Entre las tareas particulares que ocuparon a Lutero durante el resto del año 1525, aparte de su perseverante labor como profesor y predicador, ya hemos tenido ocasión de mencionar una, a saber, su respuesta a Erasmo. Hacia finales de septiembre le encontramos totalmente absorto en esta obra. No admitía ni una sola proposición del libro de Erasmo, así lo escribió a Spalatin.

La temeraria severidad con la que atacaba a aquel distinguido oponente resulta aún más notable si se contrasta con el tono conciliador con el que entonces esperaba apaciguar la ira de sus dos más encarnizados enemigos en las altas esferas, el rey Enrique VIII de Inglaterra y el duque Jorge de Sajonia.

El 1 de septiembre de 1525 dirigió una humilde carta a Enrique. El rey Cristián II de Dinamarca, que, tras perder su trono por su gobierno arbitrario y despótico, se había refugiado con el Elector Federico, se mostró inclinado a favorecer la nueva doctrina, e incluso llegó en persona a Wittenberg. Por él, Lutero se dejó convencer -no se sabe por qué razón- de que Enrique VIII había cambiado por completo sus principios eclesiásticos; y de esperar que, si conseguía reparar la ofensa personal que le había hecho, Enrique pudiera ser ganado aún más para la causa evangélica. Lutero se refiere a esta esperanza de la siguiente manera: "Mi muy gracioso señor el Rey me dio buenas razones para esperar del Rey de Inglaterra... y no cesó de instarme con la palabra y la carta, dándome tantas buenas palabras, y diciéndome que debía escribir con humildad, y que sería útil hacerlo, etcétera, hasta que me he embriagado con la idea".

A continuación, se postró en su carta a los pies de su Majestad, y le rogó que le perdonara la ofensa que le había hecho con su anterior panfleto, "porque por buenos testigos había sabido que el tratado real que había atacado, no era en realidad obra del propio Rey, sino una invención del miserable cardenal de York" (Eduardo Lee). Prometió hacer una retractación pública, en otro panfleto, por el honor del Rey. Al mismo tiempo, deseaba que la gracia de Dios ayudara a su Majestad, y le permitiera volverse totalmente al evangelio, y cerrar sus oídos a las voces de sirena de sus enemigos.

Con respecto al duque Jorge de Sajonia, lo único que Lutero había oído hasta entonces de él era que incesantemente presentaba nuevas quejas sobre él al Elector, que excluía rigurosamente la nueva enseñanza de su propio territorio y, lo que es más, que estaba ansioso por pasar de la conquista de los campesinos a la supresión del luteranismo, que había sido la causa, según él, de todos los males. Ahora, sin embargo, Lutero supo por algunos nobles sajones, que el propio duque no estaba tan mal dispuesto hacia la causa, y que estaba dispuesto a tratar con dulzura y tolerancia a los que predicaban o confesaban el evangelio; que era con Lutero personalmente con quien estaba tan ofendido e irritado. Lutero le escribió el 22 de diciembre de este año. "Se me ha aconsejado", dice, "que suplique una vez más a vuestra Gracia en esta carta, con toda humildad y amistad, porque casi me parece como si Dios, nuestro Señor, pronto fuera a llevarse a algunos de nosotros de aquí, y se teme que el duque Jorge y Lutero también tengan que irse".

A continuación, suplica, con toda sumisión, su perdón por cualquier mal que haya hecho al duque por escrito o de palabra; pero de su doctrina no podía, en conciencia, retractarse de nada. Lutero, sin embargo, no se humilló ante Jorge como lo había hecho ante el rey Enrique, y su carta lleva su característico tono agudo. Sin embargo, aseguró al duque que, con toda su anterior severidad de lenguaje hacia él, era mejor amigo suyo que todos sus aduladores y parásitos, y que el duque no tenía necesidad de rezar a Dios contra él.

Sin duda, Lutero escribió las dos cartas, como él mismo dice de la que envió a Enrique, con un corazón sencillo y honesto. Demuestran, en efecto, cuánta bondad genuina, y al mismo tiempo cuánta extraña ignorancia del mundo y de los hombres, se combinaba en él con un apasionado celo por el combate. Jorge le respondió enseguida con ferocidad y, como dice Lutero, con la rudeza de un campesino. El príncipe, por lo demás no innoble, estaba tan amargado por el odio contra el hereje que le reprochaba los más vulgares motivos de avaricia, ambición y lujuria de la carne. Nunca Lutero, ni siquiera con sus peores enemigos, se había rebajado a tal calumnia personal. De la respuesta que llegó después del rey Enrique, así como de la réplica de Erasmo, hablaremos más adelante.

Mientras tanto, Lutero y sus amigos estaban dirigiendo su atención a la doctrina recién publicada de la Última Cena. Al principio, Lutero dejó que otros la impugnaran: Bugenhagen dirigió una carta pública contra ella a su amigo Hess en Breslau; Brenz en Schwäbish Hall, junto con otros predicadores suabos, publicó tratados contra Ecolampadio. El propio Lutero, después de febrero de 1525, se refirió repetidamente a la teoría de Zwinglio en sermones a la congregación de Wittenberg que se imprimieron en la época. Pero aparte de esto, se limitó a enviar advertencias por carta, el 5 de noviembre de 1525 y el 4 de enero de 1526, a Estrasburgo y Reutlingen, desde donde se le había apelado sobre el tema, contra las falsas doctrinas que se habían expuesto sobre el Sacramento, y en particular contra los fanáticos. Seguiremos más adelante el curso posterior de la controversia.

Todas estas polémicas, sin embargo, no eran más que un complemento de sus trabajos y actividades positivas. Su principal tarea ahora era llevar a cabo la obra que había comenzado en su propia Iglesia. Para ello podía contar con la seguridad de la simpatía interior del nuevo Elector, y se apresuró a aprovecharla activamente lo antes posible, para la promoción de sus objetivos eclesiásticos. Durante sus comunicaciones con el difunto Elector Federico, Spalatin siempre había actuado como intermediario; pero a Juan se dirigió directamente, y, siempre que la ocasión se lo permitía, de palabra, y esto a veces con mucha urgencia. Spalatin era ahora párroco de una parroquia, como había sido su deseo algún tiempo antes. Era el sucesor en Altenburgo de Link, que se había trasladado a Nuremberg, y gozaba de la especial confianza de Juan.

