente, pero con la misma resolución, repudiaba toda idea de retractarse de sus principios.

Éstos ya se habían propagado, gracias a la oposición suscitada por sus enemigos, a lo largo y ancho, más allá de todas sus expectativas, y se habían hundido en el corazón de los alemanes, cuyo conocimiento y juicio estaban ahora más maduros. Si se dejaba obligar a retractarse de ellos daría ocasión a la acusación y la difamación contra la Iglesia romana; por el honor de ésta debía negarse a hacerlo.

En cuanto a su batalla contra las indulgencias, su único pensamiento había sido evitar que la Iglesia Madre se viera mancillada por la avaricia extranjera, y que el pueblo no se dejara llevar por el mal camino, sino que aprendiera a anteponer el amor a las indulgencias.

Mientras tanto, el 12 de enero, Maximiliano había muerto. Era el último emperador nacional con el que Alemania fue bendecida; de carácter un verdadero alemán, dotado de ricos dones tanto mentales como físicos, un hombre de gran valor y un corazón cálido, que comprendía perfectamente cómo tratar con los altos y los bajos, y ganarse su estima y amor.

También por Lutero le oímos hablar a menudo después en términos de afectuoso recuerdo: nos habla de su amabilidad y cortesía con todos, de sus esfuerzos por atraer a su alrededor a servidores de confianza y capaces de todos los rangos, de sus acertadas observaciones, de su tacto en la broma y en la seriedad; además, de los problemas que tuvo en su gobierno del Imperio y con sus príncipes, de la insolencia que tuvo que soportar por parte de los italianos, y del humor con el que habla de sí mismo y de su gobierno imperial. "Dios", dijo en una ocasión, "ha ordenado bien el gobierno temporal y el espiritual; el primero está gobernado por un cazador de gamuzas, y el segundo por un sacerdote borracho" (el Papa Julio).

Se llamaba a sí mismo rey de reyes, porque sus príncipes alemanes sólo actuaban como reyes cuando les convenía. Con las elevadas ideas y proyectos que albergaba como soberano, se presentaba ante el pueblo como un digno representante del imperialismo, aunque en realidad sus ojos estuvieran puestos más en su propia familia y en el poder de su dinastía, que en los intereses generales del Imperio.

Las quejas eclesiásticas de la nación alemana, de las que oímos hablar en la Dieta de 1518, habían contado durante mucho tiempo con su viva simpatía, aunque consideró más prudente abstenerse de interferir. Hizo que el humanista Wimpheling redactara un dictamen sobre estos asuntos y sobre las reformas necesarias. Es más, una vez, en su contienda con el Papa Julio, trabajó para que se celebrara un Concilio general de reforma.

La pregunta se impone a la mente -por vana que sea tal indagación desde un punto de vista histórico- qué giro habría tomado la gran obra de Lutero, y la suerte de la nación y la Iglesia alemanas, si Maximiliano hubiera identificado sus propios proyectos imperiales con los intereses por los que Lutero luchaba, y así se hubiera presentado como el líder de un gran movimiento nacional. Lo cierto es que Maximiliano murió sin haberse dado cuenta de la importancia de este monje más que por su observación sobre él, ya señalada, en Augsburgo.

Su muerte sirvió para aumentar el respeto que el Papa consideró necesario mostrar al Elector Federico. Pues, en espera de la elección de un nuevo Emperador, éste era administrador del Imperio para el norte de Alemania, y el resultado de la elección dependía en gran medida de su influencia. El 28 de junio fue elegido Emperador el nieto de Maximiliano, el rey Carlos de España, entonces de diecinueve años.

Era un extraño a la vida y las costumbres alemanas, como el pueblo alemán y el reformador debieron sentir constantemente. Para el Papa, sin embargo, estas consideraciones eran de mayor importancia, pues en sus tratos con el nuevo Emperador debía proceder al menos con cautela, ya que éste era consciente de que había hecho todo lo posible para impedir su elección. Por otra parte, Carlos estaba en deuda con el Elector, ya que debía principalmente a él su corona, y no podía ir él mismo inmediatamente a Alemania para aceptar su gobierno.

Miltitz, mientras tanto, había proseguido su plan, sin revelar su objetivo final. Eligió para juez de la causa de Lutero al arzobispo de Tréveris, y le persuadió para que aceptara el cargo. A principios de mayo tuvo una entrevista con Cayetano en Coblenza, la ciudad principal de la diócesis arzobispal, y ahora convocó a Lutero para que compareciera allí ante el arzobispo.

Pero Miltitz se cuidó mucho de no decir nada sobre las opiniones que se tenían en Roma de sus negociaciones con Lutero. ¿Se atrevería Lutero a salir de su refugio en Wittenberg sin el consentimiento de su fiel soberano, que él mismo mostraba sospechas en el asunto, y a emprender en la oscuridad, por así decirlo, su largo viaje hacia los dos embajadores del Papa? Se le tendría por tonto, escribió a Miltitz, si lo hacía; además, no sabía dónde encontrar el dinero para el viaje. Lo que ocurrió entre Roma y Miltitz en este asunto era totalmente desconocido para Lutero, como lo es para nosotros.

