Perícopa para el Primer Domingo después de la Trinidad
Lucas 16, 19-31. Harmon. Evang. Cap. CXXIII.
En todo tiempo se ha debatido si este ejemplo que Cristo presenta es solo una parábola o la narración de una historia verídica. Hay, de hecho, Padres de la Iglesia que sostienen, basándose en una fiable tradición judía, que en aquella época realmente vivieron un hombre rico y un mendigo llamado Lázaro, a quienes les sucedió en vida lo que Cristo aquí relata. Según esta visión, Cristo habría añadido el castigo del rico y la recompensa de Lázaro después de la muerte para así motivar más fuertemente a sus oyentes a abandonar la búsqueda de riquezas y la avaricia, y a practicar la generosidad con los pobres.
Sin embargo, da lo mismo si estas palabras de Cristo son una historia o una parábola, siempre y cuando se interpreten con destreza y se apliquen correctamente. Lo que Cristo busca es pintar un cuadro de toda la raza humana a través de estas dos figuras, mostrando cómo Dios trata con la gente en esta vida y cómo, según Su voluntad, deben ellos organizar su vida aquí abajo para poder un día ser partícipes de la felicidad celestial. Porque Dios no llevó a los judíos al cielo inmediatamente después de hacer el pacto de la circuncisión, como tampoco lo hace hoy con los cristianos justo después del bautismo. Más bien, Él nos deja en este mundo y coloca a cada uno, según Su libre voluntad, en una vocación particular para probar cómo se comporta de acuerdo a Su voluntad.
Él lo ordena de tal manera que uno sea rico y otro pobre; que uno disfrute de buena fortuna y otro se encuentre en una situación triste; que uno pase su vida en alegrías y comodidades, y el otro en enfermedades y adversidades. Ahora bien, si a alguien le concede riquezas, tesoros y salud, le presenta aquí al hombre rico para que aprenda qué debe hacer y qué debe evitar, a fin de que no termine también en el lugar de tormento. Esto puede ocurrir fácilmente si apega su corazón a las riquezas, se sumerge en los placeres, descuida a los pobres, se olvida de Dios y de Su Palabra, y no se preocupa por la vida venidera.
Por el contrario, si Dios aflige a alguien con una pobreza que lo lleva a la mendicidad y con enfermedades, de tal modo que es abandonado por todos y no puede progresar en lo externo, le presenta entonces a Lázaro para que aprenda cómo debe comportarse, para que, aunque sea el más pobre en este mundo, sea llevado al seno de Abraham. Porque es seguro que, si Lázaro en su miserable estado se hubiera apartado de Dios, murmurando contra Él y contra su prójimo, jamás habría sido llevado al seno de Abraham.
Así pues, si este ejemplo se aplica hábilmente de esta manera (lo cual se puede hacer muy apropiadamente mediante la comparación mutua entre estas dos personas), se logrará el mismo propósito que Cristo pretendía, sin importar si uno considera el discurso de Cristo como una historia real o una parábola.
Ahora, pasemos a analizar el asunto en sí.
I. Comparación del Hombre Rico y Lázaro en esta Vida
Son iguales en que ambos eran judíos, descendientes de la bendita prole de Abraham, que en aquel entonces era el único pueblo santo, el linaje escogido y el pueblo adquirido por Dios. El rico, junto con los demás judíos, había escuchado a Moisés y a los profetas; de hecho, llama a Abraham "padre", y este a su vez lo llama "hijo" según la carne. El pobre también era judío, lo que se indica por su nombre Lázaro, la forma griega del hebreo "Eliezer" (que significa "Dios es mi ayuda"). Por eso fue llevado al seno de Abraham, porque compartía con él la misma fe. Así, ambos llevaban en su cuerpo la señal del pacto con Dios y podían jactarse frente a los gentiles con las palabras del Salmo 147:20: "Con ninguna otra nación ha hecho así".
Sin embargo, existía entre ambos una gran desigualdad en cuanto a los bienes de fortuna. Uno de ellos, evidentemente, era rico, y en esto el mundo cifra la parte principal de la felicidad. Este rico era uno de aquellos de los que Job 21:7 y ss. menciona: "Los impíos envejecen y aumentan en poder; su casa está en paz, libre de temor, y la vara de Dios no está sobre ellos; envejecen en días buenos y apenas un instante se estremecen ante el infierno". No hay duda de que este rico gozaba de gran prestigio y favor entre la gente, pues no vivía en una avaricia sórdida hacia todos. Al contrario, al decirse que se vestía lujosamente y que "cada día celebraba con esplendor", se evidencia que permitía que otros también disfrutaran de su riqueza. Lázaro, en cambio, es pobre y necesitado; no tiene nada para ganarse el sustento y, abandonado por todos, se ve forzado a mendigar. Pues, como dice Proverbios 14:20: "El pobre es odiado hasta por sus propios vecinos, pero los ricos tienen muchos amigos". Además, Lázaro no era uno de esos mendigos sanos contra los cuales existen incluso leyes, sino que estaba lleno de llagas. Así, aunque hubiera querido trabajar y ganarse el pan, no habría podido debido a la debilidad y enfermedad de su cuerpo.
El rico se vestía de púrpura y lino fino. La púrpura, en la antigüedad, solo la usaban los príncipes y senadores. El lino fino, llamado biso, se fabricaba con lino de la India y Egipto y, según se cuenta, era tan costoso que se pagaba su peso en oro. Y si hemos de creer al naturalista Plinio, tenía la cualidad del asbesto, de modo que no se consumía con el fuego, sino que solo se purificaba. Por eso, según Plinio, se solía envolver los cadáveres de los reyes en un manto de biso al colocarlos en la pira funeraria, para que las cenizas del cuerpo se conservaran en ese sudario y no se mezclaran con las demás cenizas. Y, ciertamente, una vestimenta fina es un adorno no menor para un hombre de prestigio. Pero cada cual debe vestirse según su estado y su vocación. Cuando los ciudadanos quieren ser como los nobles, estos como los condes y estos como los príncipes, tal pretensión solo ocasiona una gran confusión. Esto es lo que hacía aquí el rico glotón, quien, aunque era un particular, usaba ropas tan costosas como las de José cuando fue puesto sobre toda la tierra de Egipto. Lázaro, en cambio, estaba casi desnudo. Su piel estaba cubierta de llagas y quizás apenas cubierta con un trapo andrajoso y roto. Pues cuando alguien carece de comida y ropa adecuadas, fácilmente brotan úlceras y lepra que cubren la piel como una costra.
