Perícopa para el Viernes Santo

Exposición de las dos últimas palabras de Cristo en la cruz: Juan 19:30: «Consumado es»;
y Lucas 23:46: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Parte I: «Consumado es»

«Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es»; es decir, todo está ahora cumplido y terminado. Con esto, Cristo quiere indicar:

1) Que las profecías que se habían hecho sobre Su Pasión estaban cumplidas y realizadas. En Lucas 18:31, hablando a los apóstoles sobre Su Pasión, dice: «He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre.» Allí dice: «se cumplirán»; pero aquí dice: «Consumado es.» Él mira, pues, hacia el cumplimiento o la realización de la Escritura. Lucas 22:37: «Porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos.» Juan 19:28: «Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed.» De estos pasajes es evidente que (Jesús) Cristo mira al cumplimiento de las profecías hechas sobre Su Pasión cuando exclama que todo está consumado; de lo cual también se desprende cuáles eran los pensamientos y meditaciones de Cristo en la cruz: miraba las profecías de los profetas, cómo el Espíritu Santo «de antemano testificó los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos», 1 Pedro 1:11, donde es llamado el Espíritu de Cristo. Así como las profecías de los profetas estaban ahora cumplidas por un lado, es decir, respecto a Su Pasión, así también Cristo estaba seguro de que se cumplirían por el otro lado, es decir, respecto a Su gloria. Agustín dice: «¿Qué estaba consumado, sino lo que la profecía había anunciado tanto tiempo antes?» Y Teofilacto: «Esta profecía, junto con las otras, está cumplida; no queda nada más; todo está consumado.» Precisamente con esto, Él muestra también Su gloria en Su mayor miseria: que Él mismo es aquel a quien la Escritura profética mira única y exclusivamente, y a cuyos sufrimientos corresponde únicamente la expiación y remisión de los pecados.

2) Al cumplimiento de las profecías pertenece también la consumación de las prefiguraciones y símbolos. Pues así como la profecía con palabras, las prefiguraciones con símbolos anunciaron de antemano los sufrimientos de Cristo. Cumplida estaba, pues, la prefiguración de Isaac, que llevaba la leña para el sacrificio; la prefiguración de la serpiente de bronce, que fue levantada en el desierto; la prefiguración del cordero pascual, que fue sacrificado, etc. Pero, ¿cómo puede el Salvador decir que todas las profecías están cumplidas, cuando no solo hay profecías sobre Su Pasión y crucifixión, sino también sobre Su muerte y sepultura, sobre Su resurrección y ascensión, sobre Su sentarse a la diestra de Dios y sobre Su regreso glorioso para el juicio? Respuesta: Cristo habla claramente de las profecías que se referían a Su Pasión, como se entiende por las palabras anteriores del evangelista: «Sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado», es decir, lo que se había predicho sobre Su Pasión y tormento, «para que la Escritura se cumpliese, dijo: Tengo sed. Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es», es decir: también esta parte del sufrimiento, la del vinagre que me sería ofrecido en mi sed, predicha en el Salmo, está ahora cumplida; por lo tanto, no queda nada más que la muerte inminente, a la cual seguirá la gloriosa resurrección. Algunos responden que Cristo dice que todo está consumado porque estaba precisamente en la obra de la consumación, como es llamado «el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo», Apocalipsis 13:8. Sin embargo, la primera respuesta es más sencilla.

3) Con las palabras «Consumado es», Cristo también mira a la realización del designio divino y del mandato del Padre; como si quisiera decir: Todo lo que el Padre decidió y me ordenó que hiciera y padeciera antes de la muerte en los días de mi carne, está ahora completamente realizado y concluido. Juan 6:38: «Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.» En Juan 17:4, dice a Su Padre celestial: «Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese»; a saber, la obra de predicar el evangelio, a la que siguió inmediatamente la obra de la redención del mundo. Esto lo dice poco antes de comenzar Su Pasión; ahora, sin embargo, habiendo realizado todo lo que Su Padre celestial le había ordenado, repite y dice: «Consumado es.»

4) Pero principalmente debe entenderse esto de la consumación de todos los sufrimientos, dolores, angustias y tormentos que tuvo que soportar por nuestros pecados durante toda Su vida, especialmente en la cruz. Pues en cuanto a Su muerte, esta fue apacible y bienaventurada, ya que entregó Su espíritu en las manos del Padre celestial voluntariamente, sin coacción ni presión alguna; además, los dolores más intensos ya habían sido superados en su mayor parte, y la muerte misma estaba cerca. En 2 Timoteo 4:7, el Apóstol, cercano a la muerte, dice: «he acabado la carrera»; porque sabía que pronto sería liberado de todas las tribulaciones y sufrimientos por medio de la muerte. Así también aquí Cristo, habiendo ya superado todos los dolores y tormentos que debía soportar por nosotros, exclama con voz gozosa: «Consumado es.» De esto se ve que Cristo no sufrió nuevos dolores en Su descenso a los infiernos, como algunos piensan, sino que más bien se mostró como vencedor glorioso y triunfante ante los poderes infernales en esta Su partida.

5) A la consumación de Su Pasión pertenece también la consumación de la crueldad y violencia de los judíos contra Cristo. El sentido es, pues: La furia de mis enemigos ya no tiene nada más en qué desahogarse contra mí: han repartido mis vestidos, han robado mis bienes, me han llevado a la cruz, me han cubierto de injurias, me han dado a beber vinagre; finalmente, su crueldad está consumada (cf. Hechos 13:29). Vemos, pues, que a los perseguidores se les pone un límite determinado, más allá del cual su furia no puede pasar, lo cual nos brinda un gran consuelo.