Mientras este intento de mediación -si es que así puede llamarse- quedaba así en suspenso, se había preparado una grave ocasión de lucha, que hizo que la tormenta, aparentemente amortiguada, estallara con toda su violencia.

El colega de Lutero, Carlstadt, que al principio, al aparecer las tesis de Lutero, las había visto con inquietud, pero que después se adhirió a la nueva teología de Wittenberg, y siguió adelante en ese camino, había mantenido una disputa literaria desde 1518 con Eck, a causa de sus ataques a Lutero. Este último, al encontrarse con Eck en Augsburgo en octubre, concertó con él una disputa pública en la que Eck y Carlstadt pudieran dirimir el asunto.

Lutero esperaba, como dijo a Eck y a sus amigos, que hubiera una batalla digna por la verdad, y que el mundo viera entonces que los teólogos no sólo podían disputar, sino también llegar a un acuerdo. Así pues, al menos entre él y Eck, parecía haber la perspectiva de un entendimiento amistoso. La Universidad de Leipzig fue elegida como escenario de la disputa. El duque Jorge de Sajonia, el gobernante local, dio su consentimiento, y rechazó la protesta de la facultad de teología, a la que el asunto le pareció muy crítico.

Sin embargo, cuando hacia finales de año Eck publicó las tesis que pretendía defender, Lutero comprobó con asombro que trataban de puntos cardinales de la doctrina, que él mismo, más que Carlstadt, había sostenido, y que Carlstadt era designado expresamente como el "campeón de Lutero". Sólo una de estas tesis se refería a una doctrina especialmente defendida por Carlstadt, a saber, la del sometimiento de la voluntad en el hombre pecador.

Entre los demás puntos señalados estaba la negación de la primacía de la Iglesia romana durante los primeros siglos después de Cristo. Eck había extraído esto de las recientes publicaciones de Lutero; por lo que respecta a Carlstadt, no podía haber leído ni oído una palabra de tal afirmación.

Lutero se encendió. En una carta pública dirigida a Carlstadt observó que Eck había soltado contra él, en realidad, las ranas o moscas destinadas a Carlstadt, y desafió al propio Eck. No le reprocharía que hubiera acusado a Carlstadt de forma tan maliciosa, descortés y poco teológica de doctrinas que le eran ajenas; no se quejaría de verse arrastrado de nuevo a la contienda por una vil adulación por parte de Eck hacia el Papa; se limitaría a mostrar que se entendían bien sus astutas artimañas, y deseaba exhortarle con espíritu amistoso, para el futuro, aunque sólo fuera por su propia reputación, a ser un poco más sensato en sus estratagemas.

Eck podría entonces ceñirse la espada al muslo, y añadir un triunfo sajón a los demás de los que se jactaba, y así descansar por fin en sus laureles. Que sacara a la luz lo que estaba gestando; que vomitara lo que durante tanto tiempo le había pesado en el estómago, y que pusiera fin a sus vanagloriosas amenazas.

Lutero estaba ansioso, en efecto, aparte de esta razón especial, de que se le permitiera defender en una disputa pública la verdad por la que se le llamaba hereje; había hecho esta propuesta en vano al legado en Augsburgo. Ahora exigía ser admitido en las listas de Leipzig. Deseaba, en particular, entablar la contienda, abierta y decididamente, sobre la primacía papal.

Sus amigos, precisamente en este punto, se preocuparon por él. Pero él preparó sus armas con gran diligencia, estudiando a fondo los libros de derecho eclesiástico y la historia del derecho eclesiástico, de los que hasta ahora nunca se había ocupado tanto. En ellos encontró plenamente confirmadas sus propias conclusiones.

Es más, descubrió que las pretensiones tiránicas del Papa, aunque tuvieran más de mil años de antigüedad, derivaban su única y última autoridad de las decretales papales de los últimos cuatro siglos. Frente a la teoría de esa primacía estaban la historia de los siglos anteriores, la autoridad del Concilio de Nicea de 325 y la declaración expresa de la Escritura. Esto lo declaró ahora en una tesis, y anunció su opinión en letra impresa.

Ya hemos señalado la gran importancia de esta prueba histórica en lo que respecta a las cuestiones de fe, así como a toda la concepción de la salvación cristiana, y de la verdadera comunidad o Iglesia de Cristo. Se demuestra que la esencia real de la Iglesia no depende de su constitución bajo un Papa.