Es común entre los impíos caer de pecado en pecado. Este glotón no solo se pavoneaba como un pavo real con sus ropas costosas y espléndidas, sino que, como un fiel hijo de Epicuro, "vivía cada día en esplendor y alegría". Es decir, se entregaba por completo a la buena vida y se deleitaba con sus parásitos y compañeros de parranda, no solo con los placeres de una mesa exquisita y selecta, repleta de manjares sabrosos y vinos finos, sino también con cantos alegres, música instrumental, bailes, espectáculos y cosas por el estilo. Todo esto, así como la salud corporal —que con razón se considera el principal bien terrenal—, indica la felicidad de este rico, pues donde reina la enfermedad, no puede haber placer ni alegría, ni en los banquetes más brillantes. Y celebraba estos festines opulentos todos los días, de lo que podemos deducir justamente que estaba totalmente entregado a este placer carnal y no tenía tiempo para nada más. Además, lo hacía con ostentación y, en resumen, pertenecía al grupo de los que cantan con Epicuro: "comamos y bebamos, que mañana moriremos"; o según Isaías 56:12: "Venid, traigamos vino, embriaguémonos de licor; y el día de mañana será como este, o mucho más excelente". Lázaro, por otro lado, no solo no vivía en tal abundancia, sino en tal necesidad, miseria y abandono de todos, que el hambre se le asomaba por todos los miembros. Y para calmarla, no pedía descaradamente perdices o vino, sino que solo deseaba "saciarse con las migajas que caían de la mesa del rico", las cuales normalmente se pisan con los pies o se las comen los perros. Pero tan grande era la crueldad de este rico y sus siervos, que Lázaro ni siquiera podía obtener esas migajas. Por eso, para eterna vergüenza del rico y su servidumbre, se añade que los perros fueron más amables con él, "pues venían y le lamían las llagas". Sin embargo, no faltan intérpretes que consideran que esto también contribuía a aumentar su miseria, ya que los perros lamían sus llagas no para hacerle un bien a él, sino a sí mismos, y además, a menudo es doloroso que se toquen o palpen las úlceras que aún no están maduras. Así, la paciencia de Lázaro fue probada por dos lados: por un lado, al no experimentar la compasión de los hombres; por otro, al verse obligado a soportar esta molestia incluso de los perros.
Finalmente, el rico tenía una casa, a cuya puerta yacía el mendigo, pues el portero no lo dejaba entrar al patio, que probablemente era muy espléndido y espacioso. En su diálogo con Abraham, el rico mismo la llama "la casa de mi padre", lo que evidencia que esta parte de su felicidad terrenal tampoco la adquirió con trabajo, sino que la recibió por herencia. En contraste, la miseria de Lázaro era tanto mayor cuanto que no tenía ni la más pequeña choza para protegerse de los vientos, la lluvia y otras inclemencias del tiempo. Estaba, por así decirlo, sin techo, arrojado a la puerta del rico, donde, por la cantidad y tamaño de sus llagas, estaba más obligado a yacer que capaz de estar de pie o sentado por mucho tiempo. Así, tenemos ante nuestros ojos en el rico la imagen de la máxima felicidad terrenal, y en Lázaro, la de la extrema miseria humana.
II. Comparación de su Estado en y después de la Muerte
Ambos coinciden en que mueren. Del pobre se dice: "Aconteció que murió el pobre"; y del rico se añade en seguida: "y murió también el rico". Porque este es el destino de la vida humana después de la caída: su final es la muerte, sin importar la situación o el estado en que haya estado la persona. La muerte observa esta ley: se lleva tanto al rey como al mendigo, e iguala el cetro con el azadón. Sin embargo, Lázaro fue llamado por Dios a través de una muerte más temprana que el rico. Pues el Dios bondadoso suele librar más rápidamente a los piadosos de sus tribulaciones para darles el descanso eterno, que arrancar a los impíos de su felicidad terrenal —según Su justicia— para entregarlos al tormento eterno, ya que la paciencia divina espera su arrepentimiento. Pero si este no llega, los incrédulos acumulan para sí ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios (Romanos 2:5). Tampoco hay duda de que Lázaro tuvo una muerte más tranquila y serena que el rico. Estaba tan debilitado por el hambre y sus llagas que, humanamente hablando, no podía oponer resistencia a la muerte; más bien, esta le era querida y agradable, para ser finalmente liberado de tanta miseria y aflicción. "¡Oh muerte!", dice el libro de Sirácides, "¡qué buena eres para el necesitado, que está débil y viejo, y cargado de preocupaciones!". Para el rico, en cambio, que hasta entonces había vivido en los mayores placeres, la muerte fue muy amarga, como también escribe Sirácides (41:1-2): "¡Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para el hombre que vive en paz entre sus bienes, para el hombre sin preocupaciones, que en todo prospera y aún tiene vigor para disfrutar de los placeres!". Por eso, el rico, desacostumbrado al dolor y al sufrimiento, se revolvía inquieto en su lecho de enfermo. Y aunque ciertamente los médicos aplicaron toda su diligencia y arte, y las medicinas más costosas y potentes, todo fue en vano; tuvo que partir y dejar todo atrás.
Después de la muerte, del rico se relata: "y fue sepultado", lo cual sin duda se llevó a cabo con gran pompa y esplendor, como suele ocurrir en los funerales de los ricos, donde no solo los parientes cercanos y lejanos, los sirvientes y amigos, sino casi todos los conocidos lo acompañan en un largo cortejo fúnebre hasta la tumba y lo honran con discursos. Del entierro de Lázaro se guarda silencio, y Crisóstomo opina que fue arrastrado fuera de la ciudad por gente común, sin cortejo alguno, y quizás arrojado a una fosa sin cubrirlo con tierra, lo que la Escritura (Jeremías 22:19) llama "sepultura de asno", con la que el Señor amenaza a los impíos.
No obstante, al piadoso Lázaro le fue concedido un honor especial: "fue llevado por los ángeles al seno de Abraham". ¡Fíjense! Aquel de quien en vida se avergonzaron el rico y toda su casa, de él no se avergüenzan después de su muerte los ángeles de Dios, que son "espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación" (Hebreos 1:14).