6) Del cumplimiento de las profecías, del designio divino y de los sufrimientos, se sigue la consumación de la obra de redención. Por lo tanto, cuando Cristo dice: «Consumado es», dice, entre otras cosas, que la obra de redención, que le fue encomendada por Su Padre celestial y que Él comenzó a realizar en el primer momento de Su encarnación, sería ahora consumada en un instante por Su muerte inminente. Por eso, el sacrificio expiatorio que Cristo ofreció por nosotros en el altar de la cruz no es imperfecto, sino completo y perfecto en todas sus partes. «Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados», Hebreos 10:14, donde debe notarse el contraste: que los sacerdotes en el Antiguo Testamento ofrecían los mismos sacrificios repetidamente, los cuales nunca podían quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, hizo perfectos para siempre a los santificados, de modo que ya no es necesario ningún otro sacrificio por el pecado. El tributo o impuesto que estábamos obligados a pagar a Dios, pero no podíamos (Romanos 13:6), Cristo lo pagó completamente a Su Padre celestial en nuestro lugar. «Cristo es el fin [y cumplimiento] de la ley», dice el Apóstol en Romanos 10:4; porque Él la cumplió de manera más que suficiente, tanto por Su obediencia como por Su satisfacción; «para justicia a todo aquel que cree.» En Génesis 2:2 se dice de la obra de la creación que Dios la terminó en el séptimo día. Cuando aquí la obra de la re-creación fue cumplida y consumada, Cristo atestigua su consumación con la misma palabra. Por eso, no necesitamos ninguna Misa sacrificial ni otras satisfacciones por los pecados; sino que reconocemos con corazón agradecido que Cristo pagó no un rescate a medias, sino un rescate completo. Él es «el Alfa y la Omega, el principio y el fin», Apocalipsis 1:8; «el autor y consumador de la fe», Hebreos 12:2; por lo tanto, no debemos pensar que tenemos que añadir nuestros méritos a Su mérito y nuestra satisfacción a Su satisfacción. Como Él dice aquí: «Consumado es»; así dice en la parábola de Lucas 14:17: «¡Venid, que ya todo está preparado!» Por lo tanto, no es necesario que traigamos algo nuestro, sino que disfrutemos en la fe de los beneficios que se nos ofrecen y presentan. Por la Pasión y el sacrificio de Cristo, todo está preparado: preparada está la victoria sobre el pecado, la muerte y el infierno; preparado está el cielo, preparados están todos los bienes celestiales. Quien entiende correctamente esta breve palabra: «Consumado es», y la abraza con fe firme, puede obtener de ella un consuelo inquebrantable en todas las tentaciones.

7) Cristo también consumó por Su Pasión la edificación espiritual de Su Iglesia, de modo que puede decir con razón en Isaías 5:4: «¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?» En 1 Reyes 7:51 se dice de Salomón que terminó toda la obra del templo; así Cristo, el Salomón celestial y Príncipe de Paz (Isaías 9:6, Mateo 26:61), consumó la edificación del templo espiritual. Noé terminó en muchos días o años el arca, en la cual ocho almas fueron salvadas en el diluvio (Génesis 6:22); Cristo, el Noé celestial, consumó en el día de Su Pasión el arca de nuestra salvación, en la cual innumerables almas son preservadas del diluvio de la ira divina. Todo esto lo resume Cristo cuando, hacia el final de Su vida en la cruz, dice: «Consumado es.» Muestra que Él es nuestro verdadero Médico de almas, que ha consumado todo lo necesario para nuestra salvación. Pues como un médico prescribe la dieta al enfermo, provoca el sudor, sangra y da una poción purificadora: así Cristo, para sanarnos de la enfermedad del pecado, ayunó cuarenta días, sudó sangre por nosotros, derramó Su sangre de cinco heridas y se dejó dar hiel para expulsar nuestra enfermedad. Entreguémonos, pues, a este Médico para nuestra curación, aprendamos también de Su ejemplo a consumar la obra de obediencia debida a Dios y a perseverar firmemente hasta el fin de nuestra vida, para poder decir entonces con Cristo: «Consumado es»; y con Pablo en 2 Timoteo 4:7: «He acabado la carrera.»

Parte II: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»

En esta parte se describe, pues, la última palabra de Cristo en la cruz. Mateo y Marcos dicen que Cristo clamó otra vez a gran voz. Pero lo que clamó, lo dice Lucas; que pronunció estas palabras: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; de lo cual se desprende el cuidado del Espíritu Santo, que completa a través de un evangelista lo que otro omite. Dos veces, pues, clamó Cristo así a gran voz en la cruz; una vez, cuando dijo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» y otra vez, cuando añadió: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; y ambas veces tenía que ver con Su Padre celestial, que también oye los gemidos ocultos del corazón, de modo que por Él no era necesario un clamor fuerte. Pero Cristo quiso clamar fuerte para indicar el ferviente anhelo de Su corazón; pues se debe clamar a Dios, no tanto con la boca, sino con el corazón; por eso se dice a menudo en los Salmos: «A ti clamaré, oh Jehová. Oye, oh Jehová, mi clamor.»

Normalmente, a los moribundos les falla el habla, especialmente cuando sus fuerzas están agotadas por grandes y prolongados tormentos, de lo cual se ve que este clamor de Cristo fue maravilloso y sobrenatural, con lo cual mostró que moría no forzado, sino voluntariamente; como Él mismo testifica en Juan 10:17: «pongo mi vida, para volverla a tomar»; y v. 18: «Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar.» Aunque estaba casi completamente agotado y debilitado por tantas tribulaciones y tormentos, no estaba tan extenuado como para no haber podido seguir viviendo más tiempo en la cruz y haber tenido absoluta necesidad de entregar el espíritu por debilidad; pues muestra con Su clamor cuántas fuerzas quedaban todavía en el cuerpo afectado por tantos tormentos, para que fuera completamente evidente que moría no forzado por la crueldad ajena, sino por Su propia voluntad e impulso; por eso también este clamor de Cristo en la muerte fue para el centurión una ocasión para su conversión. Muy bellamente comenta Teofilacto sobre este pasaje: «Cristo no pierde el habla al acercarse la muerte; sino que, como vencedor y conquistador de la muerte, se acerca a la muerte, que no se atreve a acercarse, porque ella (la muerte) sabe que no saldrá vencedora, sino vencida de este encuentro»; lo cual Sedulio, dirigiéndose a la muerte, expresa así: «Mira, tú, malvada, no alcanzas a Cristo, sino que Cristo te alcanza a ti; Él tenía la libertad de morir sin la muerte.» Que aquellos que son ejecutados rápidamente, por ejemplo, con la espada o de otra manera, clamen y mueran al mismo tiempo, no es de extrañar; pero que aquellos que mueren de una muerte lenta, como era la crucifixión, clamen en el umbral de la muerte, es completamente sobrenatural; pues mueren por agotamiento gradual, por lo que también la voz disminuye gradualmente y se vuelve cada vez más débil. Que Cristo, pues, muera inmediatamente después de haber clamado a gran voz, demuestra que murió voluntariamente; pues quien incluso en el umbral de la muerte muestra todavía tanta fuerza natural al clamar, bien podría haberse preservado a sí mismo de la muerte. Mateo y Marcos dicen (según el texto original): «Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu», de donde se entiende que Cristo entregó el espíritu no en el clamor mismo, sino inmediatamente después de Su clamor; por eso Lucas, después de haber expresado literalmente el último clamor de Cristo, añade: «Y habiendo dicho esto, expiró.» «Nosotros, que somos de la tierra», dice el autor de las Escolias sobre Marcos atribuidas a Jerónimo, «morimos con voz muy baja o sin voz; pero Él, que descendió del cielo, expiró con gran voz»; por eso Marcos observa expresamente: «Y el centurión... viendo que después de clamar había expirado así, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.»