En su cargo oficial, Lutero era, y siempre siguió siendo, ante todo, miembro de la universidad. Siempre tuvo un vivo aprecio por su importancia para la causa de la verdad evangélica, la Iglesia y el bienestar común de la sociedad. Comenzó por interceder en su favor ante el nuevo Elector, para remediar los defectos y agravios que se habían deslizado durante los últimos años del viejo y enfermo Elector Federico. En particular, faltaba el salario necesario para varias de las cátedras, y las clases habituales sobre muchas ramas de estudio se habían suprimido. Lutero, como él mismo dijo después al Elector en tono de disculpa, le había "preocupado mucho poner en orden la universidad", hasta tal punto que "su urgencia casi sorprendió al Elector, como si no tuviera mucha fe en sus promesas". En septiembre, las reformas necesarias en Wittenberg fueron provistas por una comisión especialmente nombrada por el príncipe. El interés que éste tenía por la teología le hizo duplicar el salario de Melanchthon, para vincularle más estrechamente a las clases de teología, que en principio no formaban parte de su deber.

Lutero dedicó a continuación todas sus energías a las necesidades del nuevo sistema eclesiástico.

En Wittenberg, y desde allí en otros lugares, ya se habían establecido normas para la realización del culto público, con el objeto de dar plena y libre expresión a la verdad evangélica. La congregación escuchaba la lectura en voz alta de la Palabra de Dios, y se unía al canto de los himnos alemanes. Sin embargo, las partes de la liturgia que eran cantadas en parte por los sacerdotes y en parte por el coro, se seguían realizando en latín. Lutero introdujo ahora un servicio completo en alemán, cambiando aquí y allá la antigua forma. Para ayudarle en las modificaciones musicales necesarias, el Elector le envió dos músicos de Torgau. Con uno de ellos en particular, Juan Walter, Lutero trabajó con diligencia, y después siguió manteniendo relaciones amistosas. Él mismo compuso algunas piezas para la obra.

De éstas, como de las anteriores regulaciones de Wittenberg, Lutero publicó un relato formal. Apareció a principios del año siguiente (1526), bajo el título de La misa alemana y el orden del culto divino en Wittenberg. Pero en esta publicación se guardó, desde el principio, de que el nuevo servicio se interpretara como una ley de obligada necesidad, o se convirtiera en un medio para inquietar la conciencia. En este asunto, como en otros, deseaba sobre todo que se tuviera en cuenta a los hermanos débiles y sencillos, a los que aún tenían que ser formados y edificados como cristianos.

Es más, lo había destinado a un pueblo entre el que, como él decía, muchos no eran cristianos en absoluto, sino que la mayoría se quedaba mirando, por el mero hecho de ver algo nuevo, como si se estuviera realizando un servicio cristiano entre turcos y paganos. La primera cuestión con ellos era cómo atraerlos públicamente a una confesión de fe y al cristianismo. También pensó, en esta época, en otro tipo de servicio evangélico, y como él lo llamó, verdadero, para el que, sin embargo, el pueblo aún no estaba preparado. Su idea era que todos los individuos que fueran cristianos en serio, y estuvieran dispuestos a confesar el Evangelio, se inscribieran por su nombre, y se reunieran para orar, para leer la Palabra de Dios, para administrar los Sacramentos y para ejercer obras de piedad cristiana.

Para una asamblea de este tipo, y para su culto a Dios, no contemplaba ninguna forma elaborada de liturgia, sino, por el contrario, simplemente un medio "breve y adecuado" para "dirigir a todos en común a la Palabra, la oración y la caridad", y además de esto, un ejercicio regular de la disciplina congregacional y un cuidado cristiano de los pobres, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles. Pero por el momento, decía, debía renunciar a esta idea de una congregación simplemente por la falta de personas adecuadas para componerla. Esperaría "hasta que se encontraran cristianos lo suficientemente serios con respecto a la Palabra como para ofrecerse para ello, y adherirse a ella"; de lo contrario, sólo serviría para generar un "espíritu de facción", si intentaba llevarlo a cabo él solo; porque los alemanes, decía, eran un pueblo salvaje, y muy difícil de tratar, a menos que la extrema necesidad les obligara. El Elector, sin embargo, asintió de buen grado a este proyecto, y se propuso proponerlo como modelo para otras iglesias de sus dominios.

En este punto, sin embargo, se abrió un campo de acción más amplio, cuyos detalles no podían comprenderse de un solo vistazo, y que parecía requerir un cuidado mayor, y la guía y el apoyo de poderes y autoridades superiores. En muchos lugares, aún no se había hecho nada, o en todo caso nada de carácter estable y bien ordenado, para la reconstrucción de la Iglesia y la satisfacción de las necesidades espirituales en un sentido evangélico. No había ninguna Iglesia colectiva, ni ningún cargo eclesiástico existente por cuya influencia y autoridad se hubieran podido hacer reformas, y se hubiera establecido una nueva organización.

Éste era un grave estado de necesidad en el que, tal vez, el clero existente y la mayoría o la flor de sus congregaciones ya eran unánimes y decididos en su confesión de la doctrina evangélica. Y en un buen número de congregaciones, en efecto, entre la gran masa de la gente del campo, prevalecía en un grado peculiar esa falta de comprensión, de pensamiento maduro y de simpatía interior, que Lutero notaba incluso entre muchos de sus wittenbergenses. Los obispos, en sus visitas a Sajonia bajo el Elector Federico, no habían podido frenar ya el progreso de la nueva enseñanza, y no se atrevían a una nueva interferencia.

Y sin embargo, esta enseñanza, como Lutero sabía mejor que nadie, aún no había logrado, a pesar de toda su popularidad, penetrar en las almas de los hombres. En gran medida, las masas parecían seguir siendo estólidas e indiferentes. Incluso entre el clero, muchos eran tan inestables, tan oscuros y tan incompetentes, que no lograban ningún progreso con sus congregaciones. Había incluso algunos entre ellos que estaban dispuestos, según las circunstancias, a adoptar los usos de la antigua o de la nueva Iglesia. En algunos lugares las nuevas prácticas eran combatidas como innovaciones, especialmente por varios nobles, y por los sacerdotes, que dependían de los nobles: si se quería romper tal oposición, sólo podía hacerse mediante la autoridad y el poder del soberano local. Por último, y aparte de todo esto, el nuevo sistema eclesiástico se veía amenazado de una inminente perturbación y disolución por la insuficiencia o el mal uso de los fondos necesarios para su sostenimiento. Los ingresos habituales estaban disminuyendo; ya no se hacían pagos por las misas privadas; y muchos de los nobles, incluso los que seguían adheridos al antiguo sistema, comenzaron a secularizar los bienes de la Iglesia. "Si no se toman medidas", decía Lutero, "para asegurar una disposición adecuada y un mantenimiento correcto para los ministros y predicadores, dentro de poco no habrá ni casas parroquiales ni escuelas dignas de mención, y el culto divino y la Palabra de Dios llegarán a su fin".

