Perícopa para el quinto domingo de Cuaresma, Judica.
Harmon. Evangel. Cap. CIII.
Después de que Cristo en los versículos anteriores había rechazado la presunción y la desvergüenza de los judíos por dos razones, primero, demostrándoles con argumentos sólidos que ellos mismos no eran en absoluto hijos de Dios, y luego, que eran hijos del diablo, ahora en nuestro Evangelio pasa a afirmar la inocencia de su persona y la verdad de su doctrina. Pues los judíos podrían haber dicho: te escucharíamos con gusto y te creeríamos si estuviéramos seguros de que has sido enviado por Dios y eres un heraldo de la verdad. Pero como eres un hombre común, no parece seguro abandonar la fe paterna y seguirte a ti.
Cristo respondió a esta objeción tácita adelantándose a ella, demostrándoles que no tenían ninguna razón justa para buscar excusas, diciendo: "¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?". Cristo bien podría haber mencionado solo la mentira, diciendo quizás: ¿quién de vosotros me redarguye de mentira? Pero para que la afirmación fuera más general, en lugar de mentira dijo pecado, dándoles así a sus oponentes plena libertad para examinar cuidadosamente tanto su vida como su doctrina y, si pudieran, acusarlo públicamente ante el pueblo de cualquier pecado o error. Pero en el texto original usa una palabra que no significa simplemente acusar, sino convencer con argumentos sólidos. Pues los judíos a menudo acusaban a Jesús de pecado, por ejemplo, de dar testimonio de sí mismo en la doctrina, además, de violar el día de reposo al sanar a personas en él; sin embargo, estas eran más bien calumnias que una convicción convincente basada en razones, por lo que también el Señor, cuando lo contradecían injustamente, les cerraba la boca una y otra vez y los convencía con argumentos sólidos de que juzgaban mal sobre él. Pero aquí dice expresamente: si hay alguno entre vosotros que pueda acusar con razón a mi doctrina de alguna falsedad o a mi vida de algún error o pecado, de modo que por eso no pueda aceptar mi doctrina, que se presente, quienquiera que sea, libre y públicamente, que traiga los testimonios de Moisés y de los profetas y (como una vez dijo Jacob a Labán, Génesis 31:37) que los presente aquí a nuestros hermanos para que juzguen entre nosotros.
"Pero si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?", como si quisiera decir: es verdaderamente algo asombroso; a tales engañadores, que hablan por sí mismos, y que os llevan a la perdición eterna, como ya os he reprochado antes (Juan 5:43), a esos les creéis, en ellos ponéis vuestra confianza, a esos exaltáis. Yo, sin embargo, enseño de tal manera que no podéis demostrar que en algo contradigo las Escrituras transmitidas por Dios, a Moisés o a los profetas, sino que vosotros mismos os veis obligados a confesar que esta es doctrina celestial, que nunca hombre alguno ha hablado así (Juan 7:46); además, también confirmo mi doctrina con gloriosos milagros y no la desfiguro con escándalo dado; y sin embargo no recibís mi doctrina, no le dais crédito, sino que blasfemáis. En asuntos mundanos, cuando no se puede demostrar la falsedad de la palabra o del asunto, entonces los hombres ceden y no contradicen amargamente la verdad probada; ¿de dónde viene entonces que no creáis en la palabra de Dios, a la que no podéis acusar de inconstancia? Pero os mostraré la causa: "El que es de Dios", es decir, quien se deja regir por el Espíritu de Dios, y aún se preocupa por su alma, "las palabras de Dios oye", es decir, no solo las recibe con oídos ávidos, sino que, cuando es recordado o castigado por ellas, reconoce su pecaminosa fragilidad, la abandona, pide perdón, se esfuerza por mejorar; y quien así hace, tiene este consuelo, que Dios por causa de Cristo cubrirá sus pecados y no lo abandonará con su gracia. Pero, ¿qué hacéis vosotros? Os presento la verdad tan claramente que no podéis negar que la doctrina es buena, saludable, celestial. Si no podéis comprenderla, ¿no deberíais suspirar a Dios y pedir la gracia de su Santo Espíritu para que podáis recibirla, mejorar y así abandonar la perversidad de vuestra mente? "Pero vosotros no oís", no hacéis nada de eso, sino que, por el contrario, me resistís con más vehemencia, os enojáis más y buscáis y aprovecháis cada oportunidad para impedir y suprimir mi divina doctrina. Pero esta es la señal más segura de que no sois de Dios, de que Dios os ha abandonado y entregado a una mente perversa; y así digo solo la verdad, que no sois hijos de Abraham, ni de Dios, sino del diablo.
En tal diálogo, sin embargo, Cristo da:
1) A sus siervos, los maestros de la Iglesia, la regla de organizar sus sermones de tal manera que den a los oyentes la oportunidad y libertad de preguntar y pedir una explicación más precisa, si no han entendido algo completa y perfectamente. Pues si el Hijo de Dios, que salió del seno del Padre, en quien habitaba corporalmente toda la plenitud de la divinidad, en cuya boca no se halló engaño y que es la verdad misma, de tal manera que no podía errar, si Él concedió a sus enemigos más acérrimos este poder, convencerlo de error, si pudieran, ¿por qué debería avergonzarme de dirigirme así a mis oyentes? No os predico así la palabra de Dios, que sea verdadera, por así decirlo, porque yo estoy en el púlpito y nadie aquí se atreve a contradecirme; más bien, si no habéis entendido algo suficientemente, os es permitido preguntarme al respecto después; os daré cuenta de cada detalle, os mostraré dónde tiene su fundamento mi palabra en la Escritura, reconciliaré las contradicciones aparentes y explicaré los detalles con mayor precisión. Esto hicieron los de Berea, que diariamente escudriñaban las Escrituras para ver si era así lo que Pablo y Bernabé habían enseñado. Y Pablo lo ordenó así en las congregaciones, que hablaran dos o tres profetas y los demás juzgaran; pero si a uno de estos últimos, que estaba sentado y escuchando, le era revelado algo, entonces el anterior debía callar. También es apenas posible que el predicador no diga a veces algo que ofenda a los oyentes. Valga pues ahora la regla de Cristo: "¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?". Si el predicador se ha equivocado, que corrija sus palabras en el futuro; pero si ha dicho la verdad, que el otro ceda y crea.