Atanasio dice: «El Señor, a punto de morir, clama como un general clama victorioso cuando persigue a los enemigos vencidos, y ruge como el león de la tribu de Judá para arrebatar la presa al infierno»; a lo que aplica la palabra profética de Amós 3:4: «¿Rugirá el león en la selva sin haber presa?» Y no sería inapropiado aplicar aquí Isaías 42:13: «Jehová saldrá como gigante, y como hombre de guerra despertará celo; gritará, voceará, se esforzará sobre sus enemigos.» Finalmente, Cristo quiso alzar Su voz para ser oído por los que estaban alrededor. Pues no emitió un clamor indefinido, sino una voz clara; dio ejemplo de una buena muerte y mostró que moría no como un malhechor, sino como un hombre piadoso y temeroso de Dios. Pues, como anota Lucas, Cristo clamó a gran voz y dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; palabras tomadas del Salmo 31:5; de lo cual algunos concluyen que Cristo recitó en silencio en la cruz no solo las palabras anteriores de ese Salmo, sino los nueve Salmos completos, desde el 22 hasta el 31. Y ciertamente es seguro que Cristo en la cruz trató con Su Padre celestial mediante la oración; pero si recitó en voz baja aquellos Salmos del 22 al 31, es incierto, ya que después de aquella queja de Su abandono, que repitió del Salmo 22, dijo que tenía sed, y finalmente, que todo estaba consumado, antes de encomendar Su espíritu al Padre, como se desprende de la secuencia histórica. Pero se desprende de este pasaje que, así como Cristo «murió... conforme a las Escrituras», 1 Corintios 15:3, así también quiso morir con la Escritura, ya que tomó Su última palabra en la cruz del Salterio de David, y por lo tanto, mediante este Su acto y ejemplo, ha puesto, por así decirlo, en manos de los moribundos las consolaciones de la Sagrada Escritura, especialmente de los Salmos, para que se fortalezcan en la agonía de la muerte. Padre llama a Aquel a quien antes había llamado Su Dios, para mostrar la verdad de la naturaleza divina y humana en Sí mismo; pues la invocación «Padre» revela Su naturaleza divina, mientras que la invocación «Dios» revela Su naturaleza humana, como estas dos denominaciones se unen en Juan 20:17: «subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.» Para probar Su naturaleza humana sirve también esto, que entrega el espíritu; pero para probar Su naturaleza divina, que lo entrega con un clamor fuerte y voluntario. Al llamar a Dios Su Padre, muestra que es Hijo de Dios; al entregar Su espíritu y morir, indica que es Hijo del Hombre. Por el tribunal espiritual fue condenado a muerte por esta razón, porque se había declarado Hijo de Dios. Sin embargo, Él perseveró en esta Su confesión hasta la muerte, llamando a Dios Su Padre en el último aliento, para que también nosotros aprendamos a perseverar en la confesión de la verdad hasta el último suspiro. Cuando el cantor real encomienda su espíritu en las manos de Dios, es decir, entrega su vida, a la que los enemigos acechaban, a la protección divina, para estar seguro de su poder en la vida y en la muerte, utiliza la invocación «Dios y Señor»; pues añade: «tú me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad.» Cristo, sin embargo, en lugar de la denominación «Dios», usa el dulcísimo nombre de Padre, para mostrar que Él es el eterno y unigénito Hijo de Dios; y no añade: «tú me has redimido», porque Él mismo estaba ahora realizando la obra de la redención. Durante la oscuridad, Jesús clamó con voz triste: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» pues precisamente por la visión de la oscuridad sabía que le oprimía el peso de la ira divina por el pecado del mundo cargado sobre Él. Pero ahora, cuando la dispersión de la oscuridad había atestiguado que todo lo perteneciente a la obra de redención estaba consumado, se dirige nuevamente a Dios como Su Padre amantísimo y deposita Su alma en las manos del mismo. Poco antes se le había reprochado en burla que había confiado en Dios; pero sin temer en lo más mínimo aquellas burlas, expresa con el dulce nombre de Padre cuánta confianza en Dios le animaba; para que así el final de la Pasión correspondiera al principio de la misma, ya que allí en el huerto, al derramar Su oración, también había dicho: «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa.» Ahora, vaciada la amarguísima y áspera copa de la ira divina y de tantos sufrimientos, y consumado todo lo necesario para la redención del género humano, repite el tan dulce nombre de Padre.