Sobre el "seno de Abraham", a donde lo llevaron, se ha discutido mucho en todos los tiempos, con unos afirmando una cosa y otros otra. La opinión más sobria es la de Agustín, que lo entiende como un lugar de cierto reposo secreto. Los papistas sostienen hasta hoy que el seno de Abraham y el limbo de los patriarcas era la tercera sección del purgatorio, donde los patriarcas sudaron hasta que Cristo abrió el paraíso y el cielo con Su mérito. Pero estos no son más que sueños de gente ociosa, introducidos por ellos al margen y en contra de la Escritura (como demostraremos más adelante). Si queremos entender correctamente qué es el seno de Abraham, debemos saber que Cristo habla en la parábola de manera humana. Así como los niños, después de haber sido maltratados por los sirvientes en ausencia de sus padres, son tomados en el regazo por sus madres, que los aman con ternura, y son consolados, olvidando así fácilmente todos sus males, de la misma manera Cristo indica que, como Abraham era el patriarca de todos los judíos, y Lázaro compartía con él tanto la misma fe como el mismo sello de la justicia de la fe, Lázaro también fue acogido en la comunión de los bienaventurados. Se le concedió por gracia el mismo descanso que a ellos y fue recreado con las alegrías del reino de los cielos, que le había sido prometido a Abraham. El seno de Abraham es, pues, ese lugar (hablando humanamente) donde están Dios mismo, los ángeles, los santos patriarcas y profetas, que también se llama en otros lugares, como en Sabiduría 3:1, "la mano de Dios", "donde no los tocará el tormento". Allí, Lázaro recibe ahora su consuelo, después de haber soportado muchas amarguras y adversidades en esta vida. No hay duda de que aquí abajo sufrió a menudo tristes tentaciones sobre la certeza de las promesas divinas de que a los buenos les iría bien. A menudo habrá pensado: "Me esfuerzo, por la gracia de Dios, en vivir piadosamente; y sin embargo, paso hambre y estoy lleno de llagas; así que en vano mi corazón vive irreprensiblemente y lavo mis manos en inocencia, y soy azotado todo el día, y mi castigo llega cada mañana" (Salmo 73:13-14). Y cuando con sus ojos veía la felicidad del impío rico, seguramente suspiraba aquellas palabras de Jeremías 12:1: "¿Por qué prospera el camino de los impíos, y viven en paz todos los que proceden pérfidamente?". Pero ahora, descansando en el seno de Abraham, es felizmente consolado y experimenta que todo lo que Dios ha prometido de felicidad a los piadosos es la más pura verdad. Por eso, ahora da gracias a Dios, no solo por haberlo librado de la miseria de este mundo, sino también, al ver el tormento del rico, porque Dios lo ha guardado misericordiosamente para que él no llegara también a ese lugar de tormento. Más bien, se eleva con razón a la expectativa de bienes mayores después de la resurrección de su cuerpo.
Así como hubo una gran diferencia entre el rico y el pobre en la muerte, no la hubo menor en su estado después de la muerte.
La primera diferencia es que al pobre se le nombra, pero al rico no. En el mundo, los nombres de los ricos son conocidos por todas partes; son famosos, respetados y gloriosos. Los nombres de los pobres, en cambio, apestan ante el mundo y, agobiados por el peso de la pobreza, son como hundidos en una profunda oscuridad. Pero ante Dios y en Su reino, la cosa es muy diferente. Porque así como Dios le dice a Moisés para consolarlo en Éxodo 33:17: "has hallado gracia a mis ojos, y te he conocido por tu nombre", así también, con respecto a todos los piadosos, el fundamento de Dios está firme y tiene este sello: "El Señor conoce a los suyos". Este pobre es, pues, uno de aquellos de quienes Dios dice en Isaías 43:1: "No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú". El nombre Lázaro es la forma griega del hebreo Eliezer y significa "Ayuda de Dios", lo que expresa la confianza del pobre en el Señor. El nombre del rico no se menciona, porque como Dios dice de los impíos en el Salmo 16:4: "ni tomaré sus nombres en mis labios", tampoco quiere tenerlos escritos en Su libro. Por eso se dice de manera indefinida del rico: "Había un hombre rico". Porque "la memoria del justo será bendita, mas el nombre de los impíos se pudrirá" (Proverbios 10:7). Por lo tanto, los piadosos pueden alegrarse de que sus nombres estén escritos en el libro de la vida, de donde serán leídos públicamente en el día del juicio y llamados a la alegría celestial. Por el contrario, los nombres de los impíos serán borrados en el olvido y la oscuridad eternos.
La segunda diferencia consiste en la desigualdad de los lugares a donde cada una de estas dos personas fue llevada. Lázaro descansa en el seno de Abraham y es consolado. Porque en esta vida honró a Dios, aferrándose con fe a Su Palabra, soportando pacientemente la cruz que se le impuso y encomendando su alma al Señor mediante la piadosa invocación. Por eso ahora es honrado a su vez por Dios, y de manera mucho más gloriosa de lo que podría haber imaginado en esta vida; porque ahora está en la comunión de los ángeles y los bienaventurados, donde hay gozo y delicia, y disfruta de la visión de Dios. El rico, por el contrario, está en el infierno y en el tormento, un tormento tal que nadie puede expresar con palabras. Está en el lugar donde el gusano de los condenados no muere y su fuego nunca se apaga (Isaías 66:24), en el lugar donde busca la muerte y no la encuentra, donde desea morir, pero la muerte huye de él (Apocalipsis 9:6). Por eso se quejaba: "estoy atormentado en esta llama", y hasta una gota de agua para refrescarse se le niega por toda la eternidad. Qué tormento es este, es algo inexpresable para todos los hombres. El alma es atormentada por constantes remordimientos de conciencia al recordar las fechorías cometidas, a lo que se suma el dolor por la felicidad perdida irrevocablemente, que tan fácilmente podría haber alcanzado por el beneficio de Cristo. Y no menos la atormenta el pensamiento de la condenación eterna, que nunca podrá ser revertida, mientras espera con terror la resurrección del cuerpo, con el que será reunida de nuevo y entregada al diablo para sufrir castigos terribles, de los cuales no será liberada por toda la eternidad.
Estos son, pues, los dos lugares que acogen a todas las almas después de esta vida: uno es el "infierno", al que fue enviado el rico glotón y a donde serán enviados todos los impíos. Porque quien no cree en el Hijo de Dios ya ha sido condenado y no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él (Juan 3:36). Y de este infierno no hay redención, como dice Casiodoro, y según Agustín, nunca devuelve a los que ha devorado. Aquí en la tierra, los pecados se retienen y se perdonan; en el mundo venidero, no hay más que recompensa o condenación.
El otro lugar es el cielo, a donde llegan aquellos que confían en el único mérito de Jesús y mueren en fe firme en Él. De estos dice Jesús mismo en Juan 12:26: "donde yo estoy, allí también estará mi servidor"; igualmente en Juan 17:24: "Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo". Por eso también le dijo al malhechor arrepentido en Lucas 23:43: "De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso". Y de todas las almas de los creyentes, el Espíritu ha ordenado escribir, en Apocalipsis 14:13: "Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen". Porque "las almas de los justos están en la mano de Dios, y no los tocará el tormento" (Sabiduría 3:1). De estas dos moradas del alma también escribió Agustín: "Hay dos moradas para las almas; una está en el fuego eterno, la otra en el reino de los cielos". De una tercera no sabemos absolutamente nada; más bien, encontramos en la Sagrada Escritura que no existe tal cosa.
