La primera ocasión para la lucha que condujo a la gran división del mundo cristiano la dio ese magnífico edificio de esplendor eclesiástico que los Papas pretendían como creación del nuevo arte italiano; la construcción, en una palabra, de la Iglesia de San Pedro, que ya se había iniciado cuando Lutero estuvo en Roma.
Las indulgencias debían proporcionar los medios necesarios. Julio II había sido sucedido en la silla papal por León X. En lo que respecta al fomento de las diversas artes, al renacimiento de la antigua sabiduría y a la apertura, por ese medio, a las clases cultas y superiores de la sociedad de una fuente de rico disfrute intelectual, León habría sido el hombre adecuado para la nueva era.
Pero mientras se dedicaba activamente a estas actividades y placeres, permanecía indiferente al cuidado y al bienestar espiritual de su rebaño, al que, como vicario de Cristo, se había comprometido a alimentar.
El frívolo tono de la moral que reinaba en la sede papal se consideraba como un elemento de la nueva cultura. En cuanto a la fe cristiana, se cuenta un dicho blasfemo de León, sobre lo provechosa que había sido la fábula de Cristo. No tenía escrúpulos en procurar dinero para la nueva iglesia, que, como decía, debía proteger y glorificar los huesos de los santos Apóstoles, mediante un sucio tráfico, pernicioso para el alma.
Mientras tanto, los Papas no se avergonzaban de apropiarse libremente para sus propias necesidades de ese dinero de las indulgencias, que nominalmente era para la Iglesia y para otros objetos, como la guerra contra los turcos.
Para apreciar la naturaleza de estas indulgencias y del ataque de Lutero contra ellas, es necesario primero comprender con mayor exactitud el significado que los maestros de la Iglesia les atribuían.
La simple afirmación de que la absolución o el perdón de los pecados se vendía por dinero, debe ser en sí misma una ofensa suficiente para cualquier conciencia cristiana moral; y sólo podemos maravillarnos de que Lutero procediera con tanta prudencia y gradualidad hacia su objetivo de deshacerse de las indulgencias por completo. Pero los argumentos con los que se explicaban y justificaban no sonaban tan simples ni concisos.
El perdón de los pecados, se sostenía, debía ganarse mediante la penitencia, es decir, mediante el llamado sacramento de la penitencia, que incluía los actos de la confesión privada y la absolución sacerdotal. En éste, el padre confesor prometía al que había confesado sus pecados la absolución de los mismos, con lo que se le perdonaba la culpa y se le libraba del castigo eterno.
Se le exigía una cierta contrición de corazón, aunque fuera imperfecta, y procediera quizás sólo del temor al castigo, pero que sin embargo se consideraba suficiente, siendo suplida su imperfección por el sacramento.
Pero aunque absuelto, aún tenía que cumplir con pesadas cargas de castigo temporal, penitencias impuestas por la Iglesia y castigos que, en la remisión del castigo eterno, Dios en su justicia aún le imponía. Si no cumplía con estas penitencias en esta vida, debía, aunque ya no estuviera en peligro del infierno, expiar el resto en los tormentos del fuego del purgatorio. La indulgencia venía ahora a aliviarle.
La Iglesia se contentaba con tareas más fáciles, como, en aquella época, con una donación al sagrado edificio de Roma. E incluso esto se hacía descansar sobre una cierta base de derecho.
La Iglesia, se decía, tenía que disponer de un tesoro de méritos que Cristo y los santos, con sus buenas obras, habían acumulado ante el Dios justo, y esas riquezas debían ahora ser dispuestas por los representantes de Cristo, de manera que beneficiaran al comprador de indulgencias. De este modo, las penitencias que de otro modo tendrían que soportarse durante años se conmutaban por pequeñas donaciones de dinero, que se pagaban rápidamente.
La contrición requerida para el perdón de los pecados no se ignoraba del todo; como, por ejemplo, en los anuncios oficiales de las indulgencias, y en las cartas o certificados que concedían indulgencias a los individuos a cambio de un pago.