2) Pero también a los oyentes les hace Cristo aquí una seria amonestación, que se guarden de contradecir la doctrina de la fe, si no pueden probar y refutar que la misma es falsa a partir de la Escritura; pues si hicieran eso, se revelarían muy evidentemente que no son de Dios, sino del diablo. Es verdad, el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, 1 Corintios 2:14, pero quien es de Dios, recibe instrucción. También puede suceder que alguien se inquiete en la doctrina de la fe y no comprenda ni entienda algunos artículos, como Sara no pudo comprender que ella, siendo una mujer muy anciana, concebiría y daría a luz un hijo, Génesis 18:10, y como tampoco la Virgen María entendió todo lo que había oído del ángel y de los pastores, Lucas 1:34, 2:19. Pero los piadosos deben guardarse de reírse con Sara, sino más bien, con María, guardar las palabras en el corazón y compararlas, para que así, por la palabra de Dios, sean instruidos gradualmente con mayor precisión, sí, por ella, como por la simiente vivificante de Dios, sean regenerados a hijos de Dios, hasta que Cristo tome forma en ellos, Gálatas 4:19. Pues aquellos que son enseñados por la palabra de Dios, pero no quieren aceptarla, o incluso, aunque no puedan acusarla en absoluto de error, sin embargo, contradicen y se vuelven cada vez más obstinados, estos son ciertamente del diablo; pues el que es de Dios, cree en la palabra de Dios y, nacido de nuevo de ella, no comete pecado, 1 Juan 3:9. Pero el que es del diablo o del maligno, quien, como Caín, 1 Juan 3:12, no escucha la palabra de Dios, o después de oírla se va y mata a su hermano. Pero este es el destino peculiar de la palabra de Dios, que, si bien los hombres por lo demás dan lugar a la verdad, sin embargo, nadie quiere ceder a las palabras de Dios, sino que la mayoría son lo suficientemente ingeniosos e inventivos en la contradicción para su propia perdición; pues la palabra de Dios es ciertamente la señal que es contradicha, Lucas 2:34.
3) Finalmente, Cristo da a ambos, maestros y oyentes juntos, la siguiente regla, a saber, que se dé lugar a la verdad sin acepción de personas y sin ninguna contradicción. "Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?". Pues la verdad es creíble, pues tiene autoridad por sí misma; y así como la dignidad de aquellos que la predican no le añade valor, así la indignidad de otros predicadores no le resta valor. Si hoy en día todos aceptaran esta regla, muchos aún podrían ser liberados del reino del Anticristo y conducidos a la verdad evangélica. Pues cuántos se encuentran que confiesan que nuestra doctrina del único Mediador y Redentor del mundo, de la fe justificante, de las buenas obras que deben hacerse por gratitud y de toda la manera de nuestra salvación es absolutamente verdadera; en cambio, el clamor de los jesuitas sobre el establecimiento de las peregrinaciones, sobre la privación del cáliz contra los laicos, sobre el purgatorio es absolutamente vano y nulo. Y sin embargo, no quieren aceptar la verdad evangélica, solo porque la Reforma de la Iglesia no fue llevada a cabo por un monje fugitivo (Lutero) y sus pocos seguidores, sino por el Papa, los cardenales y obispos, como las columnas y luces de la Iglesia.
Pero, ¿qué importa esto? Aunque Lutero hubiera sido monje diez veces, ¿qué nos importa eso? Examinemos su doctrina, ¿es de Dios o de hombres? Si es de Dios, ¿por qué no la escuchan? Si es de hombres, ¿por qué no la convencen de error? Pero como no pueden negar la verdad de la misma y sin embargo no quieren levantarla y aceptarla, se revelan lo suficientemente abiertamente que no son de Dios, sino del diablo.
Contra estas palabras de Cristo, los fariseos objetan y dicen: "Aunque no aceptamos tu doctrina, sino que la perseguimos, no somos por eso hijos del diablo; pues tú eres un samaritano, un apóstata, que se ha apartado de la ley y del pueblo de Dios; y como antes los samaritanos hicieron una mezcla del judaísmo y del paganismo, así tú también mezclas lo tuyo con Moisés; y por eso rechazamos con el mejor derecho tu doctrina como una obra mixta impía. Además, tienes el diablo; pues si haces milagros, con los que quieres confirmar tu doctrina, los haces con la ayuda de Beelzebú, el príncipe de los demonios".
Con tales palabras, unen dos grandes injurias contra el Hijo de Dios, con una de las cuales se esfuerzan por hacer odiosa y despreciable su doctrina, con la otra sus milagros.
Así acostumbra la impiedad convencida, cuando no puede responder nada a la verdad, recurrir a las injurias. Pero, ¿cómo prueban esta su tan grave acusación? Pues si la acusación sola bastara, ¿quién sería inocente? Lo prueban diciendo: "¿No decimos bien?". Contra la humildad de Cristo oponen el prestigio y la grandeza de sus personas; nosotros, los sacerdotes, los representantes de Aarón, que servimos en el templo en una sucesión regular; nosotros, los fariseos y escribas, sí, los que sentados en la cátedra de Moisés leemos y explicamos su ley en las escuelas, nosotros decimos esto; esto basta, que nadie abra la boca contra ello. De la misma manera, también hoy los jesuitas nos gritan a nosotros los evangélicos como los herejes más pervertidos, que somos peores que los judíos y los turcos; y si alguien les dice: ¿cómo probáis, por favor, que los luteranos son herejes?, entonces se encienden de inmediato y exclaman: ¿No han pronunciado y juzgado esto unánime y públicamente los Papas romanos, los vicarios de Cristo, los sucesores legítimos del apóstol Pedro, con toda la multitud reunida unánimemente en el Concilio de Trento de cardenales y obispos? ¿No es esto suficiente prueba? Ante este clamor y tales pruebas, todo el mundo debe callar de inmediato.
Pero así debe ser. El siervo no es mayor que su señor. Si persiguieron a Cristo, también nos perseguirán a nosotros; si guardaron la palabra de Cristo, también guardarán la nuestra, Juan 15:20. Si llamaron Beelzebú al padre de familia, ¿cuánto más harán así a los de su casa?, Mateo 10:25. Los fariseos no pudieron acusar a Jesús de ningún pecado y, sin embargo, dieron tanto espacio a sus lenguas blasfemas encendidas por la llama de la ira y el odio, que cargaron al más inocente, al más obediente a la ley divina, al hombre que diariamente demostraba con constantes nuevas bondades su cordial y ferviente amor hacia todos, con tan grandes injurias; y este mismo destino, que luego los apóstoles compartieron con Cristo, ya lo habían tenido antes los profetas.
Elías fue considerado como el que turbaba a Israel, 1 Reyes 18:17. Jeremías fue acusado de ser un hombre de contienda y discordia en toda la tierra, Jeremías 15:10. Amós es acusado por Amasías de sublevar al pueblo contra el rey, Amós 7:10. Pablo y Bernabé son acusados de alborotar a todo el mundo, Hechos 17:6. ¿Qué maravilla, pues, si los jesuitas vomitan carros enteros de injurias y calumnias contra Lutero y sus compañeros de fe? Pues dos grandes pecados, que solo pueden ser expiados con la muerte, ha cometido él. Así como Cristo atacó duramente las tradiciones de los sacerdotes y castigó la hipocresía de los fariseos, así ha hecho Lutero lo mismo, atacando al Papa en la corona, a los monjes en la panza. Sí, incluso hoy en día no es raro que, aunque un ministro de la palabra fuera tan inocente como un ángel de Dios, sin embargo, no falte materia para acusarlo, o para menospreciarlo, o para injuriarlo. Que cada uno, pues, mire bien para protegerse con el testimonio de la inocencia y de la buena conciencia; pues esta es la mejor defensa.