La primera cuestión era establecer los principios sobre los que debía basarse una nueva organización de la Iglesia.

Las opiniones anteriores expresadas por Lutero, especialmente en su Discurso a la nobleza alemana, podían haber hecho esperar que el nuevo sistema eclesiástico conforme a sus ideas tuviera que construirse, por usar una expresión moderna, desde abajo, es decir, sobre la base del sacerdocio universal de todos los cristianos bautizados, que ahora, por lo tanto, después de escuchar y recibir la Palabra del Evangelio, habrían procedido a organizarse y a constituirse en una nueva comunidad.

Lutero también había asignado en ese tratado, como hemos visto, ciertos deberes a las autoridades civiles incluso en lo que respecta a los asuntos eclesiásticos; y ahora, por profunda y dolorosa convicción, confesaba que la gran masa del pueblo no era todavía genuinamente cristiana, sino que necesitaba medios públicos de atracción que la acercaran al cristianismo. Más adelante nos encontramos con su idea de una "misa alemana", que implicaba una unión y asamblea voluntarias de cristianos genuinos, tal como la había explicado tres años antes en un sermón.

Había aquí al menos elementos, se podría pensar, suficientes para constituir un sistema independiente de congregaciones. Poco después, en octubre de 1526, un sínodo de Hesse, convocado por el landgrave Felipe en Homberg, adoptó realmente el proyecto de una constitución, que disponía que aquellos cristianos que reconocieran la Palabra de Dios debían inscribirse voluntariamente como miembros de una hermandad o congregación cristiana evangélica, que elegiría en asamblea a sus pastores y obispos, y que estos últimos, junto con otros diputados, constituirían un sínodo general para la Iglesia nacional.

Pero Lutero, fiel a su convicción, expresada anteriormente, de que no había hombres adecuados para tal institución, declaró ahora su opinión a Felipe, de que no tenía la audacia de llevar a cabo tal cúmulo de normas, y de que la gente no estaba tan capacitada para ellas como se imaginaban los que se sentaban y las hacían. Además, no podía tolerar la idea de que la masa de los que quedaban fuera de esta comunidad, y que eran considerados, según el plan de Homberg, como paganos, fueran abandonados a su suerte, sin predicadores de la Palabra, y sobre todo, sin bautismo ni educación cristiana para sus hijos. Además de esto, se adhería firmemente a su creencia, que ya hemos notado mucho antes, de que ciertos deberes con referencia a la religión y la Iglesia incumbían a las autoridades civiles, los príncipes y los magistrados, en común con todo el resto de la cristiandad.

Era su deber, declaraba en aquellos escritos suyos anteriores, prohibir, por la fuerza si era necesario, los procedimientos de aquellos sacerdotes que eran hostiles al evangelio. Ahora aplicaba la idea y la definición de prácticas idólatras externas al sistema papal de culto público y al sacrificio de la misa. Suprimir estas prácticas, decía, era el deber de aquellas autoridades que velaban por las relaciones externas de la vida: tal era su exigencia contra los católicos de Altenburgo. Por otra parte, esta provincia de la vida externa y de las normas externas abarcaba también los medios materiales necesarios para el mantenimiento externo de la Iglesia. Y sólo era un paso más para que esas autoridades prohibieran cualquier exposición pública de doctrinas que consideraran en desacuerdo con la Palabra de Dios, y nombraran también predicadores de esa Palabra; es más, que emprendieran, en definitiva, el establecimiento y la preservación de la constitución de la Iglesia, en la medida en que ésta fuera externa, necesaria e incapaz de ser establecida por ningún otro poder. El propio Elector Juan ya había anunciado el 16 de agosto de 1525 en su palacio de Weimar al clero reunido del distrito, "que el evangelio debía ser predicado, puro y simple, sin ningún añadido por parte del hombre".

En tales circunstancias, y partiendo de tales opiniones, Lutero instó ahora al Elector a que emprendiera una regulación integral de la Iglesia. Tan pronto como hubo cumplido con sus deberes en la universidad y completado su nuevo Servicio de la Iglesia en alemán, dirigió sus esfuerzos a una "Reforma de las parroquias" general. Esto, como dijo en una carta a finales de septiembre, era ahora la piedra de tropiezo que tenía ante sí. El 31 de octubre de 1525, aniversario de sus noventa y cinco tesis, representó al Elector que, ahora que se había completado la reorganización de la universidad y la regulación del culto público, aún quedaban dos puntos que exigían la atención y el cuidado de su Alteza, como autoridad temporal suprema en su país.

Uno de ellos era la miserable condición de las parroquias, en general; el otro era la propuesta de que el Elector, como Lutero ya le había aconsejado en Wittenberg, instituyera también una inspección de la administración civil de sus consejeros y funcionarios, sobre la que había quejas en todas partes, tanto en las ciudades como en los distritos rurales. Con respecto al primer punto, pasó a explicar, al recibir una amable respuesta del Elector, que la gente que deseaba tener un predicador evangélico debía ser obligada a contribuir con los ingresos adicionales necesarios; y propuso que el país se dividiera en cuatro o cinco distritos, cada uno de los cuales debía ser visitado por dos comisarios nombrados por el príncipe. A continuación, procedió a considerar el mantenimiento externo del clero parroquial, y los medios necesarios para tal fin. Sugirió además que los ministros de edad avanzada, o incapaces de predicar, pero por lo demás de vida y conducta piadosas, fueran instruidos para leer en voz alta, en persona o por medio de un diputado, el Evangelio, junto con las Postillas o breves homilías.

Con respecto a aquellas parroquias en las que el nombramiento de un predicador evangélico era indiferente o incluso repugnante, no expresó por el momento ninguna opinión; pero en sus propuestas posteriores asumió el establecimiento de predicadores evangélicos en todo el país. Expresa su convicción de que el Elector prestará sus servicios a Dios en estas reformas de la Iglesia, como un fiel instrumento en sus manos, "porque", como dice, "vuestra Alteza es suplicada y requerida para ello por nosotros, y por la propia necesidad apremiante, y, por lo tanto, seguramente por Dios".