Y el curso de la historia, en el que Dios permitió que los cristianos de Occidente quedaran bajo la autoridad externa del Papa, al igual que los pueblos quedan bajo el dominio de diferentes príncipes, no sometió, ni debía someter, a toda la cristiandad a su dominio. Los millones de cristianos de Oriente, que no son sus súbditos, y que por lo tanto son condenados por el Papa como cismáticos, son todos, como ahora declara claramente Lutero, no menos miembros de la cristiandad, de la Iglesia, del Cuerpo de Cristo. La participación en la salvación no existe sólo en la comunidad de la Iglesia de Roma. Para la cristiandad en su conjunto, o la Iglesia universal, no hay otra Cabeza que Cristo.

Lutero descubrió y declaró ahora también que los obispos no recibieron sus puestos sobre las diócesis y rebaños individuales hasta después del período apostólico; por lo tanto, el episcopado deja de ser un elemento esencial y necesario del sistema de la Iglesia. ¿Qué es, pues, realmente esencial para la continuidad de la Iglesia, y hasta dónde se extiende? Lutero responde a esta pregunta con el principio fundamental del protestantismo evangélico.

La Iglesia, dice, no está sólo en Roma, sino allí, y sólo allí, donde se predica y se cree en la palabra de Dios; donde la fe, la esperanza y la caridad cristianas están vivas, donde Cristo, recibido interiormente, se presenta ante una cristiandad unida como su esposo. Esta Iglesia universal, dice Lutero, es la que pretende el Credo cuando dice: "Creo en la santa Iglesia católica, la comunión de los santos".

El mero poder externo que ejercía el Papado en su gobierno de la Iglesia, en la imposición de actos y penas externos, parecía, hasta ahora, a Lutero un asunto indiferente en lo que respecta a la religión y la salvación de las almas. Pero era otro asunto más grave con respecto a la pretensión de derecho divino que el Papado afirmaba para ese poder, y a su extensión sobre el alma y la conciencia, sobre la comunidad de los fieles, es más, sobre la suerte de las almas difuntas.

Aquí Lutero veía una invasión de los derechos reservados por Dios para Sí mismo, y una perversión de las verdaderas condiciones de salvación, tal como las estableció Cristo y las testificó la Escritura. Aquí veía a un potentado y tirano humano, que se erigía en el lugar de Cristo y de Dios. Se estremecía, así lo escribió a sus amigos, cuando, al leer las decretales papales, veía más a fondo las acciones de los Papas, con sus exigencias y edictos, en esta fragua de leyes humanas, en esta nueva crucifixión de Cristo, en este maltrato y desprecio de su pueblo.

Como antes había dicho que el Anticristo reinaba en la corte papal, así ahora, en una carta del 13 de marzo de 1519, escribía en privado a Spalatin: "No sé si el Papa es el Anticristo mismo, o uno de sus apóstoles", tan anticristiana le parecía la propia institución del Papado, con sus principios y sus frutos. De estas decretales dice en otra carta: "Si el golpe mortal asestado a las indulgencias ha dañado tanto la sede de Roma, ¿qué hará cuando, por voluntad de Dios, sus decretales tengan que expirar? No es que me gloríe en la victoria, confiando en mis propias fuerzas, sino que mi confianza está en la misericordia de Dios, cuya ira está contra los edictos del hombre".

Lutero rogó encarecidamente al duque Jorge que le permitiera participar en la disputa. Su Elector, que sin duda deseaba personalmente un tratamiento público, libre y erudito de las cuestiones en litigio, ya le había dado su permiso.

El entendimiento de Lutero con Miltitz no presentaba ningún obstáculo, ya que el silencio requerido como condición por parte de sus oponentes nunca se había observado, ni había sido ordenado o recomendado por Miltitz ni por ninguna otra autoridad de la Iglesia. Sin embargo, su solicitud al duque fue remitida a Eck para que la aprobara, y éste le hizo esperar en vano una respuesta. Por fin, el duque redactó una carta de salvoconducto para Carlstadt y todos los que pudiera llevar consigo, y bajo esta designación se incluyó a Lutero. Podía confiar con seguridad en la palabra de Jorge como hombre y como príncipe.

Toda la disputa fue objeto de oposición y protesta desde el principio por parte del obispo de Merseburgo, canciller de la Universidad de Leipzig y jefe espiritual de la facultad de teología. El proyecto debía de ser inadmisible a sus ojos por el mero hecho de que las tesis de Eck reavivaban la controversia sobre las indulgencias, que se suponía zanjada de una vez por todas por la bula papal. Apeló a esta declaración como razón para no celebrarla. Dado que la disputa tuvo lugar, a pesar de esta protesta, con el consentimiento del duque, se convirtió en un asunto de mayor importancia.

El propio duque Jorge se interesó activamente por el asunto. Tenía un carácter robusto, recto y firme. Era un firme y fiel defensor de las tradiciones eclesiásticas en las que había crecido; le resultaba difícil ampliar sus puntos de vista. Pero estaba honestamente interesado en la verdad. Deseaba que sus propios hombres de saber tuvieran una buena refriega en las listas por el bien de la verdad.