Pero escuchemos cómo Cristo ha refutado esta objeción de los fariseos; pues también para este nuestro tiempo esto es muy digno de atención, porque Cristo establece una regla segura según la cual se puede reconocer en todo tiempo la verdad de la doctrina divina y celestial. Y como hoy en día tenemos contienda no solo con los papistas, sino también con los calvinistas, que se jactan de tener la palabra de Dios no menos que nosotros, debemos examinar cuidadosamente esta regla. La suma de la misma, sin embargo, es esta: cualquier doctrina, que promueva tanto la gloria de Dios como la salvación de los hombres, debe ser reconocida como divina. Según esta regla, pues, quiere Cristo que tanto sus doctrinas como las de otros sean examinadas y juzgadas, si son divinas, o humanas, o también diabólicas. Así pues, pasa por alto las injurias por así decirlo y sigue adelante con paso firme, preocupado solo por cómo confirmar la verdad y pureza de su doctrina; y en esto también nos ha dado a nosotros, sus siervos, un ejemplo de cómo debemos luchar con nuestros oponentes. Donde se trata de defender la gloria de Dios y la pureza de la doctrina de la Iglesia, allí debemos ser severos y no pasar nada por alto con silencio. Pero si los enemigos atacan nuestras personas con injurias, no debemos hacerles lo mismo, sino más bien guardar silencio o, si es absolutamente necesario responder, rechazar con mansedumbre y modestia lo que parece estar ligado al peligro para la doctrina misma. Queremos, pues, escuchar ahora la respuesta y la regla de Cristo, que consta de dos partes, cada una de las cuales examinaremos por separado.
1) Primero, pues, dice: "Yo no tengo demonio, sino que honro a mi Padre". Con esto quiere decir: aquel cuya doctrina está dirigida a la alabanza y gloria de Dios, no tiene él mismo un demonio, ni su doctrina es del demonio; pero como precisamente mi doctrina no tiene otra mira que la gloria del único Dios, por eso pido que se rechacen las tradiciones de los padres, para que solo la palabra del único Dios valga entre vosotros. Por eso también rechazo la confianza en vuestros sacrificios, porque enseño a confiar solo en el único Dios y en su gracia solo por causa del Mesías; condeno la hipocresía, porque sé que Dios mira el corazón y no las obras exteriores; y como mi doctrina apunta solo a la gloria de Dios, así también mis obras milagrosas junto con la perfección inmaculada y la pureza moral de mi vida no se dirigen a otra cosa que a que Dios sea glorificado en ellas. Pero también debéis saber esto, que Dios Padre solo quiere ser honrado en el Hijo, que toda doctrina que deshonra al Hijo, hace lo mismo al Padre y es del diablo. Pero vosotros me deshonráis, trayendo sobre mí la mala fama de que soy un samaritano y tengo demonio; por consiguiente, vuestra palabra y doctrina proceden del diablo. Esto digo, sin embargo, no con el fin de que a mí, como codicioso de honor, me duela ser deshonrado y difamado por vosotros, sino porque yo, deseoso de vuestra salvación, busco vuestra conversión; pues yo no busco mi gloria; pero hay uno que la busca y juzga. Pues aunque el Padre celestial no castiga de inmediato y al instante a aquellos que injurian y blasfeman a su Hijo Jesucristo, sin embargo, a su debido tiempo, sea en esta vida o en la otra, ejecuta severamente la venganza sobre ellos. Esta es ahora la primera parte de esta regla, con la que nosotros, como con la guía más segura, queremos examinar con brevedad ambas doctrinas, tanto la nuestra como la de los jesuitas, y pronto se hará manifiesto cuál es de Dios y cuál del diablo.
Nosotros insistimos y nos mantenemos firmes en que Cristo es el único sumo sacerdote eterno y rey de nuestra Iglesia y que Él solo tiene un reino espiritual, porque dijo a sus discípulos, Lucas 22:26: "Mas no así vosotros; porque lo que se ve, es temporal; pero lo que no se ve, es eterno", 2 Corintios 4:18. Pero los papistas quieren tener en la Iglesia simplemente un reino visible y mundano, en el que el Papa, como cabeza, tenga el gobierno y con los cardenales y obispos privilegios mundanos. ¿No es esto acaso una degradación de Cristo?
Nosotros afirmamos que hay un solo mediador entre Dios y los hombres, a saber, el hombre Jesucristo, 1 Timoteo 2:5; aquellos lo privan por así decirlo del trono de su mediación e intercesión y le asocian a los santos y bienaventurados en el cielo.
Nosotros enseñamos que no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que puedan ser salvos, sino solo el nombre de Jesús, Hechos 4:12. Aquellos, sin embargo, añaden a Cristo las misas, que valen tanto como la muerte de Cristo, igualmente las peregrinaciones, la indulgencia en el año jubilar, el agua bendita y una masa de cosas similares e insulsas, de las que no hay una letra en la Sagrada Escritura. Nosotros enseñamos a partir de la palabra divina escrita, que la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado, 1 Juan 1:7. Los papistas afirman que la mayoría de los pecados restantes son purgados por el purgatorio. Nosotros enseñamos que la justicia, que Cristo adquirió por su muerte y mérito y que Dios ofrece por gracia inmerecida a los hombres en el Evangelio, se recibe solo por la fe. Aquellos quieren que esto suceda en parte por la fe, en parte por las obras, aunque Pablo excluye expresamente las obras aquí, Romanos 3:28, Gálatas 5:4. Aunque finalmente todo el papado parece estar compuesto solo de obras, sin embargo, estas sus obras son puras tonterías, de las que Cristo hace tiempo dijo: "En vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres", Mateo 15:9.
Como todo esto no apunta ni a la gloria del Padre, ni a la del Hijo, que todos los que Dios ha dotado con el espíritu de discernimiento juzguen cuál de nosotros dos, las partes contendientes, tiene el quinto o el evangelio maligno (como los jesuitas llaman despectiva y burlonamente a nuestra doctrina), y cuya doctrina es del diablo. Nuestra doctrina ciertamente honra al Padre, ya que enseña a recibir humildemente a aquel que Él mismo ha enviado; le da la gloria de la bondad, gracia y sabiduría a aquel que ha encontrado tal medio para la salvación, por el cual se haga justicia a su justicia y sin embargo pueda al mismo tiempo mostrar misericordia al miserable género humano. La misma doctrina honra también al Hijo; pues su mérito es estimado alto, caro y valioso, cuando reconocemos humildemente que sin Él tendríamos que perecer eternamente y que en toda la tierra no se puede encontrar otro medio para la salvación que en su pasión y muerte, y que por eso queremos alabarlo y glorificarlo en la eternidad.