Por muy dispuesto que estuviera el Elector Juan a escuchar las palabras y exhortaciones de Lutero, le resultaba difícil, sin embargo, iniciar de inmediato una empresa tan vasta como la que se le imponía. Lutero era muy consciente, como él mismo dijo a Juan, de que los asuntos de importancia podían retrasarse fácilmente en la corte, "por la abrumadora presión de los negocios"; y que las casas principescas tenían mucho que hacer, y que era necesario importunarlas con perseverancia. Conocía a su príncipe, que con la mejor voluntad posible, no era lo suficientemente enérgico con los que le rodeaban; y entre estos últimos sospechaba que muchos eran indiferentes y egoístas con respecto a los asuntos de la religión y la Iglesia. La tarea, sin embargo, que ahora tenía ante sí, era aún más difícil y complicada de lo que el propio Lutero había imaginado al principio, cuando dio forma y expuso su idea.

Pasó todo un año antes de que el proyecto se abordara de forma integral. Sólo en el distrito de Borna, en enero de 1526, se realizó una inspección de las parroquias por parte de Spalatin y un funcionario civil del príncipe; y otra se celebró durante la Cuaresma en el distrito de Tenneberg, en Turingia, en la que participó activamente el amigo de Lutero, Myconius de Gotha, que después fue uno de los reformadores más destacados de Turingia. Mientras tanto, sin embargo, el clero en general recibió instrucciones del Elector para que realizara el culto público de la manera prescrita por la Misa alemana de Lutero.

En el transcurso del verano, el desarrollo de los asuntos generales del imperio permitió que la deseada cooperación de las autoridades civiles en la obra de la Reforma se estableciera sobre una base legal. Y sin embargo, precisamente ahora, la situación, en lo que respecta a la causa evangélica, se había vuelto más crítica que en ningún otro momento anterior desde la Dieta de Worms. Porque el emperador Carlos había terminado, con una brillante victoria, la guerra con Francia, que le había obligado a dejar su Edicto en suspenso; y la paz concluida con el rey Francisco, capturado, en enero de 1526, en Madrid, fue designada por los dos monarcas como destinada a permitirles tomar las armas cristianas en común para la expulsión de los infieles y la extirpación de las herejías luterana y de otro tipo. El Emperador dirigió una amonestación a algunos príncipes de Alemania, ordenándoles que tomaran medidas en consecuencia, y un buen número de ellos celebraron una conferencia sobre el tema. Contra el peligro que así amenazaba, el partido evangélico formó la Liga de Torgau. Pero tan pronto como el rey Francisco estuvo en libertad y de vuelta en Francia, rompió la paz tan solemnemente contraída.

El Papa Clemente, a quien esta paz había ofrecido una perspectiva tan espléndida de purificar y unir a la cristiandad, dio más importancia a sus intereses políticos y a sus posesiones temporales en Italia, que eran objeto de tan celosa rivalidad y contienda entre él, el Emperador y el Rey. Aterrorizado por el poder abrumador del Emperador, el Santo Padre hizo uso de sus credenciales divinas para absolver al rey francés de su juramento, y él mismo concluyó una alianza guerrera con él contra Carlos, que recibió el nombre de "Liga Santa". Myconius comentó sobre este pacto que "todo lo que hacen los Papas debe llamarse santísimo, porque son tan santos que incluso Dios, el Evangelio y todo el mundo, deben yacer a sus pies". Mientras tanto, los turcos avanzaban desde Oriente sobre Alemania. Así ocurrió que una Dieta en Espira, que parecía originalmente haber sido convocada para la ejecución final del Edicto de Worms, condujo al Receso Imperial del 27 de agosto de 1526, en el que se declaraba que hasta que el Concilio General, o al menos Nacional de la Iglesia, que se pedía, fuera convocado, cada Estado debía, en todos los asuntos pertenecientes al Edicto de Worms, "vivir, gobernar y comportarse como creyera que podía responder ante Dios y el Emperador".

Lutero se dirigió de nuevo a Juan el 22 de noviembre de 1526, "no habiendo presentado ninguna súplica ante su Alteza Electoral durante mucho tiempo". Los campesinos, decía, eran tan ingobernables y tan desagradecidos por la Palabra de Dios, que casi tenía la intención de dejarles seguir viviendo como cerdos, sin predicador, pero que, en cualquier caso, había que cuidar de sus pobres hijos pequeños. En esta carta expuso algunos principios importantes sobre el deber del poder civil y del Estado. El príncipe, declaró, era el supremo guardián de los jóvenes, y de todos los que necesitaban su protección.

Todas las ciudades y pueblos que pudieran permitirse los medios, debían ser obligados a mantener escuelas y predicadores, al igual que estaban obligados a pagar impuestos para puentes, caminos y otras necesidades locales. En apoyo de esta exigencia, apeló al mandato directo de Dios, y al estado universal de indigencia que prevalecía. Si se descuidaba ese deber, el país estaría lleno de salvajes vagabundos. Con respecto a los conventos y demás fundaciones religiosas, declaró que, tan pronto como se hubiera eliminado el yugo papal de la tierra, pasarían al príncipe como jefe supremo; y entonces sería su deber, por muy oneroso que fuera, regular tales asuntos, ya que nadie más tendría el poder de hacerlo. Advirtió especialmente al Elector que no permitiera que los nobles se apropiaran de los bienes de los conventos, "como ya se habla, y como algunos de ellos están haciendo en realidad".

Habían sido fundados, decía, para el servicio de Dios: todo lo que fuera superfluo podía ser aplicado por el Elector a las exigencias del estado o al socorro de los pobres. A sus amigos, Lutero se quejaba con dolor y amargura de algunos cortesanos del Elector, que después de haber cerrado siempre sus oídos a la religión y al evangelio, ahora se reían de los ricos despojos que se avecinaban, y se burlaban de la libertad evangélica.

La obra comenzó ahora en serio. El Elector hizo que se prepararan las normas necesarias en Wittenberg, en una conferencia entre su canciller Brück, Lutero y otros. En febrero de 1527 se nombraron visitadores, y entre ellos estaba Melanchthon. Comenzaron sus trabajos enseguida en el distrito al que pertenecía Wittenberg, pero de sus procedimientos aquí no se sabe nada más. En julio tuvo lugar la primera visita a gran escala en Turingia.