Al enterarse de las objeciones de los teólogos de Leipzig a la disputa, su comentario fue: "Evidentemente tienen miedo de que se les moleste en su ociosidad y en sus comilonas, y piensan que cada vez que oyen un disparo, les ha dado a ellos". Como se esperaba una audiencia inusualmente grande para la disputa, hizo que se despejara y amueblara para la ocasión el gran salón de su castillo de Pleissenburg. Encargó a dos de sus consejeros que presidieran, y estaba ansioso por estar presente él mismo. ¡Cuánto dependía de la impresión que la propia disputa, y Lutero con ella, produjera en él!

El 24 de junio los wittenbergenses entraron en Leipzig, con Carlstadt a la cabeza. Un testigo ocular ha descrito la escena: "Entraron por la puerta de Grimma, y sus estudiantes, doscientos en número, corrían junto a los carruajes con picas y alabardas, y así acompañaban a sus profesores.

El Dr. Carlstadt iba el primero; tras él, el Dr. Martín y Felipe (Melanchthon) en un ligero carruaje de mimbre con ruedas macizas de madera (Rollwagen); ninguno de los vagones iba ni con cortinas ni cubierto. Justo cuando habían pasado la puerta de la ciudad y habían llegado al cementerio de San Pablo, el carruaje del Dr. Carlstadt se averió, y el doctor cayó en la tierra; pero el Dr. Martín y su fidus Achates Felipe siguieron adelante". Mientras tanto, un mandato episcopal, que prohibía la disputa so pena de excomunión, había sido clavado en las puertas de la iglesia, pero no se le hizo caso. El magistrado incluso encarceló al hombre que colocó el cartel por haberlo hecho sin su permiso.

Antes de comenzar la disputa, se acordaron ciertas condiciones preliminares. Las actas debían ser levantadas por notarios. Eck se había opuesto a esto, temiendo verse obstaculizado en el libre uso de su lengua, y no queriendo que todas sus declaraciones en el debate quedaran tan exactamente definidas. Sin embargo, las actas debían ser sometidas a árbitros encargados de decidir el resultado de la disputa, y debían publicarse después de que se anunciara su veredicto.

En vano se habían opuesto a esta estipulación tanto Lutero como Carlstadt, que se negaron a comprometerse con esta decisión. El duque, sin embargo, insistió en ella, como medio de terminar judicialmente la contienda.

A primera hora de la mañana del 27 de junio se inauguró la disputa con toda la solemnidad mundana y espiritual que podía darse a un acontecimiento académico de suma importancia.

Primero, un discurso de bienvenida en la sala, pronunciado por el profesor de Leipzig, Simón Pistoris; luego, una misa en la iglesia de Santo Tomás, adonde la asamblea se dirigió en procesión; luego, una procesión aún más grandiosa hasta el Pleissenburg, donde una división de ciudadanos armados estaba apostada como guardia de honor; luego, un largo discurso sobre la forma correcta de disputar, pronunciado en la sala del castillo por el famoso Pedro Schade Mosellanus, profesor en Leipzig y maestro de la elocuencia latina; y por último, el canto tres veces del himno latino "Ven, Espíritu Santo", con toda la asamblea arrodillada. A las dos de la tarde comenzó la disputa entre Eck y Carlstadt. Se colocaron uno frente al otro en púlpitos.

Una multitud de teólogos y laicos eruditos habían acudido al lugar. De Wittenberg había llegado el duque Barnim de Pomerania, entonces rector de la universidad. El príncipe Jorge de Anhalt, entonces un joven estudiante de Leipzig, y después amigo de Lutero, estaba allí. El duque Jorge de Sajonia asistió con frecuencia a las sesiones, y escuchó atentamente. Se dice que su bufón de la corte apareció con él, y se menciona una escena cómica ocurrida entre él y Eck, para gran diversión de la reunión. Federico el Sabio estuvo representado por uno de sus consejeros, Hans von Planitz.

Eck y Carlstadt discutieron durante cuatro días, del 27 de junio al 3 de julio, sobre la cuestión del libre albedrío y sus relaciones con la operación de la gracia de Dios. Fue una contienda fatigosa, con textos inconexos de la Escritura y pasajes de antiguos maestros de la Iglesia, pero sin la viva y libre animación del espíritu moral y religioso, que, en el tratamiento de Lutero de tales cuestiones, arrastraba a sus oyentes con él.

En poder de memoria, como en facilidad de palabra, Eck se mostró superior a su oponente. Al llevar Carlstadt consigo libros de consulta, consiguió que se le denegaran, y tuvo ahora la ventaja de que nadie podía comprobar sus propias citas. Así, confiado en el triunfo, procedió a su contienda con Lutero.

Lutero, mientras tanto, el 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, había predicado un sermón a petición del duque Barnim en el castillo de Pleissenburg, en el que, refiriéndose al Evangelio del día, trató, de forma sencilla, práctica y edificante, el punto principal de la disputa entre Eck y Carlstadt, y al mismo tiempo el punto que él mismo iba a argumentar, a saber, el significado del poder de las llaves concedido a San Pedro.