«En tus manos encomiendo mi espíritu.» «Encomendar» significa aquí entregar algo de la manera como se entrega y recomienda un bien confiado (un depósito) para su custodia, que debe ser devuelto a su debido tiempo, como en Lucas 12:48: «porque a todo aquel a quien se haya dado mucho», es decir, a quien mucho se le ha confiado, «mucho se le demandará.» 1 Timoteo 1:18: «Este mandamiento, hijo Timoteo, te encargo», como un depósito precioso; como se interpreta en 2 Timoteo 1:14: «Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo.» 2 Timoteo 2:2: «Lo que has oído de mí..., esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros»; es decir, el depósito de la doctrina celestial no debe esconderse, sino comunicarse a otros; pues a su debido tiempo se pedirá cuentas a aquellos a quienes se les confió, cómo han utilizado este depósito. De esta manera se usa esta palabra «encomendar»: Levítico 6:2, Tobías 10:11, Proverbios 16:3, además Génesis 39:22, 1 Reyes 14:27. En Hechos 14:23, Pablo y Bernabé encomiendan los discípulos al Señor, en quien habían creído; y en Cap. 20:32, Pablo dice a los ancianos de la iglesia en Éfeso: «Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia.» Todos estos significados encajan en este pasaje. Pues Cristo encomienda Su espíritu o Su alma como un depósito precioso en las manos del Padre celestial, es decir, al cuidado y protección del Padre, y quiere recibir de vuelta este depósito en Su resurrección, cuando el alma se una nuevamente con el cuerpo.

Bajo la «mano» de Dios se entiende: Su providencia: Job 12:10, Salmo 95:4, etc.; Su poder: Éxodo 3:19, Números 11:23, Deuteronomio 4:34, etc.; Su bondad: Salmo 37:24, Salmo 104:28; Su protección: Deuteronomio 33:3: «Todos sus santos están en tu mano»; Esdras 8:31: «la mano de nuestro Dios estaba sobre nosotros»; Su fidelidad, de ahí la expresión «alzar la mano» Éxodo 6:8, Números 14:30, etc. Todos estos significados encajan aquí; pues Cristo encomienda Su alma, que poco después saldría del cuerpo, a la protección de Su Padre amantísimo, poderosísimo y fidelísimo, de quien quería recibirla de vuelta en Su resurrección. Bajo la palabra «espíritu» se entiende aquí el alma de Cristo, que es llamada espíritu por su naturaleza espiritual y porque su última actividad en el cuerpo aún vivo es la respiración o el hálito. Agustín, en el libro sobre «El espíritu y el alma», dice: «¿Qué significa entregar el espíritu sino exhalar el alma? Sin embargo, se llama alma a lo que vive; espíritu, en cambio, a la esencia espiritual, o a lo que respira en el cuerpo.»

Normalmente, bajo la palabra «espíritu» también se entiende la naturaleza divina de Cristo: Romanos 1:4, 1 Corintios 15:45, 1 Timoteo 3:16, 1 Pedro 3:18; pero este significado no aplica aquí, porque según la naturaleza divina, el Hijo es uno con el Padre (Juan 10:30), y por lo tanto, respecto a esta, no necesita encomendarse en las manos del Padre. Ahora bien, cuando Cristo deposita Su espíritu en las manos del Padre, muestra que las almas de los piadosos no se extinguen después de la muerte, sino que están «en la mano de Dios, donde no les tocará tormento» (Deuteronomio 33:3, Sabiduría 3:1), y que Él recibió Su espíritu del Padre; pues lo devuelve a Aquel de quien lo recibió; como suele referir todo lo Suyo al Padre (Eclesiastés 12:7: «y el espíritu vuelva a Dios que lo dio»). Como solemos confiar y encomendar algo a un amigo para luego reclamárselo, así Cristo confía y encomienda a Su Padre celestial Su espíritu como un depósito glorioso y un tesoro precioso. Aquello por lo que alguien se preocupa, y de corazón, esté en su mano, dice Deuteronomio 33:3. Puesto que Cristo sabía que así también Su alma era amada y valiosa para el Padre celestial, por eso la encomienda en Sus manos. La cualidad de un oferente es presentar algo a las manos de Dios que sea aceptado por Él. Cuando Cristo ofrece Su espíritu al Padre, muestra que le ofrece un sacrificio agradable. Salmo 51:17: «Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado.» Dado que Cristo, además, habla, actúa y sufre en la cruz como Sumo Sacerdote, ha encomendado no solo la Suya, sino las almas de todos los creyentes y piadosos en las manos de Su Padre celestial. Como oró por todos los que creen en Él (Juan 17:20) y ofreció un sacrificio por todos en la cruz, así, al encomendar Su alma al Padre, encomendó también al mismo tiempo todas las almas de los piadosos unidos a Él por el vínculo del Espíritu. Los verdaderamente piadosos son miembros del cuerpo espiritual de Cristo. De ellos dice en Juan 17:24: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo.»

Ciertamente, pues, encomendó a Su Padre celestial, mediante estas palabras, a todos los verdaderamente piadosos que han sido vivificados en Él. Las almas de los piadosos están, después de su partida de los cuerpos, «atadas en el haz de los que viven» (1 Samuel 25:29), porque Cristo las reunió a todas, por así decirlo, en un haz en esta oración y las entregó en las manos del Padre; por eso dice en Isaías 49:16: «He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida», y en Juan 10:29: «nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre», en la cual yo las he puesto y alojado. Atanasio dice: «Cuando Cristo en la cruz dice: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, ha depositado y encomendado con ello ante el Padre a todos los hombres que han de ser vivificados por Él y en Él; pues nosotros somos Sus miembros, y estos muchos miembros son un solo cuerpo, y ese es precisamente la Iglesia.» Por lo tanto, cuando nos encontremos en el umbral de la muerte y tengamos que exhalar nuestra alma, consolémonos con estas palabras de Cristo, firmemente convencidos de que Él también ha encomendado nuestra pequeña alma, insertada en Él por la fe, en las manos del Padre celestial, y entonces, siguiendo Su ejemplo, encomendemos nuestra alma al Padre celestial cuando deba salir de esta morada corporal; pues a esto nos exhorta Pedro en 1 Pedro 4:19: «De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien.» Así lo hizo David, Salmo 31:5: «En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad.» Así lo hizo también Esteban, Hechos 7:59: «Señor Jesús, recibe mi espíritu.» Algunos hacen una distinción entre la oración de Cristo y la de Esteban. Cuando Esteban iba a morir, dicen, no dijo: «te entrego o encomiendo», sino: «recibe», para indicar que no estaba en su propio poder, sino en el de Jesús, y que necesitaba Su gracia. Ciertamente, Cristo encomienda Su alma en las manos del Padre celestial de manera diferente a como nosotros encomendamos la nuestra. Pues Él, como verdadero Hijo de Dios, nacido de la esencia del Padre antes de todos los tiempos, deposita por Sí mismo ante el Padre el alma unida personalmente a Él, para retomarla pronto por Su propio poder al tercer día, lo cual no podemos decir de nuestra alma ni de nuestra muerte. Sin embargo, podemos, en y por la fe verdadera en Cristo, encomendar nuestras almas en la mano de Dios exactamente con las mismas palabras que Él usó en la cruz, y que el salmista ya había usado antes. Por lo tanto, poniendo nuestra firme confianza en la bondad del Padre y en el mérito de Cristo, podemos encomendar nuestra alma al cuidado y protección de Dios de la misma manera, aceptando voluntariamente la muerte y con firme esperanza de la resurrección a la vida. Aprendamos, pues, de Cristo este ejemplo de morir piadosa y bienaventuradamente, orando con Dionisio: «¡Señor, que tu última palabra en la cruz sea también mi última palabra en esta vida!»