Precisamente en esta época, sin embargo, Lutero se vio afectado por graves sufrimientos corporales y también por problemas en su hogar, mientras que la visita y la vida académica en Wittenberg tuvieron que experimentar una interrupción.

El primer año de vida matrimonial de Lutero había sido feliz. Sin embargo, ya entonces habían aparecido síntomas de un trastorno físico, el cálculo, que en años posteriores se volvió extremadamente doloroso y peligroso.

El 7 de junio de 1526, como anunció a su amigo Rühel, su "querida Kate le trajo, por la gran misericordia de Dios, un pequeño Hans Lutero", su primogénito. Con alegría y agradecimiento, como dice en otra carta, ahora cosechaban los frutos y las bendiciones de la vida matrimonial, de la que el Papa y sus criaturas no eran dignos.

En medio de todas sus diversas labores en teología y para la Iglesia, y en la preparación de la visita, tomó su parte en los cuidados de su casa, dispuso el jardín adjunto a sus aposentos en el convento, hizo que se construyera un pozo, y encargó semillas de Nuremberg a través de su amigo Link, y rábanos de Erfurt. Al mismo tiempo, escribió a Link para pedirle herramientas para tornear, que deseaba practicar con su criado Wolf o Wolfgang Sieberger, ya que los "bárbaros de Wittenberg" estaban demasiado atrasados en el arte; y estaba ansioso, en caso de que el mundo ya no quisiera mantenerle como ministro de la Palabra, de aprender a ganarse la vida con su trabajo manual.

A principios de enero de 1527, sufrió un repentino ataque de sangre al corazón. Por poco resulta fatal en el momento, pero afortunadamente pronto desapareció. El 6 de julio le siguió un ataque de enfermedad, acompañado de una profunda opresión y ansiedad mental, cuyos efectos se prolongaron durante mucho tiempo. En la mañana de ese día, presa de la angustia del alma, mandó llamar a su fiel amigo y confesor Bugenhagen, escuchó sus palabras de consuelo de la Biblia, y con perseverante oración se encomendó a sí mismo y a sus seres queridos a Dios. Por consejo de Bugenhagen, fue entonces a un desayuno al que le había invitado el mariscal hereditario del Elector, Hans Löser. Comió poco en la comida, pero estuvo lo más alegre posible con sus compañeros.

Después de terminada, trató de refrescarse conversando con Jonás en su jardín, y le invitó a él y a su esposa a pasar la tarde en su casa. A su llegada, sin embargo, se quejó de un ruido de corriente y canto, como el de las olas del mar, en su oído izquierdo, y que después le recorrió la cabeza con un dolor intolerable, como una tremenda ráfaga de viento. Quiso irse a la cama, pero se desmayó junto a la puerta de su dormitorio, después de pedir agua a gritos. Le echaron agua fría encima y volvió en sí. Comenzó a rezar en voz alta, y habló con seriedad de las cosas espirituales, aunque un breve desmayo se apoderó de él en el intervalo.

El médico Agustín Schurf, que fue llamado, ordenó que se calentara su cuerpo, ahora completamente frío. También se volvió a llamar a Bugenhagen. Lutero dio gracias al Señor por haberle concedido el conocimiento de su santo Nombre; que se hiciera la voluntad de Dios, tanto si le dejaba morir, lo que sería una ganancia para él, como si le permitía seguir viviendo en la carne, y trabajar. Llamó a sus amigos para que dieran testimonio de que hasta su fin estaba seguro de haber enseñado la verdad según el mandato de Dios. Aseguró a su esposa, con palabras de consuelo, que a pesar de todos los chismes del mundo ciego ella era su esposa, y la exhortó a descansar únicamente en la Palabra de Dios. Luego preguntó: "¿Dónde está mi querido Hans?".

El niño sonrió a su padre, que le encomendó con su madre al Dios que es Padre de los huérfanos y juez de la causa de la viuda. Señaló algunas copas de plata que le habían regalado, y que deseaba dejar a su esposa. "Ya sabéis", añadió, "que no tenemos nada más". Después de una profusa sudoración mejoró, y al día siguiente pudo levantarse para comer. Dijo después que creía que se estaba muriendo, en manos de su esposa y de sus amigos, pero que el paroxismo espiritual que había precedido había sido algo mucho más difícil de soportar para él.

Lutero, después de recuperarse de este ataque, seguía quejándose de debilidad en la cabeza, y su opresión interior y su angustia espiritual se renovaron y se intensificaron. El 2 de agosto dijo a Melanchthon, que entonces estaba ocupado con su visita en Turingia, que había estado zarandeado durante más de una semana en las agonías de la muerte y el infierno, y que sus miembros aún temblaban en consecuencia.

Mientras aún se encontraba en este estado de sufrimiento, llegaron noticias de que la peste se acercaba a Wittenberg, es más, que ya había estallado en la ciudad. Es bien sabido cómo este terrible azote había hecho estragos repetidamente en Alemania, y lo ruinoso que había sido, por el pánico que le precedía y le acompañaba. La universidad, por miedo a la epidemia, fue trasladada ahora a Jena.

Lutero, sin embargo, decidió, junto con Bugenhagen, a quien ayudaba como predicador, permanecer lealmente con la congregación, que ahora más que nunca necesitaba su ayuda espiritual: aunque su Elector le escribió en persona diciéndole: "Nos gustaría, por muchas razones, así como por su propio bien, no verle separado de la universidad... Háganos pues el favor". Escribió a un amigo: "No estamos solos aquí; sino que Cristo, y vuestras oraciones, y las oraciones de todos los santos, junto con los santos ángeles, están con nosotros".

La peste había estallado realmente, aunque no con la violencia que el pánico universal habría hecho suponer. Lutero pronto contó dieciocho cadáveres, que fueron enterrados cerca de su casa, en la puerta de Elster. La epidemia avanzó desde el barrio de los pescadores hacia el centro de la ciudad: aquí la primera víctima que se llevó murió casi en los brazos de Lutero: la esposa del burgomaestre Tilo Denes. A sus amigos de otros lugares, Lutero les envió informes consoladores, y reprimió todos los relatos exagerados. Su amigo Hess de Breslau le preguntó "si era propio de un cristiano huir cuando la muerte le amenazaba". Lutero le respondió con una carta pública, en la que exponía todo el deber de los cristianos en este sentido. De los estudiantes, al menos unos pocos permanecieron en Wittenberg. Para ellos comenzó ahora un nuevo curso de clases.