En oposición a él, Eck pronunció cuatro sermones en varias iglesias de la ciudad (en ninguna de las cuales se habría permitido predicar a Lutero), y hablando de ellos después dijo: "Simplemente incité al pueblo a que se disgustara con los errores luteranos". Los miembros de la universidad de Leipzig se mantuvieron alejados de sus hermanos de Wittenberg durante toda la disputa, al tiempo que rendían todo el homenaje posible a Eck.

Cuando Lutero entró un día en una iglesia, los monjes que dirigían el servicio se llevaron apresuradamente la custodia y las formas, para evitar que se vieran contaminadas por su presencia. Y sin embargo, después se le reprochó que no fuera a la iglesia en Leipzig. En las hosterías donde se alojaban los estudiantes de Wittenberg, se produjeron escenas tan violentas entre ellos y sus hermanos de Leipzig, que hubo que colocar alabarderos en las mesas para mantener el orden.

El duque Jorge invitó al hereje, junto con Eck y Carlstadt, a su propia mesa, y también a una audiencia privada. Tan franco y genial era, y tan decidido a conocer a Lutero y su causa. Lutero habló de él entonces como un príncipe bueno y piadoso, que sabía hablar de forma principesca. El duque, sin embargo, le dijo en aquella audiencia que los bohemios tenían grandes expectativas puestas en él; y sin embargo, Jorge, que por parte de madre era nieto de Podiebrad, rey de Bohemia, estaba ansioso por evitar todo atisbo de la odiosa herejía bohemia.

Sobre este punto, Lutero le comentó que él sabía muy bien distinguir entre la pipa y el flautista, y que sólo lamentaba ver lo accesibles que podían ser los príncipes a la influencia de las agitaciones extranjeras. Leipzig en conjunto debía de ser una atmósfera extraña e incómoda para Lutero.

El lunes 4 de julio entró en las listas con Eck. En la mañana de ese día firmó las condiciones, que se habían arreglado a pesar de su protesta; pero declaró que, contra el veredicto de los jueces, cualquiera que fuera, mantenía el derecho de apelación a un Concilio, y no aceptaría a la curia papal como su juez.

El acta sobre este punto decía lo siguiente: "Sin embargo, el Dr. Martín ha estipulado su apelación, que ya ha anunciado, y, en la medida en que la misma sea legal, no abandonará en modo alguno su derecho a ella. Ha estipulado además que, por razones que le conciernen, el informe de esta disputa no se someterá a la aprobación de la corte papal".

La aparición de Lutero en esta disputa ha dado ocasión a la primera descripción que poseemos de su persona, de la pluma de un contemporáneo. Mosellanus, ya mencionado, dice de él en una carta: "Es de estatura media, su cuerpo delgado, y tan consumido por el cuidado y el estudio que casi todos sus huesos se pueden contar. Está en la flor de la vida. Su voz es clara y melodiosa. Su erudición y su conocimiento de la Escritura son extraordinarios; tiene casi todo al alcance de la mano.

El griego y el hebreo los entiende suficientemente bien como para dar su juicio sobre la interpretación de las Escrituras. Al hablar, tiene a su disposición un vasto caudal de temas y palabras; además, es refinado y sociable en su vida y modales; no tiene ningún estoicismo rudo ni orgullo, y sabe adaptarse a las diferentes personas y tiempos. En sociedad es vivo e ingenioso. Siempre está fresco, alegre y a gusto, y tiene un semblante agradable, por muy duro que le amenacen sus enemigos, de modo que no se puede dejar de creer que el Cielo está con él en su gran empresa.

La mayoría de la gente, sin embargo, le reprocha que le falte moderación en la polémica, y que sea más cortante de lo que conviene a un teólogo y a quien propone algo nuevo en materia sagrada". Su habilidad como polemista fue reconocida después por Eck, quien al referirse a esta justa, citó la observación de Aristóteles de que cuando dos hombres discuten juntos, cada uno de los cuales ha aprendido el arte, es seguro que habrá una buena disputa.

Eck es descrito por Mosellanus como un hombre de figura alta y cuadrada, con una voz propia de un pregonero, pero más tosca que distinta, y sin nada agradable en ella; con la boca, los ojos y toda la apariencia de un carnicero o un soldado, pero con una memoria muy notable.

En poder de memoria y elocución superaba incluso a Lutero; pero en solidez y verdadera amplitud de conocimientos, hombres imparciales como Pistoris dieron la palma a Lutero. Se dice que Eck imitaba a los italianos en su gran animación al hablar, en su declamación y en sus gesticulaciones con los brazos y todo el cuerpo. Melanchthon llegó a decir en una carta después de la disputa: "La mayoría de nosotros debemos admirar a Eck por sus múltiples y distinguidos dones intelectuales". Más tarde lo llama "Eckeckeck, la voz del grajo". En cualquier caso, Eck desplegó una rara potencia y resistencia en aquellos días de Leipzig, y supo sobre todo perseguir con astucia el verdadero objetivo que se proponía en su contienda con Lutero.