Cristo no necesitaba, como nosotros, esta encomienda de Su alma en las manos del Padre; por lo tanto, usó esta oración no tanto por Sí mismo, sino para nuestra salvación, para nuestra instrucción y enseñanza. El alma de Cristo, unida personalmente al Verbo, no entró, tras su separación del cuerpo, en una tierra desconocida, sino que «le era conocido el camino de la vida» (Salmo 16:11); nuestra alma, sin embargo, va después de la muerte del cuerpo a una tierra desconocida, y por lo tanto corre el mayor peligro de extraviarse y caer en manos de los ladrones infernales, necesitando así en sumo grado la protección y guía divinas. El alma de Cristo tampoco estaba manchada con la más mínima mácula de pecado; por eso Satanás no tenía nada en ella que le perteneciera. «Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí», Juan 14:30. Nuestra alma, sin embargo, al salir de la vieja posada del cuerpo, tiene mucho en sí que cometió por instigación del diablo; por lo tanto, es muy necesario que la encomendemos en las manos del Padre misericordiosísimo y bondadosísimo en el cielo, para que no sea arrojada a las tinieblas infernales por las obras de las tinieblas, sino que, acogida en el seno de la misericordia divina y lavada de los pecados con la sangre de Cristo, sea llevada por los ángeles a la tierra de la luz (Lucas 16:22). El alma de Cristo, unida personalmente a Él por el poder divino, podía reunirse ella misma con el cuerpo y levantar la morada corporal de la tierra. Nuestra alma, sin embargo, solo puede reunirse con la envoltura corporal resucitada del polvo de la tierra por el poder divino. Por eso es sumamente necesario que la depositemos en las manos de Dios al morir; pues esas son las manos todopoderosas, que protegen y guardan poderosamente el depósito que se les confía, y de las cuales lo recibiremos de vuelta en el día final (Eclesiastés 12:7); esas son las manos misericordiosas, en las cuales nuestras almas no sufren tormento (Sabiduría 3:1); esas son las manos fieles, que devuelven a su tiempo, con ricos intereses, lo que se les ha entregado.

Parte III: «E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.»

En esta última parte, finalmente, se nos describe la muerte apacible de Cristo. «Y habiendo dicho esto, expiró.» Poco después, habiendo testificado que ahora todo estaba consumado, y habiendo entregado Su espíritu en las manos del Padre, exhaló Su alma. Los evangelistas, sin embargo, describen esta muerte de Cristo con palabras muy enfáticas. Mateo dice: «entregó el espíritu», donde bajo la palabra «espíritu» se entiende no tanto la respiración corporal como una función del alma que mora en el cuerpo, sino más bien el alma misma, como queda algo claro por el artículo añadido [en griego]; por eso también la traducción siríaca añade expresamente: «entregó Su espíritu», es decir: dejó, sí, ordenó a Su alma salir del cuerpo. La palabra «entregar o dejar salir» testifica nuevamente que la muerte de Cristo no fue forzada, sino voluntaria. «Lo que se emite, es voluntario; lo que se pierde, es necesario», dice Ambrosio; y Jerónimo dice correctamente: «Nadie tiene el poder de dejar salir el espíritu, sino Aquel que ha creado las almas.» Marcos y Lucas usan la palabra «expirar», es decir, morir. Juan describe la muerte de Cristo así: «E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.» Hasta ahora, mientras trataba con el Padre celestial en oración y sacrificio, mantenía Su cabeza erguida; ahora, cuando, habiendo consumado todo, quería morir, inclinó la cabeza, ya sea hacia un lado u otro, o, lo que es más probable, sobre el pecho. Si inclinó la cabeza hacia un lado, sin duda la dirigió hacia el lado donde estaba el ladrón convertido, para mostrarle Su amor. Pero dado que «bajar el rostro» (Lucas 24:5) se usa de las mujeres que inclinaron la cabeza hacia el pecho, parece que la expresión aquí debe referirse más bien a esta forma de inclinar.

Además, esta inclinación de la cabeza fue:

Primero, un testimonio de Su muerte voluntaria. Los que mueren en la cruz no inclinan la cabeza en la muerte misma, sino solo inmediatamente después de ella; pues en la muerte, la fuerza del espíritu que sale levanta la cabeza. Después de la muerte, sin embargo, cuando las fuerzas están agotadas y el espíritu ha salido, la cabeza se inclina por su propio peso. Pero en la muerte de Cristo sucede lo contrario; pues Él inclina Su cabeza en el lecho de la cruz como alguien que se duerme, para dar a conocer que deja Su vida voluntariamente y entrega el espíritu cuando le place. Quien reclina su cabeza en una cama, vuelve a despertar del sueño; así también Cristo reclina Su cabeza en el lecho de la cruz, porque poco después sería resucitado de la muerte (Salmo 3:5).