Pero en esos documentos, como también en los sermones que exhortaban a la multitud a comprar, se hacía hincapié, en la medida de lo posible, en el pago. También se mencionaba la confesión, y con ella la contrición, pero no se decía nada de que la remisión personal de los pecados dependiera de esto más que del dinero.
Se anunciaba el perdón perfecto de los pecados a quien, después de haberse confesado y sentido contrición, hubiera echado su contribución en la caja. Para las almas del purgatorio no se requería nada más que dinero ofrecido por ellas por los vivos. "En el momento en que el dinero tintinea en la caja, el alma salta del purgatorio". Se establecía una tarifa especial para la comisión de determinados pecados, como, por ejemplo, seis ducados por adulterio.
El tráfico de indulgencias para la construcción de San Pedro fue delegado por comisión del Papa, sobre una gran parte de Alemania, a Alberto, arzobispo de Maguncia y Magdeburgo. Nos encontraremos con este gran príncipe de la Iglesia, como ahora en relación con el origen de la Reforma, así durante su curso posterior.
Alberto, hermano del Elector de Brandeburgo, y primo del Gran Maestre de la Orden Teutónica en Prusia, se encontraba en 1517, aunque sólo tenía veintisiete años, ya a la cabeza de esas dos grandes provincias eclesiásticas de Alemania; Wittenberg también pertenecía a su diócesis de Magdeburgo.
Elevado a tal eminencia y tan rápidamente por la buena fortuna, estaba lleno de pensamientos ambiciosos. Se preocupaba poco por la teología. Le gustaba brillar como amigo del nuevo saber humanista, especialmente de un Erasmo, y como mecenas de las bellas artes, en particular de la arquitectura, y mantener una corte cuyo esplendor correspondiera a su propia dignidad y amor al arte.
Para ello sus medios eran insuficientes, sobre todo porque, al entrar en el arzobispado de Maguncia, había tenido que pagar, como era costumbre, una fuerte suma al Papa por el palio entregado para la ocasión.
Para ello se había visto obligado a pedir prestados treinta mil florines a la casa Fugger de Augsburgo, y veía sus aspiraciones incesantemente mermadas por la falta de dinero y las deudas. Consiguió al fin llegar a un acuerdo con el Papa, por el que se le permitía quedarse con la mitad de los beneficios procedentes de la venta de indulgencias, para devolver a los Fugger su préstamo.
Detrás del predicador de indulgencias, que anunciaba la misericordia de Dios a los creyentes que pagaban, estaban los agentes de esa casa comercial, que recaudaban su parte para sus principales. El monje dominico Juan Tetzel, un hombre libertino, a quien el arzobispo había nombrado su subcomisario, hacía el mayor comercio en este negocio con una audacia y un poder de declamación popular muy adecuados para su trabajo.
Los contemporáneos han descrito la pompa elevada y bien ordenada con la que tal comisario entraba en el desempeño de sus exaltadas funciones. Sacerdotes, monjes y magistrados, maestros y escolares, hombres, mujeres y niños, salían en procesión a su encuentro, con cantos y repiques de campanas, con banderas y antorchas. Entraban juntos en la iglesia en medio del repique del órgano.
En medio de la iglesia, ante el altar, se erigía una gran cruz roja, colgada con un estandarte de seda que llevaba las armas papales. Ante la cruz se colocaba un gran cofre de hierro para recibir el dinero; ejemplares de estos cofres se siguen mostrando en muchos lugares.
Diariamente, mediante sermones, himnos, procesiones alrededor de la cruz y otros medios de atracción, se invitaba e instaba al pueblo a abrazar esta incomparable oferta de salvación. Se disponía que la confesión auricular se hiciera al por mayor.
El objetivo principal era el pago, a cambio del cual los pecadores "contritos" recibían una carta de indulgencia del comisario, que, con una significativa referencia al poder absoluto que se le concedía, les prometía la absolución completa y la buena opinión de sus semejantes.