Los dos comenzaron enseguida con el punto que Eck había señalado como principal objeto de debate, y sobre el que Lutero había avanzado su proposición más audaz, a saber, la cuestión del poder papal.

Tras largas discusiones sobre la evidencia de los textos de la Escritura; sobre los antiguos Padres de la Iglesia, a los que la supremacía papal era desconocida; sobre la Iglesia occidental de la Edad Media, por la que esa supremacía fue reconocida en una época anterior a la que Lutero admitía; sobre la no sujeción a Roma de la cristiandad oriental, a la que Lutero se refería, y a la que Eck con un corazón ligero ponía fuera del ámbito de la salvación, Eck en el segundo día de la disputa pasó, tras la debida premeditación, de las autoridades eclesiásticas que había citado a favor del derecho divino de la primacía papal, a las declaraciones del hereje inglés Wicliffe, y del bohemio Huss, que habían negado este derecho, y por lo tanto habían sido justamente condenados.

Estaba obligado a mencionarlos, dijo, ya que, a su frágil y humilde juicio, la tesis de Lutero favorecía en grado sumo los errores de los bohemos, que, según se decía, le deseaban lo mejor por sus opiniones. Lutero le respondió como lo había hecho en cada caso anterior. Condenó la separación de los bohemios de la Iglesia católica, basándose en que el derecho más elevado derivado de Dios era el del amor y el Espíritu, y repudió el reproche que Eck pretendía hacerle. Pero declaró al mismo tiempo que los bohemios en ese punto nunca habían sido refutados.

Y con perfecta convicción propia y tranquila reflexión procedió a afirmar que entre los artículos de Huss algunos eran fundamentalmente cristianos y evangélicos, como, por ejemplo, sus afirmaciones de que sólo había una Iglesia universal (a la que incluso la cristiandad griega siempre había pertenecido y seguía perteneciendo), y que la creencia en la supremacía de la Iglesia de Roma no era necesaria para la salvación. Ningún hombre, añadió, se atrevía a imponer a un cristiano un artículo de fe que fuera antibíblico; el juicio de un cristiano individual debía valer más que el del Papa o incluso el de un Concilio, siempre que tuviera un mejor fundamento para ello.

Ese momento, cuando Lutero habló así de las doctrinas de Huss, un hereje ya condenado por un Concilio y proscrito en Alemania, fue el más impresionante e importante de toda la disputa. Un testigo ocular, que se sentaba debajo del duque Jorge y Barnim, relata que el duque, al oír las palabras, gritó con una voz que oyó toda la asamblea: "¡Que le den!", y sacudió la cabeza, y se puso las dos manos en los costados.

Toda la audiencia, por muy variado que fuera su pensamiento sobre la afirmación, debió de quedar bastante asombrada. Lutero, es cierto, ya había afirmado por escrito que un Concilio podía errar. Pero ahora se declaraba a favor de principios que un Concilio, el de Constanza, solemnemente nombrado y reconocido unánimemente por toda la cristiandad occidental, había condenado, y así acusaba abiertamente a ese Concilio de error en una decisión de la mayor importancia.

Es más, esa decisión había sido secundada por los mismos hombres que, al tiempo que reconocían la primacía papal, defendían enérgicamente contra el despotismo papal los derechos de los Concilios Generales, y de las naciones y Estados que éstos representaban. La Iglesia católica occidental albergaba, como hemos visto, una diversidad de opiniones en cuanto a la autoridad relativa del Papado como institución de Cristo, y la que correspondía a los Concilios. Lutero ahora, al negar la institución y la autoridad divinas del Papado, parecía haber roto con toda autoridad existente en la Iglesia, y con todo posible ejercicio de la misma.

El propio Lutero no parece haber considerado en el momento este alcance de su reconocimiento del carácter "cristiano" de algunos de los artículos de Huss, ni haber reflexionado adecuadamente sobre la actitud de oposición directa en la que le colocaba con respecto al Concilio de Constanza. Cuando Eck declaró "horrible" que el "reverendo padre" no se hubiera retraído de contradecir a aquel santo Concilio, reunido por consentimiento de toda la cristiandad, Lutero le interrumpió con las palabras: "No es cierto que haya hablado contra el Concilio de Constanza". A continuación, procedió a deducir que la autoridad del Concilio, si erraba con respecto a esos artículos, era en consecuencia falible por completo.

Unos días más tarde, y tras una nueva reflexión, Lutero presentó cuatro proposiciones de Huss, que eran perfectamente cristianas, aunque habían sido formalmente rechazadas por el Concilio. Sin embargo, buscó medios para preservar la dignidad del Concilio.

En cuanto a estos artículos rechazados, dijo, había declarado que sólo algunos eran heréticos, y otros simplemente erróneos, y estos últimos, en todo caso, no debían contarse como herejías; es más, se tomó la libertad de suponer que los primeros eran interpolaciones en el texto de las resoluciones del Concilio. Concedería, además, que las decisiones de un Concilio en materia de fe debían ser aceptadas en todo momento.