De la misma manera, también se puede hacer la prueba con respecto a los artículos en disputa entre nosotros y los entusiastas de los sacramentos; pues ciertamente no redunda ni en la gloria de Dios Padre, ni en la de Cristo, que los calvinistas hagan a Dios autor del pecado, que por eso equipó a la serpiente con el uso extraordinario del lenguaje, para que engañara a Eva. No menos consideran que Dios ha predestinado y creado a muchos miles de hombres desde la eternidad para la condenación, sin toda culpa prevista, para que tenga hombres en los que demuestre la severidad de su justicia. Igualmente, afirman que el Hijo de Dios para la mayor parte de los hombres, a saber, para los réprobos, ni se encarnó, ni padeció ni murió; tampoco quiere Él mismo que sean regenerados por la palabra y el sacramento. Así también enseñan que a Cristo no le corresponde la adoración en cuanto hombre, sino solo en cuanto Dios, y por lo tanto charlan que la carne santísima de Cristo en la realización de milagros no ha cooperado más con su divinidad que lo que hizo la vara de Moisés. Afirman que Dios con todo su poder no puede lograr que un mismo cuerpo, sea también el de su Hijo, pueda estar presente en varios lugares al mismo tiempo; y muchas cosas similares, que menoscaban poderosamente la gloria del Padre y del Hijo, defienden de manera mordaz y obstinada, como se ha demostrado por nuestra parte en otro lugar. Y por tales razones no podemos dar cabida a su doctrina en nuestras iglesias.
2) La otra parte de esta regla dice así: "De cierto, de cierto os digo, que el que guarda mi palabra, nunca verá muerte". Con estas palabras, opone su doctrina y su evangelio predicado por Él no solo a la doctrina del diablo, sino que también la prefiere a todas las doctrinas en toda la tierra. Quiere decir: vosotros judíos sabéis vosotros mismos que la doctrina del diablo es de tal índole que su fruto es la muerte del alma y la condenación eterna; pero mi doctrina es de tal naturaleza que, si el hombre la aprehende, la hace suya y la guarda, nunca verá muerte; por consiguiente, mi doctrina no es en absoluto del diablo. Además, a vosotros judíos no os es desconocido que la muerte entró en el mundo por el pecado. Ahora bien, se han inventado muchas doctrinas, que, según la opinión humana, deben ser un remedio contra la muerte, como por ejemplo la filosofía entre los paganos y aquella mezcla de diferentes religiones entre los samaritanos. También vosotros fariseos tenéis vuestras tradiciones; pero ¿de qué sirven contra la muerte? Sí, incluso la mejor y más excelsa de todas las doctrinas, la ley de Moisés, es solo un ministerio de muerte, 2 Corintios 3:7. Pues solo revela el pecado, pero no lo quita; asusta con la muerte, pero no proporciona ninguna curación contra ella; pronuncia con voz atronadora la maldición, pero no la quita; solo mi doctrina, por mucho que la calumniéis, muestra el único remedio seguro y verdadero contra el pecado y la muerte. Y como Cristo, al pronunciar este juicio sobre su doctrina, no solo tiene a sus enemigos, los fariseos y sacerdotes, sino también a aquellos entre sus oyentes que poco antes son designados como creyentes en Él, se sirve, para fortalecer a estos en la fe, de una alta afirmación y del doble juramento: "De cierto, de cierto os digo".
Pero, ¿quién es el que dice esto? Aquel gran profeta, del cual Dios había predicho por medio de Moisés, Deuteronomio 18:18: "Y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare. Y a cualquiera que no oyere mis palabras que él hablare en mi nombre, yo le pediré cuenta de ello"; es el mismo de quien el Padre había dado testimonio poco antes, Mateo 17:5: "Este es mi Hijo amado, a él oíd". Por lo tanto, escuchémosle también nosotros y guardemos su palabra, es decir, no solo guardémosla en la memoria en un corazón fino y bueno, sino también sigámosla voluntariamente y demos fruto en paciencia, Lucas 8:15. Pues de ello se sigue un efecto excelente e inefable, a saber, el remedio contra la muerte eterna. Por lo demás, es un dicho común: "contra la muerte no ha crecido hierba"; pero un cristiano, que oye y guarda la palabra de Cristo, que ha sido regenerado por la palabra y el bautismo, justificado por la fe y renovado por el Espíritu de Dios, sabe que por Cristo y en Cristo vive eternamente, y que su muerte no es muerte, sino solo un sueño para el cuerpo, pero para el alma un paso a la vida eterna, Juan 5:24.
Y esto lo hace la palabra de Cristo, no la palabra de Moisés. Y esta es también la razón por la que el fiel siervo de Cristo, el apóstol Pablo, parece ser un poco duro contra la ley de Moisés y en varios lugares insiste en la fe en el evangelio de Cristo, porque este solo es el verdadero camino a la vida; pues la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad fueron hechas por medio de Jesucristo, Juan 1:17. Todos los hombres buscan aquí y allá con gran esfuerzo e inmensos gastos remedios contra la muerte, que sin embargo, al final, cuando ha llegado la hora predestinada por Dios, resultan vanos y nulos. Pero este verdadero remedio para el alma y el cuerpo lo descuidan la mayoría.
Volvamos ahora a examinar en esta segunda parte de la regla de Cristo, como en la piedra de toque, nuestras doctrinas y las de otros, y pronto se hará manifiesto en quién se debe confiar. Los jesuitas calumnian la doctrina de Lutero, como si fuera del diablo; pero nosotros sabemos que muchos miles de personas ya hace varios años se durmieron suave y tranquilamente en esta doctrina y se separaron de nosotros con plena esperanza de una alegre resurrección. Lo mismo vemos diariamente en aquellos que hoy en día parten de nosotros hacia la felicidad eterna, de modo que con razón su gran alegría, con la que se apresuran a Cristo, debe confirmarnos en nuestra fe.
Pero los jesuitas y papistas pueden observar a los suyos y prestar atención a la manera en que parten; pues ¿qué pueden estos sino, inciertos de las cosas, volverse temblorosos pronto a sus santos ayudantes y supuestos intercesores en el cielo, pronto a sus velas de cera consagradas, pronto a las bulas de indulgencia y finalmente al purgatorio, buscando ayuda aquí y allá y sin embargo no encontrando nada firme en lo que la conciencia aterrorizada pudiera tranquilizarse. Así también los sacramentaristas pueden contemplar a sus patriarcas, Berengar, Carlstadt, Stößel y otros, de quienes es seguro que partieron de aquí con una conciencia herida y no sin signos de desesperación. Pero nosotros decimos alegremente adiós al mundo, porque tenemos a Cristo con nosotros, que ha satisfecho por los pecados, los ha borrado por el mérito de su sangre, y nos protege contra los ataques de Satanás y nos conduce a través de la muerte a las moradas imperecederas de los bienaventurados en la vida eterna.