Tenemos pruebas de cómo predicaba Tetzel, y de cómo quería que fueran estos sermones sobre las indulgencias. Llamando al pueblo, convocaba a todos, y especialmente a los grandes pecadores, como los asesinos y los ladrones, a volverse a su Dios y recibir la medicina que Dios, en su misericordia y sabiduría, había dispuesto para su beneficio. San Esteban una vez había entregado su cuerpo para ser apedreado, San Lorenzo el suyo para ser asado, San Bartolomé el suyo para una muerte espantosa. ¿No sacrificarían ellos de buen grado una pequeña ofrenda para obtener la vida eterna?
De las almas del purgatorio se decía: "Ellas, vuestros padres y parientes, os gritan: 'Estamos en los más amargos tormentos; podríais liberarnos dando una pequeña limosna, y sin embargo no queréis. Os hemos dado a luz, os hemos alimentado y os hemos dejado nuestros bienes temporales; y tal es vuestra crueldad que vosotros, que tan fácilmente podríais liberarnos, nos dejáis aquí para que yazcamos en las llamas'".
A todos los que directa o indirectamente, en público o en privado, despreciaran, murmuraran o obstruyeran de algún modo estas indulgencias, se les anunciaba que, por edicto papal, ya estaban por ello bajo la prohibición de la excomunión, y sólo podían ser absueltos por el Papa o por uno de sus comisarios.
Después de que Lutero se atreviera a atacar abiertamente esta venta de indulgencias, se admitió incluso por sus defensores y los violentos enemigos del reformador, que en aquellos días "los comisarios codiciosos, los monjes y los sacerdotes, habían predicado sin pudor sobre las indulgencias, y habían hecho más hincapié en el dinero que en la confesión, el arrepentimiento y el dolor".
El pueblo cristiano estaba conmocionado y escandalizado por el abuso. Se preguntaba si realmente Dios amaba tanto el dinero, que por unos pocos peniques dejaría un alma en los tormentos eternos, o por qué el Papa no vaciaba por amor todo el purgatorio, ya que estaba dispuesto a liberar innumerables almas a cambio de una bagatela como una contribución a la construcción de una iglesia. Pero a ninguno de ellos le pareció entonces conveniente incurrir en los abusos y calumnias de un Tetzel por una palabra dicha abiertamente contra la grave mala conducta, cuyos frutos eran tan importantes para el Papa y el arzobispo.
Tetzel llegó entonces a las fronteras del dominio del Elector de Sajonia, y a las cercanías de Wittenberg. El Elector no le permitió entrar en su territorio, debido a la gran cantidad de dinero que se llevaba, y en consecuencia abrió su comercio en Jüterbok. Entre los que se confesaron con Lutero, hubo algunos que apelaron a las cartas de indulgencia que le habían comprado allí.
En un sermón predicado ya en el verano de 1516, Lutero había advertido a su congregación que no confiara en las indulgencias, y no ocultó su aversión al sistema, al tiempo que admitía sus dudas e ignorancia en cuanto a algunas cuestiones importantes sobre el tema.
Sabía que estas opiniones y objeciones entristecerían el corazón de su soberano; pues Federico, que con toda su sincera piedad compartía aún la exagerada veneración de la Edad Media por las reliquias, y había formado una rica colección de ellas en la iglesia del castillo y convento de Wittenberg, que siempre se esforzaba por enriquecer, se alegraba de la generosa oferta del Papa de indulgencias a todos los que en una exposición anual de estos tesoros sagrados hicieran sus devociones en los diecinueve altares de esta iglesia.
Unos años antes había hecho imprimir un Libro de Reliquias, que enumeraba más de cinco mil ejemplares diferentes, y mostraba cómo representaban medio millón de días de indulgencia.
Lutero relata cómo había incurrido en el disgusto del Elector por un sermón predicado en la iglesia de su castillo contra las indulgencias: sin embargo, volvió a predicar antes de la exposición celebrada en febrero de 1517. Además, había que tener en cuenta el honor y el interés de su universidad, pues aquella iglesia estaba unida a ella, los profesores eran también dignatarios del convento, y la universidad se beneficiaba de las rentas de la fundación.