Los papistas añaden a esos dos lugares, además del limbo de los patriarcas y la oscura morada de los niños no bautizados, un tercer lugar: el purgatorio, en el cual las almas que no parten de este mundo completamente puras son purificadas por el fuego hasta que se consideran suficientemente limpias y son admitidas en el cielo. Pero esto es solo una invención de la curiosidad humana, que descuida lo revelado y se preocupa excesivamente por lo oculto. Monjes ociosos pensaron así: no es apropiado que quien acaba de partir de este mundo impuro sea admitido inmediatamente en el cielo, al cual no debe entrar nada impuro o manchado. Y aunque alguien parta en la fe en Jesús, el pecado todavía se le adhiere (Romanos 7:21), y por lo tanto es necesario que permanezca en algún lugar por un tiempo hasta que esté completamente purificado. Del mismo modo, abrigaban la siguiente ilusión: si alguien tiene la fe histórica pero por algún obstáculo no está completamente convertido, sería injusto que tal persona fuera condenada eternamente; por lo tanto, que vaya al cielo después de la purificación. Estas son, ciertamente, especulaciones entretenidas; pero en asuntos de fe, el veredicto no debe basarse en nuestros pensamientos, sino en la Palabra de Dios. "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová" (Isaías 55:8).
Esta ficción humana no solo es un sacrilegio contra el santísimo mérito y la sangre de Cristo, que es lo único que nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7; 2:2), sino que también corrompe en la gente lo que la Escritura destaca especialmente: que el hombre aprenda a morir en paz y bienaventuranza. Porque los moribundos, aunque tuvieran una fe verdadera, consideraban que aún no estaban suficientemente purificados y, por lo tanto, tendrían que sufrir el tormento purificador en el purgatorio. Por el contrario, si no tenían fe, no se preocupaban mucho por el arrepentimiento y la conversión, sino que compraban intercesiones y sufragios por los muertos y partían con confianza. Y de esta manera, una masa infinita de personas, engañadas por los curas que decían misas, se perdieron miserablemente para siempre. Porque estos inculcaron a los moribundos la ilusión de que había muchos remedios para ser liberados a tiempo del purgatorio, especialmente a través de las oraciones de los monjes, las limosnas y el sacrificio de la misa. Pero esto es falso; porque en la Sagrada Escritura no tenemos ni un precepto, ni una enseñanza, ni ningún ejemplo de ello. En el Antiguo Testamento, Dios ordenó en el libro de Levítico muchos tipos de sacrificios, pero ni uno solo por los muertos. En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo, en 1 Tesalonicenses 4:13, instruyó detalladamente a los cristianos sobre los muertos, pero no añade nada parecido, sino que solo quiere que no se entristezcan como los paganos que no tienen esperanza. Ahora bien, si este glotón hubiera conocido las misas por las almas y otras tonterías de los papistas, habría rogado que Lázaro fuera enviado a sus hermanos para que le consiguieran misas, vigilias, conmemoraciones anuales en las tumbas de los mártires, peregrinaciones, cartas de indulgencia y todo lo demás que pertenece a las ayudas para los difuntos. Pues ciertamente había dejado una gran fortuna para cubrir tales costos. Pero son vanas ficciones humanas las que los papistas han presentado sobre su purgatorio, por lo que es justo asombrarse de cómo el mundo entero pudo ser engañado por este fraude y esta ilusión, cuando no se encuentra absolutamente nada de ello en la Sagrada Escritura. Pero como el mundo no aceptó la luz clara de la verdad para ser salvo, Dios les envió un poder engañoso, para que creyeran la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia, como escribe Pablo en 2 Tesalonicenses 2:10-12.
Agustín en su tiempo también disputó sobre esto, pero no decidió nada, aunque afirmó que solo había dos lugares para las almas separadas del cuerpo. Los papistas, sin embargo, más tarde creyeron más firmemente en el purgatorio que en toda la Escritura. Dicen: las propias almas se han aparecido, especialmente en tiempos de Gregorio Magno, y han confirmado el purgatorio. A esto responde aquí Cristo, diciendo: "A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. [...] Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos". Pero los papas romanos dejaron de lado a Moisés y a los profetas y en su lugar escucharon a los muertos, porque el purgatorio calentaba excelentemente sus cocinas. Pero, como se ha dicho, bajo ese pretexto engañaron a muchos y les robaron su salvación, al esperar estos que, aunque no hicieran penitencia alguna en esta vida, podrían ser ayudados en la otra vida por las intercesiones y sufragios por los muertos. Contra esta doctrina fraudulenta, todos los fieles maestros de la Palabra deben advertir seriamente a sus oyentes que no pospongan su arrepentimiento, sino que reflexionen a tiempo, para que no les suceda lo que a las vírgenes insensatas (Mateo 25:11). Más bien hoy, si oyen la voz del Señor, no deben endurecer sus corazones (Salmo 95:8). Porque con razón dice Crisóstomo: "Aquí es el tiempo del arrepentimiento, allí del juicio; aquí de la lucha, allí de la coronación; aquí del trabajo, allí del descanso; aquí de la tribulación, allí de la recompensa". Del mismo modo, dice Justino: esta es la sentencia de Cristo: "En lo que os encuentre, en eso os juzgaré"; o como dice Cipriano en el sermón sobre la mortalidad: "como Dios te encuentra cuando te llama de este mundo y te exige ante sí, así también te juzga".
Pero, podría decir alguien: Dios no encuentra a nadie perfectamente puro en la hora de la muerte; y como nada impuro entra por las puertas de la Jerusalén celestial, ¿quién podrá ser inmediatamente un habitante del cielo? Respuesta: Esta pureza e inmaculación no deben juzgarse según nuestra razón, sino según la Palabra de Dios. Y en Hechos 15:9 se lee así: "por la fe purificando sus corazones" (es decir, especialmente en Cristo), y no por el fuego del purgatorio. En Juan 15:3 se dice: "Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado". Y Pablo testifica en Efesios 5:27 que Cristo presentará la novia gloriosa a Su Padre celestial, como una que no tiene mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que es santa e inmaculada. Miren a Lázaro. ¿Estaba él acaso puro ante nuestros ojos? Ciertamente no, ni en el cuerpo ni en el alma, sino completamente miserable. Y sin embargo, como murió en la fe en la simiente de Abraham, no fue enviado al purgatorio, sino que fue acogido inmediatamente en el seno de Abraham. Esta gracia, de que seamos recibidos como puros en el cielo, no es el purgatorio, ni el efecto de una satisfacción por el pecado hecha sin Cristo, sino únicamente la redención obrada por la sangre de Cristo, que el Espíritu Santo comunica al creyente a través del Evangelio. Y esta es la segunda diferencia entre el rico y Lázaro después de esta vida.