Estas palabras de Cristo ahora, que adujo para probar su doctrina celestial y salvadora, bien podrían ser suficientes para todos los que no habían desechado de sí todo temor de Dios; pues tanto el anuncio del juicio divino como la promesa de la gloriosa recompensa de gracia de la vida eterna deberían mover a los judíos a que examinaran con mayor cuidado las palabras de Cristo. Sin embargo, no fueron movidos en absoluto por todo esto, sino que más bien se volvieron aún peores y recurrieron a una nueva artimaña, para contradecir burlonamente a Cristo, a saber, mediante la perversión y distorsión de sus palabras. Pues mientras Cristo se había defendido a sí mismo y a su doctrina con referencia a su efecto, que a saber, ahuyenta la muerte, y Cristo aquí había hablado de la muerte espiritual, que es la separación del alma de Dios, ellos lo distorsionan, maliciosamente, a la muerte corporal, que es la separación del alma del cuerpo.
Dicen pues: "Ahora conocemos que demonio tienes"; y revelan su desvergüenza y su gusto por la falsa acusación con estas palabras; pues, queridos señores, si ahora recién conocéis que Jesús tiene demonio, ¿por qué ya antes lo habíais acusado tan audazmente de ello? Pero, ¿de dónde lo sabéis ahora? Responden: de ahí, porque te atribuyes a ti mismo y a tus palabras cosas tan grandes; pues "Abraham murió, y los profetas murieron", sí, Moisés mismo murió, antes de que tú nacieras, y tú dices jactanciosamente que los que oyen tu palabra no gustarán la muerte; "¿Quién te haces a ti mismo?", qué grande es tu arrogancia, que no solo nos desprecias a nosotros, sino que también te prefieres a todos los profetas. "¿Eres tú mayor que nuestro padre Abraham?", que es un hombre tan sumamente santo y primer progenitor de nuestro pueblo? De esta manera, pues, tratan de imputarle el crimen de la ambición, como si se exaltara demasiado a sí mismo y se arrogara una dignidad mayor de la que podía llevar; pero mientras se burlan así del Señor Jesús, dan a conocer con suficiente claridad su propia ceguera unida a la más extrema maldad; pues es propio de la maldad distorsionar y pervertir tan maliciosamente palabras tan claras; pero también es la más extrema ceguera que no sepan nada de otra muerte que no sea la corporal, después de la cual Abraham murió.
Sin embargo, como Abraham, aunque muerto corporalmente, sin embargo, vive ante Dios, Mateo 22:32, también él mismo necesita un vivificador. ¿Y quién es este sino el Mesías? Sin mencionar que los fariseos diariamente veían tantas cosas de las que podían concluir que Cristo era mucho mayor que Abraham y los profetas.
Esta artimaña farisaica, en la que se distorsionan y pervierten las palabras del oponente de manera capciosa, la han aprendido en grado excelente los jesuitas (y entre ellos el infeliz apóstata Pistorius), que casi solo juegan con ambigüedades, burlas, sofisterías y tonterías insulsas.
Si alguien desea tener una muestra de ello, que lea el Coloquio de Ratisbona y observe en él la escaramuza de Gretsers y en particular del furioso Tanner. Encontrará en él tales indignidades dignas del maestro Loyola, que él mismo asegurará que estos nuevos fariseos han superado con creces a aquellos sus antiguos maestros; pero también coinciden en esto, que, así como aquí los judíos oponen a Abraham y a los santos profetas al Hijo eterno de Dios y se esfuerzan por oscurecer la gloria de Cristo a través de la gloria de aquellos, también los jesuitas hoy en día se esfuerzan por dirigir honores divinos a sus santos en el cielo y a sus mártires para deshonra e ignominia de Cristo.
Pero, ¿qué hace Cristo contra esta burla insulsa de sus palabras?
1) Ante todo, rechaza la acusación de ambición y demuestra la causa por la que su palabra es un medio para la vida y una fuerza para la salvación para todos los que creen en ella y la guardan. "Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es", etc. Quiere decir: si yo hubiera inventado el evangelio que predico; entonces podríais dudar con razón de su efecto; pero yo conozco a Dios y guardo su palabra", es decir, presento mi doctrina del seno del Padre, y sé lo que se ha decidido por la santa Trinidad sobre la salvación de los hombres. Pero esta decisión no es otra, sino que Dios solo quiere salvar a los creyentes de la manera que yo muestro y enseño en mi evangelio, y no de otra. Esta decisión se me ha encomendado a mí, como Hijo, (como sabéis por el Salmo 2:6) para la proclamación y predicación; por lo tanto, será firme, cierta y válida, aunque vosotros y todos los paganos, los reyes de la tierra y los poderosos del pueblo a la vez con todo el mundo gritéis y braméis contra ella; y si yo callara o "dijera que no le conozco" a Dios y no trajera el evangelio, también contra vuestra voluntad, entonces yo sería un mentiroso, al igual que vosotros", porque yo privaría al mundo de aquel tesoro supremo, por el cual, en virtud del servicio de mi doctrina, los hombres pueden atravesar de nuevo desde la mentira y el asesinato de Satanás a la vida y a la verdad eterna. Por lo tanto, mi evangelio debe ser enseñado, aunque reventéis.
2) Pero después de que Cristo hubo rechazado la acusación de ambición de sí mismo, la envió a sus oponentes y demuestra evidentemente que ellos mismos se jactaban en presunción ambiciosa de ser tales, que sin embargo no eran en absoluto. Vosotros os jactáis -quiere decir Él- con demasiada frecuencia de que vosotros sois el pueblo de Dios por encima de todos los pueblos, que Él mismo se ha elegido como propiedad peculiar por encima de todos los pueblos, Éxodo 19:5, pero si alguien os examina con mayor precisión, seguramente podría encontraros como tales que ni siquiera conocen al Dios verdadero. Esta acusación de Cristo ciertamente parece a primera vista incongruente; pues precisamente los judíos, que se habían separado de todos los pueblos, que servían a varios dioses e inventados, ciertamente honraban a aquel único Dios, que al principio creó el cielo y la tierra y luego en el curso del tiempo hizo un pacto con sus santos padres. Este se reveló después a ellos mismos por su palabra en Moisés y los profetas, por lo que Asaf canta en el Salmo 76:2: "Dios es conocido en Judá; en Israel es grande su nombre. En Salem está su tabernáculo, y su habitación en Sion". Igualmente David canta en el Salmo 147:19: "Ha manifestado sus palabras a Jacob, sus estatutos y sus juicios a Israel. No ha hecho así con ninguna otra nación".