Segundo, esta inclinación de la cabeza testifica la pesada carga que yacía sobre Cristo en la cruz. Él «llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Pedro 2:24). «Estos nuestros pecados... han sobrepasado mi cabeza; como carga pesada se han agravado sobre mí» (Salmo 38:4); de ahí que incline Su cabeza, oprimida por esta carga, como suele hacer un hombre cuando está cargado con un fardo pesado, inclinando su cabeza y cuerpo.

Tercero, muestra también con esta inclinación o flexión de la cabeza Su humilde obediencia al Padre, ya que, como testifica el Apóstol en Filipenses 2:8, «se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.»

Cuarto, da a conocer Su gratitud hacia el Padre; pues mediante la inclinación de la cabeza agradece a Dios por la victoria sobre el sufrimiento y la muerte; ya que por la muerte destruyó nuestra muerte, como se mostrará más adelante.

Quinto, esta inclinación de la cabeza es un signo de pobreza, ya que, tanto en la vida como en la muerte, «el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza» (Mateo 8:20); ya que «se hizo pobre, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos» (2 Corintios 8:9).

Sexto, quiso mostrar, según Hugo [de San Víctor], mediante esta inclinación de la cabeza, que la humildad y el sufrimiento son el camino hacia la gloria y la bienaventuranza eternas.

Séptimo, inclinó Su cabeza para darnos aún el beso de despedida; pues como murió por nosotros por amor supremo, quiso también dar una señal de Su amor precisamente en la muerte, inclinando Su cabeza hacia nosotros para el beso.

Finalmente, como se dice del patriarca Jacob (Génesis 49:33) que, habiendo terminado los mandatos a sus hijos, recogió sus pies en la cama y expiró, en señal de su muerte apacible y tranquila: así también Cristo muestra mediante la inclinación de Su cabeza en la muerte que muere con corazón tranquilo y de manera muy apacible y bienaventurada.

Habiendo inclinado así Su cabeza, «entregó Su espíritu», dice Juan. Poco antes había dicho: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; eso hizo ahora realmente, entregando Su espíritu voluntariamente. Cuando nosotros morimos, se dice que el alma nos es quitada. Lucas 12:20: «esta noche vienen a pedirte tu alma.» De Cristo, sin embargo, se dice aquí que entregó voluntariamente Su espíritu a Dios Padre, o más bien lo devolvió, de quien lo había recibido. Y esta es, pues, la descripción de la muerte de Cristo, que debe ser observada con toda diligencia por esta razón: porque es uno de los artículos principales de la fe cristiana, y porque en la muerte de Cristo se nos prepara la victoria contra la muerte.

Queremos, sin embargo, comprender la doctrina de la muerte de Cristo en cuatro puntos principales. La muerte de Cristo es, a saber: 1) una muerte preanunciada y prefigurada; 2) una muerte verdadera y real; 3) una muerte maravillosa; 4) una muerte salvífica.

1. Que la muerte de Cristo fue preanunciada y prefigurada en el Antiguo Testamento, lo enseña el apóstol Pablo con palabras expresas en 1 Corintios 15:3: «Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras.» Las principales profecías sobre la muerte de Cristo son las siguientes: Génesis 3:15: «La simiente de la mujer te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.» Como la serpiente, cuando es pisada con el pie, hiere en el calcañar al que la pisa, así también Cristo, al pisar la cabeza de la serpiente infernal, destruyendo el reino y el poder del diablo, sintió la herida de la serpiente en el calcañar, es decir, se le adjudicó la muerte; pues el calcañar, como parte extrema del cuerpo, designa el extremo final de la vida. Salmo 16:10: «Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción.» Que esta profecía debe entenderse del Mesías, lo muestran extensamente Pedro en Hechos 2:31 y Pablo en Cap. 13:37; y en ella se unen muerte, sepultura y resurrección. Salmo 22:15: «Me has puesto en el polvo de la muerte.» Isaías 53:8: «fue cortado de la tierra de los vivientes.» V. 10: «Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días»; V. 12: «le daré parte con los grandes... por cuanto derramó su vida hasta la muerte.» Daniel 9:26: «Después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al Mesías.» Zacarías 9:11: «También tú por la sangre de tu pacto serás salva; yo he sacado tus presos» etc. Tan a menudo como Cristo habló a Sus discípulos sobre Su Pasión, añadió al mismo tiempo la mención de Su muerte: Mateo 16:21, Cap. 17:23, Cap. 20:18, Lucas 18:32, y otros. También deben incluirse aquí todas las profecías que tratan sobre Su crucifixión. Igualmente aquellas que tratan sobre Su sepultura y resurrección de los muertos. Pues si Cristo debía ser sepultado y resucitado de entre los muertos, tenía que morir previamente. Las principales prefiguraciones de la muerte de Cristo son estas: Génesis 2:21: «Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán», cuando quiso construirle una mujer de la costilla: así Cristo, el Adán celestial, se durmió en la cruz cuando quiso prepararse la Iglesia, Su esposa espiritual. Éxodo 12:7: el cordero pascual fue sacrificado y los postes rociados con su sangre: así nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido sacrificado (1 Corintios 5:7), para asegurarnos por Su sangre preciosa del destructor infernal. Aquí pertenecen los sacrificios sangrientos del Antiguo Testamento, que preanunciaron la muerte y el derramamiento de sangre del Mesías. Números 20:28, Deuteronomio 10:6: Dios ordena a Aarón que suba a un monte, se quite sus vestiduras sacerdotales y muera, orden a la que obedece prontamente: así Cristo, el único Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, obedeció prontamente la orden de Dios Padre y se entregó a Sí mismo a la muerte por nosotros. Jueces 16:30: Sansón venció en su muerte a más enemigos que en su vida, y liberó a su pueblo por su muerte. Así también Cristo, el verdadero Nazareo, es decir, consagrado, nos liberó por Su muerte del poder de los enemigos infernales, y agarró y destrozó en Su muerte las dos columnas sobre las que se apoyaba el vestíbulo infernal, a saber, el pecado y la muerte. Jonás 2:1 [1:17 en hebreo/español]: se menciona del profeta Jonás que estuvo tres días y tres noches en el vientre del gran pez; prefiguración que Cristo aplica a Sí mismo en Mateo 12:40: «estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches.»