La tercera diferencia consiste, por así decirlo, en la distinta compañía. Lázaro está en la comunión de Dios, de su Salvador Jesucristo, de los santos ángeles, de Abraham y de todos los bienaventurados, y disfruta de tal consuelo de manera doble, porque sabe que nunca será separado de esta comunión por toda la eternidad. Pues oye que entre esta morada de los bienaventurados y la de los condenados hay un gran abismo, que nadie puede cruzar. El rico, por el contrario, tiene consigo a todos los demonios infernales, que lo aterrorizarán y atormentarán suficientemente. También tendrá consigo a sus cinco hermanos, compañeros de sus banquetes y juergas, cuyos gritos, suspiros y lamentos duplicarán el castigo del rico. Porque así como a la misma fe en Cristo le sigue la misma bienaventuranza, también los mismos pecados merecen la misma e igual condenación.
Ahora bien, conviene considerar, como el punto principal, ¿cuál es la causa de la condenación del rico y de la bienaventuranza del pobre? En todo tiempo ha habido intérpretes que han sostenido que el rico fue condenado por su riqueza, y Lázaro se salvó por su necesidad y pobreza. Y de ahí ha venido que este evangelio, que debería ser una medicina para el alma, para muchos se convierte en veneno. Porque los maniqueos, los monjes y los anabaptistas rechazan la riqueza porque temen la condenación a causa de ella. No menos admiraron los Padres de la Iglesia los ejemplos de los paganos que despreciaron y rechazaron la riqueza con magnanimidad, como por ejemplo Jerónimo recomienda el ejemplo del filósofo Crates, que arrojó una gran cantidad de oro, pensando que no podía poseer a la vez virtud y riqueza. Luego añade: "¿Y nosotros, atiborrados de oro, seguimos acaso al pobre Cristo?". A esto añadieron luego muchos dichos, como por ejemplo Salmo 10:14: "A ti se acoge el desvalido; tú eres el amparo del huérfano"; Isaías 49:13: "Porque Jehová ha consolado a su pueblo, y de sus pobres tendrá misericordia"; Mateo 5:3: "Bienaventurados los pobres (aunque aquí en realidad dice 'en espíritu'), porque de ellos es el reino de los cielos"; igualmente 11:5: "a los pobres es anunciado el evangelio"; Santiago 2:5: "¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo?". De ahí vino que muchos abandonaron su herencia paterna, se vistieron con un cilicio en lugar de púrpura, eligieron el ayuno en lugar de los banquetes, y casi todos, de malos cristianos se convirtieron en peores hipócritas, transformándose en fariseos engreídos, haciendo de su pobreza auto-elegida su dios y, con peor disposición que el rico glotón, no solo no se preocupaban por los demás, sino que los despreciaban en comparación con ellos mismos.
Por lo tanto, que nadie se deje engañar por tal ilusión. La pobreza por sí misma no salva a nadie. De hecho, muchos han pecado por necesidad, y Salomón, en Proverbios 30:9, pide ser librado de la pobreza para no robar y ofender el nombre del Señor. Y por eso no hay duda de que muchos mendigos arderán en el infierno. Así como la pobreza por sí misma no salva, tampoco la riqueza por sí misma condena. Porque "la bendición de Jehová es la que enriquece, y no añade tristeza con ella" (Proverbios 10:22); también a hombres piadosos, como Abraham, David y otros, Dios les concede riqueza. Y con razón Agustín extrae de este evangelio que Dios puso al pobre Lázaro en el seno del rico Abraham para demostrar que ambos, el rico como el pobre, pueden salvarse, si solo manejan sus asuntos de la manera correcta según la Palabra de Dios.
¿Qué le faltaba, pues, al rico? Escuchen a Cristo, en Lucas 12:21, quien, hablando de otro rico, dice: "Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios". Así que no fue la abundancia, sino la carencia lo que condenó a este rico. Porque, ¿de qué sirve cubrir el cuerpo con púrpura, seda y oro, y estar, en cuanto al alma, desnudo y descubierto ante los ojos de Dios? ¿De qué sirve exhalar ante los hombres un dulce aroma de bálsamo y nardo, y apestar ante Dios como un cadáver? ¿De qué sirve estar bien alimentado en el cuerpo, pero vacío y en ayunas en el alma? Esa era la carencia del glotón; pero, mientras vivió, no la sintió; tan pronto como murió, se dio cuenta de ella. Porque ahora empezó a reconocer que la mayor pobreza es carecer de la gracia y la misericordia de Dios, y que, mientras había vivido, había sido el mayor mendigo ante los ángeles de Dios.
Pero alguien podría decir: no es justo describir a este rico como tan carente de buenas obras; era judío, estaba en el pacto de la circuncisión, visitaba las sinagogas, sacrificaba la Pascua, daba el diezmo y ofrecía todo tipo de sacrificios. A esto se responde que estas son, ciertamente, obras, pero solo obras de la ley ceremonial, que el hipócrita, e incluso el impío, también puede hacer. Pero las verdaderas buenas obras, las que proceden de la fe y se hacen para la gloria de Dios y el bien del prójimo, como son, por ejemplo: el arrepentimiento, el amor sincero a Dios, el amor a la Palabra de Dios en Moisés y en los profetas, la templanza, la justicia, la inocencia —que es la verdadera riqueza divina—, estas obras no las tenía. Porque:
No se arrepintió de sus pecados y no se tomó el tiempo para reflexionar sobre ellos, pues estaba tan ahogado en los placeres que no podía reconocer que era un pecador.
No había en él amor a Dios, sino solo al vientre, a la riqueza, a sus compañeros de parranda y a sí mismo.
No tenía amor a la Palabra de Dios; oía a Moisés y a los profetas, pero solo por costumbre, no para arrepentirse. Si se leía algo de Isaías 3:16 y 5:11, o de Amós 6:1, ya fuera contra el orgullo o contra la embriaguez, lo escuchaba con oídos sordos o pensaba en otra cosa.