Y para evitar cualquier malentendido y tergiversación, interrumpió una vez el latín, en el que se había desarrollado toda la disputa, y declaró en alemán que no deseaba en modo alguno que se renunciara a la fidelidad a la Iglesia romana, sino que la única cuestión en disputa era si su supremacía se basaba en el derecho divino, es decir, en la institución divina directa en el Nuevo Testamento, o si su origen y carácter eran simplemente los que poseía, por ejemplo, la Corona Imperial en relación con la nación alemana.

Era muy consciente de cómo se levantaban contra él acusaciones de herejía y apostasía, y de cómo Eck las había promovido con ahínco. Sólo con dolor y luchas internas se enfrentó, Biblia en mano, al Concilio de Constanza y a tan general reunión de la cristiandad occidental. Pero no dio ni un paso hacia el reconocimiento del Papado como institución basada en la Escritura. Insistió en que ni siquiera un Concilio podía obligarle a ello, ni hacer un artículo esencial de la fe cristiana de algo que no se encontrara en la Biblia. Una y otra vez declaró que incluso un Concilio podía errar.

Durante cinco días enteros disputaron sobre este punto principal de la disputa, sin llegar a ningún otro resultado.

Los demás temas de discusión, relativos al purgatorio, las indulgencias y la penitencia, fueron después de esto de muy poca importancia. Incluso Eck mostró ahora una sorprendente moderación con respecto a las indulgencias.

La disputa sobre la correcta concepción del purgatorio condujo a una nueva e importante declaración de Lutero sobre el poder de la Iglesia en relación con la Escritura. Eck citó como prueba bíblica un pasaje de los libros apócrifos del Antiguo Testamento, que, aunque no estaban incluidos originalmente en los registros de la Antigua Alianza, habían sido aceptados por la Edad Media como de igual autoridad que los demás escritos bíblicos. Por primera vez, Lutero protestó ahora contra la igual valoración que se les daba, y especialmente contra el hecho de que la Iglesia les confiriera una autoridad que no poseían.

La disputa entre Eck y Lutero duró hasta el 13 de julio. Lutero concluyó su argumentación con las siguientes palabras: "Lamento que el docto doctor sólo se sumerja en la Escritura tan profundamente como la araña de agua en el agua; es más, que parezca huir de ella como el diablo de la Cruz. Prefiero, con todo respeto a los Padres, la autoridad de la Escritura, que por la presente recomiendo a los árbitros de nuestra causa".

Después de esto, Carlstadt y Eck sólo tuvieron un breve intercambio de golpes. La disputa debía concluir el día 15, ya que el duque Jorge deseaba recibir al Elector de Brandeburgo en una visita al Pleissenburg. En cuanto a las universidades, a las que debía someterse el informe de la disputa, se acordó que fueran París y Erfurt; pero ninguna de las dos quiso asumir una tarea tan responsable.

Eck abandonó la disputa con el triunfo, aplaudido por sus amigos y recompensado por el duque Jorge con favores y honores. Continuó su imaginaria victoria excitando aún más al pueblo contra Lutero, y señalándoles en particular la simpatía entre él y Huss.

Incluso escribió al Elector Federico desde Leipzig, proponiéndole que quemara los libros de Lutero. Los dos hombres, desde entonces y para siempre, fueron enemigos mutuos, sin más tratos que los de la acalorada controversia por escrito. Los principales esfuerzos de Eck se dirigieron a conseguir la condena formal y pública de Lutero.

En Leipzig, Lutero había sido observado con la mayor sospecha. Al pueblo llano se le había dicho que había algo misterioso en el pequeño anillo de plata que llevaba en el dedo, muy probablemente un pequeño amuleto con el diablo dentro.

Incluso se comentó y se maravilló de que llevara un ramo de flores en la mano, que miraba y olía. De esa época procede probablemente el dicho de una devota anciana de Leipzig, publicado por uno de sus oponentes teológicos, que había vivido en Eisleben con la madre de Lutero, de que su hijo Martín era fruto de un abrazo del diablo.

Sin embargo, para obtener información real sobre Lutero en Leipzig, y la impresión que produjo con sus argumentos, hay que deducir más del efecto de su aparición pública allí durante esta disputa, que de todo un montón de material impreso.

No nos referimos sólo a los laicos cultos y a los hombres de saber, sino a la masa del pueblo que participó en la excitación causada por esta controversia. Unos meses más tarde oímos a un oponente quejarse de que la enseñanza de Lutero había dado lugar a tantas disputas, discordias y rebeliones entre el pueblo, que "no había absolutamente ninguna ciudad, aldea o casa, donde los hombres no estuvieran dispuestos a despedazarse unos a otros por su causa".