2. Que la muerte de Cristo fue verdadera y real, lo muestra la descripción enfática de los evangelistas. A nuestra razón y a los paganos, que siguen la razón oscura, les parece completamente absurdo e increíble que el Hijo de Dios, por quien todas las cosas fueron hechas, que es la fuente de la vida, sí, la vida misma, haya muerto en la cruz; por eso el Apóstol se queja en 1 Corintios 1:23: que «Cristo crucificado», es decir, la crucifixión y la muerte de Cristo, es para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura. Los maniqueos pensaron que Cristo murió solo en apariencia y supuestamente. Pero debemos cautivar nuestra razón bajo la obediencia de la fe y dar crédito al testimonio del Espíritu Santo sobre la muerte verdadera y real de Cristo, el Hijo de Dios; pues la muerte y resurrección de Cristo son el peso del nombre cristiano y el fundamento de nuestra salvación. Si la muerte de Cristo no fuera verdadera, tampoco sería verdadera nuestra salvación, adquirida para nosotros por la muerte de Cristo.

3. Que la muerte de Cristo fue maravillosa, se desprende de muchas circunstancias. Pues mientras otros hombres esperan la muerte, Él la llama con gran clamor y entra valientemente en el oscuro valle de la muerte, para atacarla en su propia morada interior. Mientras otros hombres tiemblan, se estremecen y huyen ante la muerte, Él se somete a ella por Su propio y libre impulso, como se ha demostrado anteriormente por diversas señales. Pues murió después de haber emitido previamente un clamor; murió inmediatamente, tan pronto como dijo que todo estaba consumado, y luego había entregado Su alma en las manos del Padre. Murió encomendando Su espíritu al Padre como un depósito que pronto quería retomar. Murió inclinando Su cabeza y entregando Su espíritu voluntariamente. Todo esto muestra que murió no forzado, sino por libre impulso. «¿Quién se duerme así», dice Agustín, «cuando quiere, como Jesús murió cuando quiso? ¿Quién se quita así su vestido, cuando quiere, como Él se despojó de Su carne, cuando quiso? ¿Quién se va así, cuando quiere, como Él murió cuando quiso?» Que hayamos dicho que la muerte de Cristo fue maravillosa, no debe entenderse de ninguna manera como si Cristo hubiera muerto sin alguna breve sensación de dolor. Pues precisamente como para otras personas, también para Cristo la separación del alma del cuerpo fue causa del mayor dolor, sí, de un dolor aún mucho mayor que para otros hombres, porque Cristo murió por el pecado de todo el mundo cargado sobre Él (Romanos 4:25); por eso Isaías usa las palabras tan trágicas, «fue cortado de la tierra de los vivientes», y solo por la muerte fue «quitado de la angustia y del juicio», en el cual, a saber, flotó hasta el último suspiro. Voluntariamente, ciertamente, soportó la muerte, pero no sin sentir el dolor más agudo; como también asumió los demás tormentos voluntariamente, pero no sin dolor. Tampoco debe suponerse que Cristo se haya infligido o acelerado la muerte a Sí mismo, ya que la cruz y los otros tormentos infligidos por los enemigos consumieron Sus fuerzas, de modo que, completamente agotado en fuerzas corporales y anímicas, muriera; por eso también murió antes que los dos ladrones crucificados con Él; no es de extrañar, ya que había sido golpeado y afectado antes que ellos durante la noche y el día por ayuno, ofensas, injurias, flagelación, golpes, pérdida de sangre y toda clase de tormentos. Pero dígase que murió voluntariamente porque con un gesto podría haber impedido que Sus enemigos le infligieran tales cosas que pudieran dañar o matar la naturaleza; y si se le hubieran infligido tales cosas, podría haber impedido que dañaran Su cuerpo unido personalmente a la Deidad. Podría haber conferido a Su cuerpo fuerzas sobrenaturales para no sucumbir a la muerte, o al menos permanecer con vida más tiempo, lo cual bien podría haber hecho, como atestigua Su fuerte y sobrenatural clamor antes de la muerte. Pero como no detuvo la violencia de Sus enemigos dirigida contra Él, ni confirió a Su cuerpo fuerzas sobrenaturales para repeler la muerte, sino que dejó que Su naturaleza humana hiciera y padeciera lo que de otro modo es propio de la naturaleza humana, por eso y por ello se dice que murió voluntariamente, de donde también se entiende en qué sentido la muerte de Cristo se llama maravillosa: 1) porque no fue forzada, como suele ser en aquellos que mueren en la cruz, consumidos por el castigo, que tampoco pueden retrasar ni un momento la muerte que sigue naturalmente a los tormentos, sino que fue voluntaria, porque Cristo sostuvo Su naturaleza humana en el castigo y la pena tanto tiempo como quiso, hasta que todo estuviera consumado, y, pudiendo haberla protegido aún más tiempo de la muerte, sin embargo, caminó voluntariamente hacia las tinieblas de la muerte. 2) Mucho más aún se reconoce la muerte de Cristo como maravillosa por el hecho de que por esta muerte se disolvió ciertamente la unión entre cuerpo y alma, pero no la unión personal del Verbo con el alma y el cuerpo. Este misterio sobrepasa toda comprensión de ángeles y hombres; pues ningún entendimiento finito puede captar cómo el cuerpo de Cristo pudo haber muerto realmente y, sin embargo, en medio de la muerte, seguir siendo el templo propio del Verbo vivificante y unido personalmente a él (el cuerpo) (Juan 2:19, Colosenses 2:9). Si se niega que en la muerte de Cristo el alma se separó del cuerpo, se niega con ello la verdad de Su muerte; pero si se niega la conexión, que permaneció inseparable incluso en la muerte, del alma o del cuerpo con el Verbo, se niega con ello la verdad de la unión personal. Así pues, debe afirmarse la disolución de la unión esencial mutua entre el cuerpo y el alma de Cristo, de modo que al mismo tiempo se afirme la duración continua de la unión personal del Verbo y el alma, así como del Verbo y el cuerpo de Cristo, permaneciendo en conexión inseparable incluso en la muerte. Los antiguos escolásticos se esforzaron mucho con la pregunta de si Cristo fue verdadero hombre en los tres días de muerte. Lombardo lo afirma, Tomás lo niega; Buenaventura busca reconciliar a las partes en disputa. Pero de tales preguntas ociosas, que solo engendran contiendas, uno debe abstenerse (2 Timoteo 2:23). Nos atenemos, pues, a la fe sencilla de que Cristo murió verdaderamente, al separarse Su alma del cuerpo, y que, sin embargo, en medio de la muerte permaneció la unión personal entre el Verbo y la carne, así como entre el Verbo y el alma de Cristo, misterio que en la oscuridad de esta vida no podemos alcanzar ni con pensamientos ni con palabras. Pues como Su Pasión, así también la muerte de Cristo no es asunto del mero hombre o solo de la naturaleza humana, sino un padecer y morir del Hijo de Dios mismo; por eso se dice expresamente que los judíos «mataron al Autor de la vida» (Hechos 3:15); que Dios «ganó para sí la iglesia por su propia sangre» (Hechos 20:28); que «crucificaron al Señor de la gloria» (1 Corintios 2:8); que «la sangre de Jesucristo su Hijo» mismo fue derramada (1 Juan 1:7). Pues aunque la Deidad, siendo la vida misma, no muere ni puede morir, sin embargo, el Verbo en la carne unida personalmente a Sí, es decir, en Su naturaleza humana, tomó sobre Sí el sufrimiento y la muerte; y como esta naturaleza humana, como se dijo, está unida personalmente al Verbo, así tanto el sufrimiento como la muerte de la naturaleza humana se atribuyen real y propiamente al Hijo de Dios, como se atribuye real y propiamente al hombre lo que el Hijo de Dios hace y padece en Su cuerpo y por Su cuerpo, como se ha tratado más extensamente en otro lugar sobre este asunto. Pero también esto hace 3) tan maravillosa la muerte de Cristo, que el cuerpo de Cristo, debido al Verbo que moraba en él, no estuvo sujeto a corrupción, ni siquiera al comienzo de una descomposición por la muerte. Tan pronto como el hombre muere, comienzan a actuar las causas internas y externas de la corrupción; pero en el cuerpo de Cristo no pudo tener lugar la corrupción, debido a la purísima unión con el Verbo, según la profecía del Salmo 16:10: «ni permitirás que tu santo vea corrupción.» Y con razón afirman los escolásticos que, aunque la resurrección de Cristo se hubiera retrasado varios días, no habría habido corrupción en el cuerpo de Cristo, pues habría sido preservado maravillosamente de ella por el poder divino. 4) También pueden incluirse aquí los milagros que precedieron o siguieron inmediatamente a la muerte de Cristo, los cuales precisamente también muestran que esta muerte fue maravillosa.