No había en él verdadero amor al prójimo ni misericordia, que Dios prefiere a todos los sacrificios (Oseas 6:6, Mateo 9:13). Por eso, se emborrachaba en su mesa con sus compañeros de juerga y ciertamente no dejaba que a sus perros les faltara pan y otras cosas comestibles, pero dejaba al piadoso Lázaro languidecer en su puerta.
No se encontraba en él ninguna templanza, que quiere que disfrutemos de los dones de Dios en Su temor y con acción de gracias.
Finalmente, para resumirlo todo brevemente, oía de Moisés que el hombre fue creado a imagen de Dios; y debería haberse esforzado por vivir de manera piadosa, justa, santa e inocente, pero en cambio vivió como un cerdo y como una bestia. ¿Qué maravilla, pues, que fuera condenado?
Además, este rico no solo carecía de buenas obras, como ya hemos oído, sino que también rebosaba de muchos grandes vicios que aumentaron su condenación. Entre estos se cuentan:
Su impiedad, porque era un hijo degenerado de Abraham, que no imitaba ni su fe ni sus obras. Y aunque tenía a Moisés y a los profetas, él y sus cinco hermanos consideraban como vanos espantajos y fábulas todo lo que estos siervos de Dios enseñaban sobre el estado en la vida futura, sobre el infierno y sobre los tormentos de los condenados. Era, al más puro estilo epicúreo, de la misma opinión que sus iguales de hoy en día, cuando dicen: "¡Bah, el diablo no es tan negro como lo pintan, ni el infierno tan caliente como predican los curas!". Pero ahora experimenta que es demasiado verdad. Por eso deseaba que se lo anunciaran a sus hermanos de una nueva manera, es decir, a través del resucitado Lázaro, para que ellos no vinieran también a este lugar de tormento. Porque aunque oyeran a Moisés y a los profetas cien años más, no les creerían ni se arrepentirían.
Otro grave mal era su orgullo en el vestir, vistiéndose más lujosa y espléndidamente de lo que su estado requería. Y esta necedad y tontería acompaña casi siempre a la riqueza y se excede de cuatro maneras. Primero, por el exceso; donde bastarían cinco varas, tienen que ser diez o más. Así también los ricos no se conforman con una o dos prendas para cambiarse, sino que se hacen confeccionar un gran número de ellas y luego las guardan en cofres y armarios para las polillas. Segundo, por la suntuosidad, al no tener en cuenta su estado y sus circunstancias civiles; la criada quiere vestirse como la hija de un hombre distinguido; el campesino quiere igualar al ciudadano, el ciudadano al noble, el noble al conde, el conde al príncipe en ropas multicolores bordadas en oro, e incluso superarlo. Tercero, por la novedad de la moda; porque lo que ven en los trajes de naciones extranjeras, ya les siente bien o no, quieren imitarlo, y así los sastres se ven obligados a inventar casi cada año cortes y formas nuevas y, además, deformes de vestidos tanto para hombres como para mujeres. Cuarto, por la ligereza desvergonzada. Solo hay que mirar cómo estas y aquellas mujeres, que quieren y deben ser vírgenes, andan con los pechos descubiertos, y jóvenes perfumados con ungüentos las siguen. Y la cosa parece tender a un punto en que es de temer que muchos dejen de cubrir las partes del cuerpo que la naturaleza y el pudor mandan cubrir.
El tercer vicio del rico era la glotonería; porque era un "héroe para beber vino, y un campeón en la embriaguez" (Isaías 5:22), era de los que siempre celebran la Pascua, y nunca ayunan.
El cuarto vicio era la falta de misericordia hacia el prójimo necesitado. Lo que Dios testifica de las iniquidades de Sodoma en Ezequiel 16:49, entre otras cosas, que no ayudaron al pobre y al necesitado, debemos afirmarlo también de este glotón. Estos pecados y vicios, pues, no la riqueza, lo arrojaron al infierno. Con razón dice Agustín: "Quita la impiedad, y la riqueza no dañará".
Lázaro, por el contrario, era pobre en bienes de fortuna; no podía ofrecer a Dios hecatombes (100 toros). Pero esta necesidad de ninguna manera le ganó el cielo, sino el hecho de que era rico para con Dios. Porque escuchó a Moisés y a los profetas de tal manera que se arrepintió. Primero, reconoció que era por naturaleza un miserable pecador, y que no solo por su pecado original, sino también por sus pecados y caídas diarias, bien merecía este castigo de la pobreza, e incluso uno más severo. Luego, dirigió su fe a la simiente bendita de Abraham y no dudó de que Dios, por causa de Él, le era misericordioso, le perdonaba los pecados y le daría el descanso eterno después de esta vida. Esta fe, la raíz de todas las virtudes, se aferró a la salvación y él poseyó todo en Cristo por medio de esta fe, de modo que, aunque estaba muy enfermo y débil en el cuerpo, en el alma era fuerte y sano. Después, también soportó pacientemente su cruz, y aquietó su alma con la buena y libre voluntad de Dios, no maldijo al rico despiadado, quizás incluso lo excusó, pensando que los siervos eran más duros que el señor y no ejecutaban las órdenes recibidas en su favor. Estaba, pues, bien satisfecho sabiendo que tenía en el cielo un Dios misericordioso; y aunque en este mundo no tenía casa propia, creía que en la otra vida ya se le había preparado su morada. No fueron, pues, la necesidad, la enfermedad y la pobreza las que salvaron a Lázaro, así como la cruz por sí misma nunca lo hace. Porque no todas las adversidades son pruebas o testimonios, sino que la mayoría son castigos que Dios nos envía para que no nos consideremos inocentes (Jeremías 30:11). Las verdaderas causas de la salvación de Lázaro fueron que escuchó la Palabra de Dios, a Moisés y a los profetas, creyó de corazón en Cristo y produjo verdaderos frutos de fe.