Lutero regresó a Wittenberg lleno de abatimiento. El tiempo en Leipzig sólo se había perdido; la disputa había sido indigna de tal nombre; Eck y sus amigos allí no se habían preocupado en absoluto por la verdad. Eck, dijo, había hecho más clamor en una hora que él o Carlstadt en un par de años, y sin embargo todo el tiempo la cuestión en litigio era de teología pacífica y abstrusa.

Su decepción, sin embargo, no se refería, como tal vez se podría imaginar, al trato que había recibido su tesis sobre la primacía papal, ni a ninguna vergüenza que le hubiera ocasionado por ello. Al contrario, mientras se quejaba del carácter indigno de la disputa, exceptuaba esa tesis en particular. Se refería más bien a la superficialidad y la falta de interés con la que se pasaban por alto o se evadían cuestiones tan importantes como la justificación por la fe y la pecaminosidad que se atribuye incluso a las mejores obras del hombre.

Sobre todos los puntos que había querido defender y exponer en Leipzig, publicó ahora nuevas explicaciones. Y con respecto a los Concilios, declaró, en términos aún más fuertes que en Leipzig, que ciertamente podían errar y habían errado incluso en las cuestiones más importantes; no se tenía derecho a identificar ni a ellos ni al Papa con la Iglesia.

A partir de aquí procedió a explicar sus verdaderas relaciones con los bohemios. El teólogo Jerónimo Emser, amigo de Eck, y favorito del duque Jorge, contribuyó a su manera a este fin. Había mantenido una acalorada discusión con Lutero antes de la disputa de Leipzig, en la que le reprochaba que causara problemas en la Iglesia.

Ahora preparaba una notable carta pública a un alto eclesiástico católico de Praga, llamado Zack. Mientras afirmaba en ella que los cismáticos bohemios apelaban a Lutero y que en realidad habían ofrecido oraciones y celebrado servicios por él durante la disputa, anunciaba, con fingida amabilidad hacia Lutero, que éste, por el contrario, había repudiado con entusiasmo en Leipzig toda comunión con ellos, y había denunciado su apostasía de Roma.

Lutero detectó en todo esto mera astucia y malicia, y nosotros también sólo podemos reconocer en ello un astuto intento de arruinar la posición de Lutero por todas partes. Si, dice Lutero, aceptara en silencio la alabanza que aquí se le prodiga, parecería que se ha retractado de toda su enseñanza, y que ha depuesto las armas ante Eck; si, por el contrario, la negara, se le tacharía enseguida de protector de los bohemios, y se le acusaría de vil ingratitud hacia Emser.

En consecuencia, en un pequeño panfleto, estalló, lleno de ira y amargura, contra Emser, que le respondió en un tono similar. Pero él representó el caso con gran claridad. Si sus doctrinas habían agradado a los bohemios, no se retractaría de ellas por ello. No tenía ningún deseo de encubrir sus errores, pero encontraba de su lado a Cristo, las Escrituras y los sacramentos de la Iglesia, y con ello un odio cristiano a la mundanalidad, la inmoralidad y la arrogancia del clero romano. Es más, se alegraba de pensar que sus doctrinas les gustaban, y se alegraría si gustaban a los judíos y a los turcos, y a Emser, que estaba esclavizado por el error impío, e incluso al propio Eck.

Ya estaban de camino a Lutero cartas de dos eclesiásticos de Praga, Paduschka y Rossdalovicky, miembros de la Iglesia husita utraquista, que en oposición a Roma insistía en que se diera la copa sacramental a los laicos. Aseguraban a Lutero su gozosa y orante simpatía con él en su lucha. Uno de ellos le envió un regalo de cuchillos de fabricación bohemia, el otro un escrito de Huss sobre la Iglesia. Lutero aceptó los regalos con cordialidad, y les envió a cambio sus propios escritos. Con respecto a la separación de la Iglesia romana, la experiencia de Huss le mostró claramente lo imposible que hacía esa Iglesia, incluso para alguien a quien le pesaba en el corazón la idea de abandonarla, permanecer en su comunión.

Así pues, la contienda de Leipzig había terminado, mientras que entre tanto en Francfort del Meno, tras la elección del nuevo Emperador, el Elector Federico y el arzobispo de Tréveris deliberaron sobre un examen de Lutero ante el arzobispo, como había propuesto Miltitz. Ambos quisieron posponerlo hasta la Dieta, que entonces estaba a punto de celebrarse.

Miltitz, sin embargo, a pesar del resultado de la disputa y de las nuevas declaraciones de Lutero, seguía aferrado a su plan de mediación. Concertó una vez más una entrevista con Lutero el 9 de octubre en Liebenwerda, en la que éste renovó su promesa de comparecer ante el arzobispo, pero no logró que el Elector dejara que Lutero viajara con él hasta el arzobispo. Por la entrega de la rosa de oro, cuando ésta tuvo lugar por fin, fue ricamente recompensado con dinero. Pero la inutilidad de sus negociaciones con Lutero se había hecho evidente.