¿Cómo podía, pues, decir Cristo que los judíos no conocen a Dios? Respuesta: Cristo mismo da la razón y causa de sus palabras, en las que indica qué pertenece principalmente al verdadero, cierto y salvador conocimiento de Dios, a saber, estas dos partes:
1) Que alguien conozca a Dios en el Hijo; por eso dice: "es mi Padre, del que vosotros decís que es vuestro Dios". Como, pues, los judíos no reconocían que el Mesías es el Hijo de este Dios, Cristo dice con razón que no conocen a Dios. Pues no conocían a aquel en quien solo Dios se reveló y a quien solo se dirigían todas las promesas, tanto de la ley como de los profetas. Por lo tanto, no basta conocer la ley según la letra, si alguien no conoce también a Cristo al mismo tiempo, quien es la meta de toda la Escritura y el fin de la ley para justicia (Romanos 10:4) para todo aquel que cree; pues quien no tiene al Hijo, no tiene ni al Padre, ni la vida, 1 Juan 5:12.
2) Que alguien también guarde la palabra de Dios. Por eso dice: "yo le conozco, y guardo su palabra"; pues es imposible que alguien conozca aquel bien supremo y eterno y no lo ame; pero si lo ama, ciertamente aplica toda diligencia y celo para agradarle en todo modo y para mostrarse fiel a Él; a este celo sigue ahora el guardar la palabra y la obediencia, en la que se adapta con todas sus fuerzas a la voluntad de Dios. A esto mira también Dios, cuando dice en Malaquías 1:6: "El hijo honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra? y si soy señor, ¿dónde está mi temor?".
Estas dos señales distintivas del verdadero conocimiento de Dios son dignas de atención; pues según ellas deben ser examinados aquellos que se jactan del conocimiento de Dios, para que los adoradores sinceros y verdaderos de Dios puedan ser distinguidos de los vacíos y nulos. Según la primera señal distintiva, no solo son excluidos los judíos y los turcos, que se jactan mucho del Dios verdadero como creador del cielo y de la tierra, sino también en gran parte los papistas; pues aunque estos, de nombre, confiesan a Cristo, sin embargo, nadie puede concederles el verdadero conocimiento de Cristo, porque no reconocen verdaderamente su mérito y transfieren su honor a otros. Según la segunda señal distintiva, son excluidos todos los falsos cristianos, que confiesan la fe, pero niegan su poder. Pues a estos siempre se les puede objetar: si conocéis a Dios, ¿por qué no guardáis su palabra? ¿Por qué sois tan pusilánimes en la defensa y propagación de la verdadera fe? ¿Por qué mancilláis el nombre santísimo con maldiciones y juramentos? ¿Por qué visitáis tan raramente el servicio divino? ¿Por qué os entregáis a la glotonería, a la fornicación, a la usura, a la envidia y al rencor? Aprended, pues, renunciando a toda impiedad, a conocer a Dios correctamente, a amar al conocido, a demostrar el amor por medio de la verdadera obediencia; así seréis tenidos por verdaderos cristianos.
Con respecto a Abraham, Cristo también les responde rechazando una falsedad. Vosotros decís que Abraham murió sin mi doctrina, sin mi evangelio. Eso es falso; pues "Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó". Pues a causa de la simiente bendita prometida, que soy yo, dejó su patria y vino a esta tierra, que mi Padre le mostró; y aunque tuvo que soportar duros y penosos viajes de un lado a otro durante toda su vida, sin embargo, se alegró en ello, prefirió la promesa que le fue dada a todos los tesoros del mundo entero y mantuvo esto único solo en su mente y ánimo, que por mí llegaría a ser partícipe de la salvación eterna. Vio, pues, en espíritu el día de mi venida y creyó firmemente en mi venida en la carne a partir de la promesa, por lo que también en Génesis 24:2, cuando exigió el juramento a su siervo, le hizo poner su mano debajo del muslo del Señor, por reverencia al simiente venidera. También vio mi pasión y resurrección en la ofrenda y liberación de su hijo Isaac, Génesis 22:2, y se gozó, es decir, recibió de ahí paz y alegría en la conciencia y tuvo justicia ante Dios, no por los diez mandamientos o la ley, sino por el día de la simiente bendita y por la fe que tuvo en Él, Romanos 4:3.
Esta es la explicación sencilla y correcta de este pasaje; y a quien la percibe, le caen por sí solas estas y aquellas preguntas, que algunos plantean en este lugar, queriendo saber de qué manera Abraham vio el día de Cristo. ¿Y cómo concuerda este pasaje con aquel, Lucas 10:24: "Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron"?
Algunos de los escritores papistas distinguen, para satisfacer la pregunta anterior, entre el día temporal de la venida del Mesías en la carne y el día eterno, que no conoce ni principio ni fin, y asumen que Abraham no menos que otros santos en el Antiguo Testamento vio este. Otros, sin embargo, que sostienen que este pasaje debe entenderse del día de la venida de Cristo en la carne, dicen que Abraham vio este día de tal manera que desde el limbo de los padres percibió que el anhelado nacimiento del Mesías ahora se había cumplido y consumado; pero estas son invenciones de los hombres; pues el día de Cristo se llama en este lugar aquel tiempo, en que el Hijo eterno de Dios vendría al mundo, asumiría la carne humana y en ella realizaría la obra de la redención del género humano. Todos los santos padres antiguamente desearon ver este tiempo, para poder conversar personalmente con el Mesías y disfrutar de su trato confidencial, pero este su anhelo y deseo (según Lucas 10:24) no se cumplió. Mientras tanto, Abraham sí vio el día de Cristo con ojos espirituales; pues la fe es la certeza de lo que no se ve, Hebreos 11:1, es decir, la fe, que se apoya en la palabra de Dios, es también de lo que está ausente y aún no está ahí, tan segura como si la esencia de estas cosas ya estuviera presente; pues sabe que la verdad de la palabra divina es cierta e infalible.
Y en esta certeza, Abraham sabía con tanta seguridad que la simiente bendita saldría de su descendencia, como si el Hijo de Dios ya hubiera venido en la carne.
Hasta aquí sobre estas palabras. Sin embargo, de ellas también se pueden derivar las siguientes enseñanzas:
1. Los ambiciosos buscan en vano la gloria propia y comúnmente encuentran más bien vergüenza que honor; pues la voz de Cristo o de la verdad eterna es esta: "Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es"; por lo tanto, también los antiguos dijeron con razón: la gloria es como la sombra, que huye de quien la persigue, y persigue a quien huye de ella.
2. Las palabras de Cristo: "es mi Padre, del que vosotros decís que es vuestro Dios", son también una prueba de la divinidad de Cristo; pues ciertamente los judíos dijeron que aquel Dios eterno, que creó la tierra al principio, era su Dios.