En consecuencia, tanto los ricos como los pobres tienen aquí la enseñanza correcta sobre cómo pueden escapar del lugar de tormento y llegar al seno de Abraham. Los ricos, pues, deben cuidarse de no poner su esperanza y confianza en el injusto Mamón, sino más bien aprender la verdadera sabiduría, que puede distinguir lo bueno de lo malo, el destino feliz del infeliz. Deben ver en este rico cuán engañosa e infeliz fue su riqueza para él. A veces esta vida se compara con un sueño, como también lo hace Isaías en el capítulo 29:8; y que esto es verdad, lo muestra la vida del glotón. Mientras estuvo entre los vivos, soñó con poder y esplendor, tesoros inmensos, compañeros alegres siempre dispuestos a los placeres, siervos pendientes de su seña, ¿y qué más? Pero tan pronto como despertó a la otra vida, ¿dónde quedó la púrpura? ¿dónde los manjares exquisitos? ¿dónde los compañeros? ¿dónde los siervos? ¿dónde toda clase de placeres y goces opulentos? Todo ha desaparecido. Desnudo vino a este mundo; desnudo salió de él y no tenía nada con qué cubrir la vergüenza de su desnudez. Hay muchos soñadores así en el mundo, uno sueña con una gran masa de oro, otro con la abundancia de los mejores manjares, un tercero con fincas y jardines en los que se deleitan mientras viven; pero cuando despierten en la otra vida, no verán nada más de eso. Por lo tanto, ¡oh ricos!, esfuércense para que les vaya bien aquí y allá; acumulen tesoros en el cielo (Mateo 6:20), hagan también el bien a los pobres en este mundo, para que su misericordia y generosidad se manifiesten en el día del juicio. Sobre todo, pongan como buen fundamento para el futuro la fe, para que se aferren a la vida verdadera (1 Timoteo 6:19).
Asimismo, los pobres no deben poner su confianza en su pobreza; porque si creen que con ella obtendrán la entrada al cielo, también cometen idolatría. Además, no deben murmurar en su necesidad, como hicieron los hijos de Israel (1 Corintios 10:10) y fueron destruidos por el destructor. Deben poner su esperanza únicamente en la misericordia de Dios y en el mérito de Cristo, que ha hecho satisfacción por sus pecados. Si en esta tierra les faltan los bienes, deben esforzarse por tener un tesoro en el corazón. Porque ya de antemano les es seguro que en este mundo no tienen una morada permanente; por consiguiente, deben buscar la futura, en la que puedan disfrutar con Lázaro de un consuelo duradero (Hebreos 13:14).
Reflexiones Finales sobre el Diálogo
En la conversación que finalmente el rico tuvo con Abraham, también hay algunos puntos notables que no deben pasarse por alto. En toda la Sagrada Escritura no hay otro pasaje donde se trate tan explícita y claramente del estado de las almas después de esta vida y antes del juicio como en este, y no con la intención de satisfacer la curiosidad humana, sino más bien para refrenarla. Porque, por su mala costumbre, la curiosidad tiende a descuidar lo revelado y a investigar con afán lo oculto. Por el contrario, debemos estar satisfechos con lo revelado y dejar que lo oculto se nos reserve para el cielo. Así también escribe Agustín: "es mejor dudar de lo oculto que disputar sobre lo incierto". Hay, en efecto, dos mentalidades diferentes en los hombres que juzgan sobre las cosas del mundo venidero: unos intentan escudriñar e investigar todo, incluso lo más secreto, y a estos no pocas veces les sucede que caen en la locura y la necedad; los otros no quieren oír nada del estado del mundo venidero, pretextando Isaías 64:4, donde dice: "lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni ha subido en corazón de hombre". Pero es preciso mantener un camino intermedio, es decir, considerar cuidadosamente lo que Dios ha revelado en Su Palabra. Y siguiendo su guía, podemos conocer piadosa, sobriamente y en el temor de Dios, y principalmente a partir de este pasaje, cuál es el estado del alma después de su partida del cuerpo, antes de que se reúna de nuevo con él en el día del juicio. Porque con razón dice Bernardo: "el estado del alma es triple: uno en el cuerpo corruptible, en el que está en constante lucha; otro fuera del cuerpo; y el tercero en el cuerpo incorruptible".
¿Qué es, pues, este "abismo" del que Abraham le predica aquí al rico glotón? No es otra cosa que el patriarca recordándonos a través de estas palabras que al hombre se le han fijado dos tiempos: uno de vida y arrepentimiento, el otro de muerte y juicio. En el tiempo de la vida, el abismo aún no está fijado, sino que el camino está abierto tanto para la salvación como para la perdición. Allí Dios muestra beneficios temporales tanto a los piadosos como a los impíos, pues "hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos" (Mateo 5:45). Allí la paciencia y la bondad de Dios esperan que todos los hombres se arrepientan (Romanos 2:4); porque Él tiene paciencia con nosotros y no quiere que nadie perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento (2 Pedro 3:9). Mientras estamos aquí en esta vida, tenemos a Moisés con sus amenazas y maldiciones contra el pecado, para que sintamos remordimiento y dolor; tenemos a los profetas, que anuncian las más dulces promesas de Cristo, para que creamos. Este tiempo aquí abajo se le da, pues, al hombre para que aprenda estas tres cosas en las que consiste nuestra salvación: cómo el hombre debe creer correctamente y según la Palabra de Dios, vivir piadosamente y morir en bienaventuranza. Quien deja pasar este tiempo sin aprovecharlo y no aprende este arte de las artes, como hizo el rico glotón, se le acerca gradualmente el otro tiempo, el de la muerte, donde tal persona se presenta ante el juicio y "de mil cosas no puede responder una" (Job 9:3). Allí el alma comienza a sentir arrepentimiento y dolor por no haber aprendido mejor el arrepentimiento y la fe. Desea: "¡Ay, si pudiera volver una vez más al cuerpo y vivir en él algunos años más en el mundo! ¡Con qué fervor escucharía a Moisés y a los profetas! ¡Con qué cuidado arreglaría mi vida según sus preceptos!". Pero Abraham dice aquí que, como el tiempo aceptable y el día de salvación (2 Corintios 6:2) ya han pasado, ahora "un gran abismo está puesto". Es decir, así como una poderosa grieta en la tierra impide que alguien pase de un lado a otro, así también está determinado por el más firme e inmutable decreto de Dios que quien una vez ha pagado la deuda a la naturaleza con la muerte natural, nunca podrá regresar a esta vida temporal, por mucho que lo desee. Porque por el mismo decreto está establecido que quien una vez ha sido hecho partícipe de la vida eterna, nunca caerá de ella, y quien una vez ha sido arrojado al infierno, permanecerá en él eternamente y no esperará redención alguna. Porque Abraham le dice al rico: "Hijo (es decir, según la carne, pero no según el espíritu), acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida". No buscaste el reino de Dios y su justicia, sino solo la buena vida y los días felices. Como aquel "hoy" en el que no debías endurecer tu corazón, sino escuchar la Palabra de Dios (Salmo 95:8), ya ha pasado, y como el gran abismo ya está fijado, toda tu súplica, ruego, grito y lamento es completamente en vano.