Los sufrimientos espirituales de Lutero siguieron afligiéndole durante varios meses, y hasta finales de año. Aunque los conocía, decía, desde su juventud, nunca pudo esperar que fueran tan severos. Los encontraba muy similares a los ataques y luchas que había tenido que soportar en sus primeros años de vida. La invasión de la peste, y la separación de todos sus amigos íntimos, excepto Bugenhagen, debieron de contribuir a aumentarlos.

Precisamente ahora se sintió profundamente conmocionado y agitado por la noticia de la muerte de un fiel compañero en la fe, el ministro bávaro Leonardo Käser o Kaiser, que fue quemado públicamente el 16 de agosto de 1527 en la ciudad de Scherding. Lutero estalló, como había hecho tras el martirio de Enrique de Zütphen, en un lamento por su propia indignidad en comparación con tales héroes. Publicó un relato de Leonardo y su fin, que le había enviado Miguel Stiefel, añadiendo un prefacio y una conclusión propios. Por la misma época compuso un tratado de consuelo para la congregación evangélica de Halle del Saale, cuyo ministro Winkler había sido asesinado el pasado mes de abril.

En otoño, Erasmo publicó un nuevo tratado polémico contra él, que con razón describió como un producto de serpientes; y ahora se encontraba en medio de la contienda entre Zwinglio y Ecolampadio. Exclamó una vez en una carta a Jonás: "¡Ojalá Erasmo y los sacramentarios (Zwinglio y sus amigos) pudieran conocer por un cuarto de hora la miseria de mi corazón! Estoy seguro de que entonces se convertirían honestamente. Ahora mis enemigos viven, y son poderosos, y amontonan tristeza sobre tristeza sobre mí, a quien Dios ya ha aplastado contra la tierra".

La pestilencia pronto llegó a sus amigos. La esposa del médico Schurf, que entonces vivía en la misma casa que él, fue atacada por ella, y sólo se recuperó lentamente hacia principios de noviembre. En la casa parroquial, la esposa del capellán o diácono Jorge Rörer sucumbió a ella el 2 de noviembre, con lo que Lutero se llevó a Bugenhagen y a su familia de la casa presa del pánico a su propia vivienda. Pero poco después aparecieron síntomas peligrosos en una amiga, Margarita Mocha, que entonces se alojaba con la familia de Lutero, y que en realidad estaba enferma de muerte. Su propia esposa estaba entonces cerca de dar a luz. Lutero estaba más preocupado por ella, ya que la esposa de Rörer, cuando estaba en el mismo estado, había enfermado y muerto.

Pero Frau Lutero permaneció, como él dice, firme en la fe, y conservó la salud. Por último, hacia finales de octubre, su pequeño hijo Hans enfermó, y durante doce días enteros no quiso comer. Cuando volvió a cumplirse el aniversario de las noventa y cinco tesis, Lutero escribió a Amsdorf contándole estos problemas y ansiedades, y concluyó con las siguientes palabras: "Así que ahora hay luchas fuera y terror dentro... Es un consuelo que debemos oponer a la malicia de Satanás, que tenemos la Palabra de Dios, con la que salvar las almas de los fieles, aunque el diablo devore sus cuerpos... Rezad por nosotros, para que podamos soportar con valentía la mano del Señor, y vencer el poder y la astucia del diablo, ya sea por la muerte o por la vida. Amén. Wittenberg: Día de Todos los Santos, décimo aniversario del golpe mortal a las indulgencias, en agradecido recuerdo del cual ahora estamos brindando".

Poco tiempo después, Lutero pudo enviar a Jonás noticias algo mejores sobre la enfermedad en casa, aunque seguía suspirando con profunda opresión interior; "Sufro", decía, "la ira de Dios, porque he pecado a sus ojos. El Papa, el Emperador, los príncipes, los obispos y todo el mundo me o dian, y, como si eso no fuera suficiente, mis hermanos también (se refiere a los sacramentarios) tienen que afligirme. Mis pecados, la muerte, Satanás con todos sus ángeles, todo se enfurece sin cesar; y ¿qué podría consolarme si Cristo me abandonara, por quien me odian? Pero Él nunca abandonará al pobre pecador". A continuación, siguen las palabras citadas anteriormente sobre Erasmo y los sacramentarios.

Hacia mediados de diciembre, la peste fue remitiendo gradualmente. Lutero escribe desde su casa el día 10 de ese mes: "Mi pequeño está bien y feliz de nuevo. La esposa de Schurf se ha recuperado. Margarita ha escapado de la muerte de una manera maravillosa. Hemos ofrecido cinco cerdos, que han muerto, en nombre de los enfermos". Y al volver a casa ese día para comer, después de su clase, su esposa dio a luz felizmente a una pequeña hija, que recibió el nombre de Isabel.

A sus propios sufrimientos interiores, Lutero se sobrepuso con la fuerza fortalecedora de la convicción de que incluso en éstos su Señor y Salvador estaba con él, y de que Dios los había enviado para su propio bien y el de los demás; es decir, para su propia disciplina y humillación. Se aplicaba a sí mismo las palabras de San Pablo: "Como moribundos, y he aquí que vivimos"; es más, no deseaba verse libre de su carga, si con ello se glorificaba a su Dios y Salvador.

El famoso himno de Lutero, Ein' feste Burg ist unser Gott, apareció por primera vez, como se ha demostrado recientemente, en un pequeño libro de himnos, a principios del año siguiente. Podemos ver en él, en efecto, una prueba de lo ansiosa que fue aquella época para Lutero. Se corresponde con sus palabras, ya citadas, en el aniversario de la Reforma.

Con el cese de la pestilencia y el regreso de sus amigos, el nuevo año parece haberle traído también un cambio saludable en su condición física; pues sus sufrimientos, que eran causados por una circulación impedida, disminuyeron sensiblemente.

Desde el estallido, y durante la continuación de la peste, la obra de la visita a la Iglesia había quedado suspendida. Melanchthon, sin embargo, que había seguido a la universidad a Jena, recibió mientras tanto el encargo de preparar provisionalmente algunas normas e instrucciones para la acción ulterior en este asunto, y en agosto, Lutero recibió los artículos que había redactado para su examen y aprobación.