Lutero era entonces, como se describió a sí mismo después, un joven doctor en teología, ardiente y recién salido de la fragua. Ardía en deseos de protestar contra el escándalo. Pero aún se contuvo y se mantuvo en silencio. Escribió, en efecto, sobre el tema a algunos de los obispos. Algunos le escucharon con agrado; otros se rieron de él; ninguno quiso dar ningún paso en el asunto.
Anhelaba ahora dar a conocer a los teólogos y eclesiásticos en general sus pensamientos sobre las indulgencias, sus propios principios, sus propias opiniones y dudas, para suscitar la discusión pública sobre el tema, y despertar y mantener la contienda. Esto lo hizo mediante las noventa y cinco tesis o proposiciones latinas que colocó en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg, el 31 de octubre de 1517, víspera del Día de Todos los Santos y del aniversario de la consagración de la iglesia.
Estas tesis pretendían ser un desafío para la disputa. Tales disputas públicas eran entonces muy comunes en las universidades y entre los teólogos, y estaban destinadas a servir como medio no sólo para ejercitar el pensamiento erudito, sino para dilucidar la verdad. Lutero encabezó sus tesis de la siguiente manera:
"Disputa para explicar la virtud de las indulgencias.- En la caridad y en el esfuerzo por sacar a la luz la verdad, se celebrará en Wittenberg una disputa sobre las siguientes proposiciones, presidida por el Reverendo Padre Martín Lutero... Los que no puedan asistir personalmente podrán discutir la cuestión con nosotros por carta. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén."
Era conforme a la costumbre general de la época que, con ocasión de una gran fiesta, se dispusieran determinados actos y anuncios, y asimismo disputas en una universidad, y se utilizaran las puertas de una iglesia colegial para colocar tales avisos.
El contenido de estas tesis muestra que su autor realmente tenía en vista tal disputa. Estaba decidido a defender con todas sus fuerzas ciertas verdades fundamentales a las que se adhería firmemente. Algunos puntos los consideraba todavía dentro del ámbito de la disputa; su deseo y objetivo era aclararlos para sí mismo discutiéndolos con otros.
Reconociendo la conexión entre el sistema de indulgencias y la visión de la penitencia que tenía la Iglesia, comienza por considerar la naturaleza del verdadero arrepentimiento cristiano; pero quería que éste se entendiera en el sentido y el espíritu que enseñaron Cristo y las Escrituras, como, en efecto, Staupitz le había enseñado primero a él. Comienza con la tesis: "Nuestro Señor y Maestro Jesucristo, cuando dice Arrepentíos, desea que toda la vida del creyente sea de arrepentimiento".
Quiere decir, como expresan las tesis posteriores, que el verdadero arrepentimiento interior, ese dolor por el pecado y el odio al propio yo pecador, del que deben proceder las buenas obras y la mortificación de la carne pecadora. El Papa sólo podía remitir su pecado al penitente en la medida en que declarara que Dios lo había perdonado.
Así pues, las tesis declaran expresamente que Dios no perdona a nadie su pecado sin hacerle someterse con humildad al sacerdote que le representa, y que reconoce los castigos impuestos por la Iglesia en su sacramento externo de la penitencia. Pero los principios rectores de Lutero se oponen constantemente a los anuncios habituales de indulgencias por parte de la Iglesia.
El Papa, sostiene, sólo puede conceder indulgencias por lo que el Papa y la ley de la Iglesia han impuesto; es más, el propio Papa sólo entiende la absolución de estas obligaciones cuando promete la absolución de todo castigo. Y sólo los vivos son objeto de esos castigos que la disciplina penitencial de la Iglesia impone: nada, según sus propias leyes, puede imponerse a los que están en el otro mundo.