Entonces el rico oyó que se le negaba eternamente todo consuelo y alivio. En esta vida tuvo sol, lluvia y toda clase de bendiciones externas; ahora oye que se le niega incluso una gotita que caiga de un dedo, es decir, que ninguna criatura, ni en el cielo ni en la tierra, le servirá de consuelo o mitigación de su tormento. A esto se suma la tortura inmensa, que no puede expresar con palabras: "estoy atormentado en esta llama". Menciona la lengua (aunque el cuerpo estaba sepultado en la tierra) como un miembro, y el más pequeño, para que deduzcamos de ello lo que le sucede a toda el alma. Pero la lengua del glotón no es atormentada sin motivo, porque disfrutó de muchos manjares exquisitos y vinos excelentes sin dar gracias a Dios y con un derroche opulento, y también profirió muchas palabras vergonzosas con desprecio del prójimo. ¡Y cuántas maldiciones, imprecaciones y blasfemias habrá escupido quizás con la lengua, en su estado de embriaguez! Y como la lengua es un fuego, un mundo de maldad (Santiago 3:6), ¿qué maravilla que también deba languidecer y tener sed en el fuego eterno? A tales tormentos se suman ahora aquellos tristes pensamientos que muerden la conciencia y la roen como un gusano que no muere: "¡Ay, qué fácilmente podrías haber escapado de este lugar de tormento! ¡Cuántas veces fuiste llamado al arrepentimiento con amenazas y a la fe con promesas, pero no quisiste y despreciaste ambas cosas! ¡Ah, si pudieras volver ahora a tu estado anterior! O si esto me es completamente negado, si al menos mis cinco hermanos pudieran escuchar a Lázaro, para que les dé testimonio de este lugar terrible, y se arrepientan y crean y no vengan también a este lugar de tormento". Teme, en efecto, que por la compañía de sus hermanos su castigo en la condenación se vea aumentado, porque en parte por el ejemplo de su vida, en parte por los bienes y tesoros que dejó, les dio ocasión para pecar. Y deseaba que esta misión la realizara Lázaro, a quien en vida no consideraba digno de mirarlo de cerca en el camino. Ahora lo ve de lejos en el estado de máxima felicidad. Pero por mucho que el rico suplique, todo es en vano, y ciertamente los tormentos de los impíos también se verán incrementados al ver a los justos estar en pie con gran confianza frente a aquellos que los angustiaron y se burlaron de ellos (Sabiduría 5:1). Este es, pues, ese abismo fijado: que las almas una vez arrojadas al infierno nunca podrán ser liberadas de él en la eternidad, sino que en constante tormento se verán obligadas a esperar al justo Juez, que les dirá: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles" (Mateo 25:41). Entonces sí que comenzará lo bueno, cuando sean arrojados con todos los demonios al tormento.
Por último, también debe tenerse muy en cuenta la sentencia de Abraham con la que concluye toda esta historia o parábola, cuando dice: "A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. [...] Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos". Esta sentencia nos recomienda excelentemente la Sagrada Escritura y nos enseña cuán sublime y santa debe ser para nosotros, y cuán eficaz para el arrepentimiento, la fe y la correcta organización de la vida, como si un heraldo del cielo o de los muertos viniera a nosotros y nos testificara muchas cosas que ha visto y experimentado allí. La Escritura sola, pues, es la regla sagrada, y en este pasaje Cristo canoniza a Moisés y a los profetas, así como, en Lucas 10:16, a los apóstoles y evangelistas, para que los escuchemos. Por consiguiente, debemos huir y evitar con toda seriedad:
a los epicúreos seguros y descarados, que no tienen en cuenta a Dios ni a Su Palabra;
a los filósofos, que buscan más sabiduría en Sócrates, Platón, Aristóteles, Cicerón, Demóstenes, Plutarco y otros, que en Moisés y los profetas;
a los entusiastas, schwenkfeldianos, anabaptistas y, en general, a los llamados profetas celestiales, que se imaginan que pueden aprender algo más saludable de sus supuestos éxtasis y revelaciones secretas que de la palabra oral y predicada de Moisés y los profetas;
y principalmente al Papa romano con sus criaturas, que no solo iguala sus tradiciones y sus estatutos y ordenanzas a la Palabra escrita, sino que incluso las prefiere, de modo que determina y establece el sentido de la Escritura según ellas, e incluso, como un segundo Antíoco, a menudo hizo quemar la Sagrada Escritura. Pero esto y aquello lo vengará Dios, que en Deuteronomio 4:2 y 12:32 ordenó seriamente que no se añadiera nada a Su Palabra ni se quitara nada de ella, así como Cristo, en Mateo 28:20, dijo a Sus apóstoles: "enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado". En el profeta Ezequiel, capítulo 20:19, dice igualmente Dios: "Yo soy Jehová vuestro Dios; andad en mis estatutos, y guardad mis preceptos, y ponedlos por obra". ¿Para qué es necesario, pues, añadir a Moisés y a los profetas los cánones y decretos de los papas y concilios? Hilario dice con razón: "conténtate con lo que está escrito"; y de nuevo: "no los dichos humanos, sino solo la Palabra de Dios puede testificar la verdad sobre las cosas divinas". Así también Agustín fue tan humilde que escribió: "no quiero que sigas mi autoridad y te apoyes en mis libros como si fueran escritos canónicos".
Pero, sobre todo, este pasaje nos exhorta a que busquemos aprender la voluntad de Dios de la Escritura y no de los muertos. Porque de tal manera está "fijado el gran abismo" que, "aunque quisieran pasar de aquí a vosotros, no pueden". Si Gregorio Magno, un hombre por lo demás no poco apostólico, hubiera tenido en cuenta esta verdad, no habría sido tan terriblemente engañado por los espectros como para aceptar en consecuencia un purgatorio y que las almas pudieran ser liberadas de él por ciertos remedios. Y si los ignorantes preguntan: ¿qué eran, pues, los espíritus que aparecían y relataban a los vivos el estado de las almas difuntas? La respuesta es: no eran otros que el diablo del infierno, que, bajo la apariencia engañosa de almas que habían partido hace mucho tiempo, quería introducir los más groseros errores del papado, sembrar falsa doctrina y así engañar a muchos miles de personas. Pero Dios ya había advertido a los suyos de antemano que se cuidaran de este engaño. Pues así se lee en Isaías 8:19-20: "¿No consultará el pueblo a su Dios? ¿Consultará a los muertos por los vivos? ¡A la ley y al testimonio!". Además, 2 Pedro 1:19: "Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones". Sea y permanezca, pues, la Palabra del Señor lámpara a nuestros pies y lumbrera a nuestro camino (Salmo 119:105), mientras caminamos por el sendero de esta vida, antes de que el abismo sea fijado. Si así lo hacemos, la palabra de Moisés y el evangelio de Cristo serán para nosotros poder de Dios para salvación (Romanos 1:16).