Estos artículos o instrucciones comprendían los principios fundamentales de la doctrina evangélica, tal como debían ser aceptados en adelante por las congregaciones. Fueron redactados con especial atención al "hombre común y corriente", que con demasiada frecuencia parecía carecer de los primeros rudimentos de la fe y la vida cristianas, y también con atención a muchos de los que confesaban la nueva enseñanza, que, como Melanchthon percibía, no eran acusados injustamente de permitir que la palabra de la fe salvadora se convirtiera en un "manto de malicia", y que llenaban sus sermones más bien de ataques contra el Papa que de palabras de edificación.

Melanchthon decía sobre este punto que "los que se imaginan que han vencido al Papa, no han vencido realmente al Papa". Y mientras enseñaba que los que estaban turbados por sus pecados sólo tenían que tener fe en su perdón por los méritos de Cristo, para ser justificados a los ojos de Dios y encontrar consuelo y paz, sin embargo, quería que se recordara seria y especialmente al pueblo que esta fe no podía existir sin un verdadero arrepentimiento y el temor de Dios; que tal consuelo sólo podía sentirse donde tal temor estuviera presente, y que para lograr este fin la ley de Dios, con sus exigencias y amenazas de castigo, operaría eficazmente sobre el alma.

El propio Lutero había enseñado muy explícitamente, y de acuerdo con su propia experiencia de vida, que la fe que salva mediante el gozoso mensaje de la gracia de Dios sólo podía surgir en un corazón ya inclinado y humillado por la ley de Dios, y que, habiendo surgido, estaba obligada a emplearse activamente en frutos de arrepentimiento; aunque, al exponer esta doctrina, tal vez no había ajustado tan equitativamente las condiciones, como Melanchthon había hecho aquí. Sin embargo, ahora se levantó un clamor entre los romanistas, de que Melanchthon ya no se atrevía a defender la doctrina luterana; por supuesto, les convenía lanzar una piedra de esta manera a Lutero y a su enseñanza.

Pero lo que era mucho más importante, se levantó un ataque contra Melanchthon desde el círculo de sus amigos inmediatos. Agrícola de Eisleben, por ejemplo, no quería oír hablar de un arrepentimiento que surgiera de tales impresiones producidas por la Ley y el temor al castigo. La conversión del pecador, declaraba, debía proceder única y exclusivamente del conocimiento consolador del amor y la gracia de Dios, tal como se revelan en su mensaje al hombre: de ahí, además, y sólo de ahí, procedía el temor propio de Dios, un temor, no a su castigo, sino a Él mismo. Esta distinción no la había encontrado en las instrucciones de Melanchthon. Era la primera vez que una disputa dogmática amenazaba con estallar entre los que hasta entonces habían estado realmente unidos en el terreno común de la doctrina luterana.

Lutero, por el contrario, aprobó el proyecto de Melanchthon, y encontró poco que modificar en él. Lo que decían sus oponentes no le perturbaba; tranquilizaba las dudas del Elector al respecto. Quienquiera que emprendiera algo en la causa de Dios, decía, debía dejar al diablo su lengua para balbucear y decir mentiras contra ello. Le complacía especialmente que Melanchthon hubiera "expuesto todo de una manera tan sencilla para el pueblo llano". Las distinciones y sutilezas doctrinales estaban fuera de lugar en una obra así. Incluso Agrícola, que quería ser más luterano que el propio Lutero, fue silenciado.

La obra de Melanchthon, después de haber sido sometida por el Elector a un completo escrutinio y crítica en varios lugares, fue publicada por orden suya en marzo de 1528, con un prefacio escrito por Lutero, como Instrucciones de los Visitadores a los párrocos del Electorado de Sajonia. En este prefacio, Lutero señalaba lo importante y necesario que era para la Iglesia tal supervisión y visita. Explicaba, como razón por la que el Elector asumía este cargo y enviaba visitadores, que como los obispos y arzobispos habían sido infieles a su deber, no se había encontrado a nadie más que fuera de su incumbencia especial, o que tuviera alguna orden de atender tales asuntos. En consecuencia, se había pedido al soberano local, como autoridad temporal ordenada por Dios, que prestara este servicio al evangelio, por caridad cristiana, ya que, en su calidad de gobernante civil, no estaba obligado a hacerlo.

Del mismo modo, Lutero describió después a los soberanos evangélicos como "obispos provisionales" (Nothbischöfe). Al mismo tiempo, las instrucciones para la visita introdujeron ahora en los distritos más pequeños el cargo de superintendente como uno de supervisión permanente.

En el transcurso del verano se hicieron los preparativos para una visita a gran escala, que abarcara todo el país. La intención original había sido la de ocuparse, por medio de una sola comisión, de los distintos distritos por turnos. Tal procedimiento habría conllevado necesariamente, como se admitía, mucha demora y otros inconvenientes. En consecuencia, se adoptó un método más amplio, consistente en dejar que diferentes comisiones trabajaran simultáneamente en los distintos distritos. Cada una de estas comisiones estaba formada por un teólogo y algunos laicos, juristas y consejeros de estado, u otros funcionarios. Lutero fue nombrado jefe de la comisión para el distrito electoral. La obra se inició antes en algunos distritos que en otros. La comisión de Lutero fue la primera en comenzar, el 22 de octubre, y al parecer en la diócesis de Wittenberg.

Lutero ya había emprendido voluntariamente, desde el 12 de mayo, una nueva y onerosa labor. Bugenhagen había abandonado Wittenberg ese día para dirigirse a la ciudad de Brunswick, donde, a petición del ayuntamiento local, llevó a cabo la obra de reforma de la Iglesia, hasta su partida en octubre con el mismo fin a Hamburgo, donde permaneció hasta el mes de junio siguiente. Lutero asumió sus funciones pastorales en su ausencia, y predicó regularmente tres o cuatro veces por semana. Sin embargo, también participó en la obra de la visita; el distrito que se le asignó no le llevó muy lejos de Wittenberg. Permaneció allí, dedicado activamente a esta obra, durante los meses siguientes, y con algunos pocos intervalos, hasta la primavera. Desde finales de enero de 1529, volvió a sufrir durante algunas semanas de vértigo y un ruido en la cabeza; no sabía si era agotamiento o los golpes de Satanás, y suplicaba a sus amigos sus oraciones en su favor, para que pudiera continuar firme en la fe.