Más adelante, Lutero declara: "Cuando se despierta el verdadero arrepentimiento en un hombre, la absolución completa del castigo y del pecado le llega sin necesidad de cartas de indulgencia". Al mismo tiempo, dice que tal hombre se sometería voluntariamente a un castigo autoimpuesto, es más, lo buscaría y amaría.
Sin embargo, no son las indulgencias en sí mismas, si se entienden en el sentido correcto, las que quiere que sean atacadas, sino la charlatanería de los que las vendían. Bendito, dice, el que protesta contra esto, pero maldito el que habla contra la verdad de las indulgencias apostólicas. Sin embargo, le resulta difícil alabarlas al pueblo y, al mismo tiempo, enseñarles el verdadero arrepentimiento del corazón.
Incluso querría que se les enseñara que un cristiano haría mejor en dar dinero a los pobres que en gastarlo en comprar indulgencias, y que el que deja morir de hambre a un pobre que tiene cerca, atrae sobre sí, no las indulgencias, sino la ira de Dios. Con lenguaje agudo y despectivo denuncia al inicuo comerciante de indulgencias, y atribuye al Papa la misma repugnancia por el tráfico que él mismo siente.
Hay que decir a los cristianos, dice, que si el Papa lo supiera, preferiría ver la iglesia de San Pedro hecha cenizas, antes que verla construida con la carne y los huesos de sus ovejas.
De acuerdo con lo que habían dicho las tesis precedentes sobre la seriedad y la voluntad de sufrir del verdadero penitente, y la tentación que se ofrece a un mero sentido carnal de seguridad, Lutero concluye de la siguiente manera: "Fuera, pues, con todos esos profetas que dicen al pueblo de Cristo '¡Paz, paz!' cuando no hay paz, sino bienvenidos todos aquellos que les ordenan buscar la Cruz de Cristo, no la Cruz que lleva las armas papales.
Hay que amonestar a los cristianos para que sigan a Cristo, su Maestro, a través de la tortura, la muerte y el infierno, y así, a través de mucha tribulación, en lugar de esperar entrar en el reino de los cielos por un sentimiento carnal de falsa seguridad".
Los católicos objetaban a esta doctrina de la salvación propuesta por Lutero, que al confiar en la libre misericordia de Dios y al infravalorar las buenas obras, conducía a la indolencia moral.
Pero, por el contrario, fue a la misma seriedad moral inflexible de una conciencia cristiana, que, indignada por las tentaciones ofrecidas a la frivolidad moral, a un engañoso sentimiento de tranquilidad respecto al pecado y la culpa, y al desprecio de los frutos de la verdadera moralidad, se rebeló contra el falso valor que se daba a este dinero de las indulgencias, a lo que estas tesis, el germen, por así decirlo, de la Reforma, debieron su origen y prosecución. Con la misma seriedad atacó ahora por primera vez públicamente el poder eclesiástico del Papado, en la medida en que, en su convicción, invadía el territorio reservado para Sí mismo por el Señor y Juez Celestial. Esto era lo que menos podían soportar el Papa y sus teólogos y los eclesiásticos.
El mismo día en que se publicaron estas tesis, Lutero envió una copia de ellas con una carta al arzobispo Alberto, su "reverenciado y gracioso Señor y Pastor en Cristo". Tras una humilde introducción, le rogaba encarecidamente que impidiera los escandalosos e inicuos discursos con los que sus agentes pregonaban sus indulgencias, y le recordaba que tendría que dar cuenta de las almas encomendadas a su cuidado episcopal.
Al día siguiente se dirigió al pueblo desde el púlpito, en un sermón que tuvo que predicar en la fiesta de Todos los Santos. Después de exhortarles a buscar su salvación sólo en Dios y en Cristo, y a dejar que la consagración por la Iglesia se convirtiera en una verdadera consagración del corazón, pasó a decirles claramente, con respecto a las indulgencias, que sólo podía absolver de los deberes impuestos por la Iglesia, y que no se atrevieran a confiar en él para más, ni a retrasar por su causa los deberes del verdadero arrepentimiento.