3. En las palabras anteriores también está contenido esencialmente lo que debemos responder a los jesuitas, cuando aducen contra nosotros a Ireneo, Cipriano, Tertuliano y los demás padres y nos dicen: "¿Queréis acaso ser más doctos que Agustín?" "¿Debe ser vuestra autoridad mayor que la de Crisóstomo?" "¿Quién os hacéis a vosotros mismos?". Aquí imitemos a Cristo, que dejó a Abraham en su lugar y solo expuso hábilmente cómo Abraham no había rechazado la doctrina de su evangelio, sino que se había alegrado de ello. Así también nosotros hemos dejado a los santos padres en su lugar y estamos seguros de que ellos juntamente con nosotros han aprehendido el evangelio de Cristo; sin embargo, si en sus escritos nos topamos con esto y aquello, que no parece concordar completamente con la Sagrada Escritura, entonces mostramos que debe ser juzgado según la norma de la Sagrada Escritura, y, deseándoles buena paz, preferimos la Escritura del Espíritu Santo a las suyas.
4. También aprendemos de aquí, que es una y la misma fe, en la que desde el principio del mundo todos los padres y patriarcas y después los profetas murieron y fueron bienaventurados. Por lo tanto, Pedro dijo en el Concilio de Jerusalén, Hechos 15:11: "Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos"; y en casa de Cornelio anunció, Hechos 10:43: "De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre".
Por lo tanto, no solo yerra Pelagio, quien sostiene que los padres en los primeros 2000 años del mundo fueron salvos por la ley de la naturaleza, en los siguientes dos milenios los judíos por la ley de Moisés y que en los restantes 2000 años los cristianos serían salvos por la ley de Cristo, es decir, el evangelio (una opinión cuyo origen proviene de Tertuliano), sino que también, sobre la base de aquel mismo pasaje, las calumnias de los papistas se revelan como nulas, en las que nos acusan a nuestra doctrina de la novedad de la fe y a nosotros de un nuevo evangelio, mientras que nosotros estamos listos para probar a partir de la palabra de Dios que en la misma fe y en el mismo evangelio satisfacemos nuestra conciencia, que fue anunciada por el Hijo de Dios mismo a nuestros primeros padres en el Paraíso.
5. Finalmente, en el ejemplo de Abraham se nos pinta ante los ojos, en qué orden Dios guía a sus elegidos a la salvación. A saber, por la palabra de la promesa, Él despierta en ellos un regocijo o un deseo ardiente de la salvación; pues por naturaleza se adhiere a todos una cierta indolencia y torpeza, de modo que nos preocupamos tan poco y despreocupadamente por la salvación eterna como por la condenación eterna; pero cuando Dios nos guía por la palabra a una consideración más precisa tanto de nuestra corrupción natural, como también de la promesa graciosa inmerecida en Cristo: entonces Él atrae y excita por su dulzura los ánimos de aquellos que prestan atención a ella, de modo que las cosas terrenales comienzan a serles despreciables y sus almas desean de corazón, con el rechazo de todo lo terrenal, ser llevadas hacia la meta celestial, a saber, hacia la joya, que es la vocación celestial de Dios en Cristo Jesús, Filipenses 3:14. Por lo tanto, también David no solo dice a los reyes, sino también a todos los hombres, Salmo 2:11: "Servid a Jehová con temor, y alegraos con temblor". A este anhelo sigue ahora el ver o la iluminación interior, en la que por la fe aprehenden a Cristo de tal manera, como si contemplaran a su Salvador con todas sus bondades y tesoros adquiridos ante sus ojos; pues saben en quién creen, y están seguros de que Él es poderoso para guardar su depósito para aquel día, 2 Timoteo 1:12.
De ahí surge ahora finalmente la alegría y la paz de la conciencia, en la que también se glorían de las tribulaciones, Romanos 5:3, y en medio de la muerte están alegres, porque descansan solo en Cristo y saben que nada puede separarlos del amor de Dios en Cristo Jesús, Romanos 8:39, y dicen con Asaf, Salmo 73:25: "Fuera de ti nada deseo en la tierra. Aunque mi carne y mi corazón desfallezcan, roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre".
La disputa de Cristo con los judíos se apresura ahora a su fin. ¿Pero de qué manera? ¿Acaso de tal manera que los judíos, movidos por la defensa de Cristo tan seria como modesta, reconozcan sus errores y piensen en su mejoramiento? Nada menos que esto. Más bien, la audacia y la maldad en ellos aumentan cada vez más; pues dejando de lado todo de la palabra de Cristo que podría servir para su mejor instrucción, toman lo único que Él había dicho sobre Abraham, lo ridiculizan, silban y lo difunden. Y para poder hacer esto tanto más cómodamente, pervierten sus palabras. Pues lo que Cristo había dicho, que Abraham había visto su día, a saber, en espíritu por la fe, ellos se lo cambian y, como si hubiera dicho que había visto a Abraham, le ladran en contra: "Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham, que murió hace 2000 años?". Esto es verdaderamente demasiado absurdo. Así acusan de mentira y charlatanería a la fuente de la verdad misma. Pues esta es por así decirlo el último recurso de los enemigos de la verdad, antes de que procedan a la violencia abierta, que colman de injurias, calumnias y falsas acusaciones a aquellos a quienes no pueden vencer con razones, y así los desvían del verdadero objetivo de la contienda. Ejemplos similares vio nuestro tiempo varios y poco valdrían a los descendientes si estos quisieran imitarlos.
Aquí, sin embargo, hay que observar que Ireneo concluye de estas palabras de los judíos que el Señor había predicado el evangelio durante más de 40 años y que estaba cerca de los 50 años, cuando los judíos le objetaron que aún no tenía 50 años; y confirma esta su opinión con las opiniones de aquellos que afirmaban haberlo oído del mismo apóstol Juan. Pero esta opinión de Ireneo, como contraria a los evangelistas, es rechazada por todos. También Eusebio testifica en el capítulo 36 del libro 3 que Papías, que dedicó más diligencia a las tradiciones de los ancianos que a la lectura de la Sagrada Escritura, causó aquel error de Ireneo. Y con razón ya este único ejemplo debería hacernos sospechosas las tradiciones, ya que antiguamente en aquellos tiempos antiguos los más insignes padres de la Iglesia fueron engañados por las tradiciones.
Por eso Dios no nos remite a las tradiciones, sino a la ley y al testimonio, Isaías 8:20. Algunos opinan que los judíos habían considerado al Señor como mayor debido a la expresión seria del rostro y porque por el mucho trabajo con la predicación, las vigilias y la oración parecía haber envejecido antes de tiempo, como dice David: estoy gastado, envejecido a causa de todos mis angustiadores, Salmo 6:7. Y en verdad las preocupaciones y los trabajos hacen que alguien envejezca antes de tiempo. Pero aquí no es necesario investigar con tal ansiosa diligencia la circunstancia de la edad de Cristo, ya que los judíos solo hablan en general de la edad de Cristo y con gusto añaden algunos años, para así probar tanto más lo incongruente de sus palabras.