Las deficiencias y necesidades que la visita sacó a la luz correspondían a lo que Lutero había esperado. En su propio distrito, la situación era comparativamente favorable; felizmente, un tercio de las parroquias tenían al Elector como patrón, y en las ciudades los magistrados habían cumplido, al menos en cierta medida, sus deberes satisfactoriamente. El clero, en su mayor parte, era lo suficientemente bueno para las escasas exigencias con las que, en las circunstancias existentes, sus feligreses tenían que contentarse. Pero las cosas eran peores en muchas otras partes del país. Un ejemplo grosero de la ruda ignorancia que entonces prevalecía, no sólo entre la gente del campo, sino incluso entre el clero, se encontró en un pueblo cerca de Torgau, donde el viejo sacerdote apenas era capaz de repetir el Padrenuestro y el Credo, pero tenía gran reputación en todas partes como exorcista, y hacía un buen negocio en ese ramo.

Con frecuencia había que expulsar a los sacerdotes por inmoralidad grave, embriaguez, matrimonios irregulares y otras ofensas similares; a muchos de ellos había que prohibirles que tuvieran cervecerías y que ejercieran otros oficios mundanos. Por otra parte, apenas oímos hablar de sacerdotes tan adictos al sistema romano como para poner dificultades a los visitadores. La pobreza y la indigencia, según informa Lutero, se encontraban por todas partes. Lo peor era la primitiva ignorancia del pueblo llano, no sólo en el campo, sino también en parte en las ciudades. Se nos habla de un lugar donde los campesinos no sabían ni una sola oración; y de otro, donde se negaban a aprender el Padrenuestro, porque era demasiado largo. Las escuelas rurales eran universalmente raras. Los visitadores tenían que contentarse con que el secretario enseñara a los niños el Padrenuestro, el Credo y los Diez Mandamientos. Al menos se exigía el conocimiento de éstos para ser admitido a la Comunión.

Lutero, en el curso de sus visitas, se mezclaba libremente con el pueblo, con la forma práctica, enérgica y cordial que le era tan peculiar.

Para el clero, que necesitaba un modelo para su predicación, y para las congregaciones, a las que sus pastores, debido a su propia incompetencia, tenían que predicar los sermones de otros, nada más adecuado para este fin que las Postillas de la Iglesia de Lutero. Se recomendaba su uso, cuando fuera necesario. Poco antes se había completado; es decir, después de que Lutero, en 1525, hubiera terminado la parte correspondiente al semestre de invierno, su amigo Roth, de Zwickau, publicó en 1527 una edición completa de sermones para los domingos del semestre de verano, y todos los días de fiesta y festivos, compilados a partir de copias impresas y manuscritos de sermones sueltos.

La tarea más urgente, sin embargo, que Lutero se sentía ahora obligado a realizar era la compilación de un Catecismo adecuado para el pueblo, y, sobre todo, para los jóvenes. Cuatro años antes se había esforzado por animar a sus amigos a escribir uno. Su Misa alemana de 1526 decía: "Lo primero que se necesita para el culto público alemán es un Catecismo tosco, sencillo y bueno"; y más adelante en ese tratado declaraba que no conocía mejor manera de impartir tal instrucción cristiana, que por medio de los Diez Mandamientos, el Credo y el Padrenuestro, porque resumían, breve y sencillamente, casi todo lo que era necesario que un cristiano supiera.

Ahora emprendió enseguida, a principios de 1529, y en medio de todos los asuntos de las visitas, una obra más amplia, que pretendía instruir al clero sobre cómo entender y explicar esos tres artículos principales de la fe, y también las doctrinas del Bautismo y la Cena del Señor. Esta obra es su llamado Catecismo Mayor, titulado originalmente simplemente Catecismo alemán.

Poco después siguió el Catecismo Menor -llamado también Enchiridión-, que contiene en forma abreviada, adaptada a los niños y a los entendimientos sencillos, el contenido de su obra mayor, expuesto aquí en forma de preguntas y respuestas. "Me he visto inducido y obligado", dice Lutero en su introducción, "a comprimir este Catecismo, o enseñanza cristiana, en esta forma modesta y sencilla, por el miserable y lamentable estado de indigencia espiritual que he encontrado recientemente en mis visitas entre el pueblo. ¡Dios me ayude! ¡Cuánta miseria he visto! El pueblo llano, especialmente los aldeanos, no sabe absolutamente nada de la doctrina cristiana, y, por desgracia, ¡muchos de los párrocos son casi demasiado ignorantes o incapaces para enseñársela!". Por lo tanto, ruega a sus hermanos clérigos que se apiaden del pueblo, que ayuden a que el Catecismo llegue a ellos, y más particularmente a los jóvenes; y con este fin, si no se les ocurre una forma mejor, que tomen estas formas ante ellos, y las expliquen palabra por palabra.

Para el uso de los pastores, añadió a este Catecismo un breve tratado sobre el matrimonio, y en la segunda edición, que siguió inmediatamente después, añadió una reimpresión de su tratado sobre el bautismo, que había publicado tres años antes.

El Catecismo satisfacía las necesidades de las mentes sencillas y de la vida cotidiana ordinaria del cristiano, proporcionando también formas de oración para levantarse, acostarse y comer, y por último un manual para los hogares, con textos bíblicos para todas las clases. Éste termina con las palabras:

Que cada uno aprenda a deletrear su lección,

Y entonces su casa prosperará.

A los clérigos, en particular, se dirigió Lutero, para que imbuyeran al pueblo de esta manera con la verdad cristiana. Pero también deseaba, como él decía, instruir a cada cabeza de familia sobre cómo "exponer esa verdad de forma sencilla y clara a sus criados", y enseñarles a rezar, y a dar gracias a Dios por sus bendiciones.

El contenido del Catecismo se limitó cuidadosamente a las verdades más elevadas, sencillas y totalmente prácticas de la enseñanza cristiana, sin ningún rastro o rasgo de polémica. En su composición, como por ejemplo en su exposición del Padrenuestro, y en sus pequeñas oraciones antes mencionadas, se sirvió de antiguos materiales. Lo excelentemente que este Catecismo, con su originalidad y claridad, su profundidad y sencillez, respondió a las necesidades no sólo de su propia época, sino de las generaciones posteriores, lo ha demostrado el hecho de que haya permanecido en uso durante siglos, y entre tantas clases diferentes de la vida y tan diversos grados de cultura. A excepción de su traducción de la Biblia, este pequeño libro de Lutero es el legado más importante y prácticamente útil que ha dejado a su pueblo.

Las visitas habían terminado cuando aparecieron los dos Catecismos, aunque todavía no se habían realizado en todas las parroquias. Acontecimientos de otro tipo y peligros que amenazaban en otros lugares exigían ahora la primera atención del Elector y de los reformadores.