Aunque ahora los judíos se hicieron a sí mismos indignos de toda mayor instrucción, sin embargo, Cristo no los abandonó todavía, sino que, haciendo como si no notara su perversa distorsión de sus palabras, se esfuerza por instruirlos amablemente aún más sobre su persona y sobre la verdad de sus palabras. Dice pues: vuestro error proviene de que no tenéis conocimiento de mi persona. Me tenéis por un mero hombre; y ciertamente, si así fuera, ciertamente no habría visto a Abraham; pero debéis saber que yo soy el verdadero Hijo de Dios; por lo tanto, "antes que Abraham fuese, yo soy". ¿No recordáis aquel pasaje de Éxodo 3:14, cuando Moisés preguntó por el nombre del Mesías, que lo envió a Egipto para sacar a vuestros padres? Allí se nombró a sí mismo: "YO SOY EL QUE SOY"; di, dijo, a los hijos de Israel, este me ha enviado, y ved: este: "YO SOY EL QUE SOY" soy Yo.
En el Hijo de Dios estaba la vida desde la eternidad y la plenitud de esta vida habitaba corporalmente en Cristo Jesús. Y aunque al Señor no le era desconocido que los judíos no aceptarían esta instrucción, sin embargo, añade, por causa de los creyentes, que nunca faltarán a Cristo, la afirmación seria, confirmada por doble juramento: "de cierto, de cierto os digo"; por lo cual también nosotros, por tumultuosos que se muestren los judíos en ello, creemos firmemente en esta declaración de Cristo, que a saber, Jesús no solo es hijo de María, sino también el verdadero Hijo del Dios eterno y nuestro Redentor y Mediador. Su eterna y esencial divinidad la afirma con suficiente claridad, al hablar tan distintivamente de sí mismo y de Abraham. De Abraham no dice, antes que él era, sino fue o nació, atribuyéndole así un ser tal, que no tiene su principio de o por sí mismo (pues esto es peculiar solo a Dios), sino que toma su principio de otro lugar. Pero de sí mismo dice: "yo soy", en lo que se atribuye a sí mismo una palabra tal, que designa que Él tiene su ser de y por sí mismo y no por otro, y en consecuencia es verdadera y esencialmente Dios. A esto pertenece también el pasaje de Apocalipsis 1:8, donde Cristo dice: "Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso". De esta manera, pues, descubre la inconmensurable diferencia entre Él y Abraham, por mucho que antes los judíos le hubieran reprochado: "¿Eres tú mayor que nuestro padre Abraham?". Pues tan grande como es la diferencia entre Creador y criatura, así de grande es también entre Cristo y Abraham, lo que también Abraham mismo reconoció humildemente, cuando vio el día de Cristo. Pues en Génesis 18:27 dijo al Señor: "He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza", indicando que era indigno de estar ante su rostro y de hablarle oralmente. Por lo tanto, aquel "yo soy" se refiere propiamente a la eterna divinidad del Hijo.
Pero como el Hijo, también antes de su venida en la carne, representa al Mediador ante el Padre, por eso el oficio de Mediador no debe ser excluido aquí; pues Cristo es aquel Cordero, que fue inmolado desde el principio del mundo, Apocalipsis 13:8; así también: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos, Hebreos 13:8. Por eso también Job, que vivió poco tiempo después de Abraham, vio su día y testificó que Él es su Goel o su Redentor, que lo libraría de los pecados y lo resucitaría en el último día. Y que este su Redentor ya vivía entonces, lo testificó claramente en el capítulo 19:25.
Los judíos, que hasta ahora durante esta disputa con Cristo se volvieron gradualmente cada vez más rebeldes, irrumpen ahora finalmente en abierta furia; "entonces tomaron piedras para arrojárselas", para matarlo así con el castigo de la ley, que en Levítico 24:16 se da contra los blasfemos. Pero fue una señal de su ira desmedida y de su furia manifiesta, que sin el juicio del juez y sin tener en cuenta la santidad del templo, en el que se encontraban, procedieran de inmediato a la lapidación. Tal trágico desenlace suelen tomar casi siempre también las negociaciones, que los enemigos jurados de la verdad entre los papistas mantienen con los evangélicos. Hus, Savonarola, Jerónimo de Praga y muchos otros santos mártires de Cristo han experimentado esto suficientemente y las dos pruebas más poderosas de los jesuitas todopoderosos contra los evangélicos son la espada y la cuerda, porque esperan una mayor esperanza de victoria de la espada del verdugo que de la espada de su boca. Los papistas ciertamente llaman a esto celo; pero en realidad y verdad es una furia canina. Ciertamente también estos fariseos adujeron un gran celo por Abraham, por Dios, por la ley, que manda lapidar a los blasfemos. Pero el apóstol dice que es un celo insensato, como el del concilio supremo en Jerusalén contra Esteban, Hechos 7:54, cuando sus palabras les traspasaron el corazón y crujían los dientes contra él, hasta que finalmente se abalanzaron sobre él, lo echaron fuera de la ciudad y lo apedrearon.
Pero, ¿cómo escapó aquí Cristo de su furia? El evangelista dice: "Pero Jesús se escondió y salió del templo; y atravesando por en medio de ellos, se fue".
Aquí se dice de Él dos cosas, de las cuales una, a saber, que se escondió, es una señal de debilidad humana, la otra, sin embargo, que atravesó por en medio de ellos, es una señal de fuerza y poder divinos. El curso de los acontecimientos fue, sin embargo, que Cristo en el primer ataque e ímpetu de sus enemigos, para apedrearlo, se escondió un poco, pero pronto se dio la vuelta y salió del templo justo por en medio de los fariseos y sacerdotes, que lo rodeaban, de tal manera que no fue impedido, ni aprehendido, ni herido por nadie. Sus oponentes no solo lo vieron marcharse, sino que también se percataron de su poder divino, si es que algunos de ellos aún podían ser conmovidos por ello; pues Cristo no dejó pasar la menor oportunidad para no convertir también a sus enemigos más acérrimos, porque anhela tan cordialmente la salvación del género humano.
Salió, pues, del templo y dejó por lo tanto a los judíos su templo, lleno de tonterías farisaicas, pero vacío del Mesías.
Lo mismo sucede también hoy en día a todos los que son encontrados como enemigos de la palabra divina y de la Sagrada Escritura. Tienen ciertamente sus templos y de hecho templos brillantes y espaciosos por todas partes; pero si están despojados de Cristo, no son otra cosa que salas del Anticristo. Tales son los templos de los papistas, en los que los canónigos braman, los sacerdotes sacrifican, los sacristanes queman incienso, los niños del coro encienden las velas de cera; sin embargo, de Cristo, de su santo evangelio (que sin embargo solo es la verdadera santidad, la hermosura de la casa de Dios para siempre, Salmo 93:5), de eso no se escucha nada, allí reina el más profundo silencio. Por lo tanto, sus iglesias son en realidad tumbas, en las que los muertos entierran a sus muertos. Mantengamos, pues, a Cristo con su palabra en nuestras casas de Dios, para que nosotros, vivificados por ella, vivamos para el Dios vivo por medio de Cristo en la eternidad. Amén.