4. Finalmente, la muerte de Cristo se demuestra en muchos aspectos como salvífica para el género humano; por eso Cristo repite por doquier: «Os conviene que yo me vaya» (Juan 16:7). Se dice ciertamente con razón que Cristo murió para demostrar la verdad de Su naturaleza humana; para dar ejemplo de cómo se debe morir espiritualmente; para mostrar Su poder mediante Su resurrección de entre los muertos y darnos la esperanza de la resurrección, etc.; sin embargo, deben distinguirse bien los propósitos secundarios de los propósitos principales de la muerte de Cristo. Los principales frutos y propósitos de la muerte de Cristo pueden reducirse a tres puntos principales, a saber, que la muerte de Cristo es un sacrificio por nuestros pecados, que es la muerte de nuestra muerte, y que es una confirmación del nuevo pacto.

1. Que la muerte de Cristo es una satisfacción y un sacrificio por nuestros pecados, se desprende de muchos pasajes de la Escritura. Isaías 53:10: «cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado» etc. Daniel 9:24: se anuncia la extirpación o muerte del Mesías y se añade el fruto de esta muerte: «para terminar la prevaricación, y poner fin al pecado, y expiar la iniquidad, para traer la justicia perdurable.» Mateo 20:28: «el Hijo del Hombre... vino... para dar su vida en rescate por muchos.» Mateo 26:28: «porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados.» Romanos 4:25: «Cristo... fue entregado por nuestras transgresiones», a saber, a la muerte. Hebreos 9:27-28: «Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos»; por eso se dice por doquier: «murió por nosotros» (Romanos 5:8; 2 Corintios 5:15); no solo por nuestra causa y por nuestro beneficio, a saber, para confirmarnos la esperanza de la resurrección, como los fotinianos restringen esta expresión; sino «por nosotros», porque Él tomó sobre Sí la muerte que nos correspondía por el pecado y «se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Efesios 5:2). Esto debe entenderse así: En Génesis 2:17 se había predicho al hombre: «mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.» En virtud de esta amenaza divina, nuestros primeros padres deberían haber muerto de muerte eterna por la transgresión de este mandamiento, si Cristo no hubiera satisfecho la justicia divina por Su muerte y nos hubiera redimido de la muerte eterna. La justicia divina exigía que por los pecados, cometidos contra la infinita majestad de Dios y que merecían muy justamente la muerte eterna, se prestara una satisfacción infinita. La misma justicia divina exigía que, puesto que el hombre había pecado, también por un hombre se prestara la satisfacción; lo cual, sin embargo, no era posible para ningún ángel, y menos aún para un hombre. Por eso, el Hijo de Dios se hizo hombre, y sufrió la muerte en la naturaleza humana asumida, para que, siendo verdadero Dios, Su sufrimiento y muerte fueran un rescate plenamente válido; y siendo verdadero Hombre, pudiera por ello prestar lo mismo por nosotros, Sus hermanos. Tampoco debe nadie objetar que la muerte de Cristo no puede considerarse una satisfacción completa, ya que es solo una muerte temporal, no eterna. Pues así como nuestro pecado, en consideración al objeto o contraparte, a saber, la infinita majestad divina contra la cual se comete, es algo infinitamente malo y merecía la muerte eterna: así también la muerte y el sufrimiento de Cristo, en consideración al sujeto o la persona que sufre y muere, tienen una fuerza infinita y, por lo tanto, han obtenido un valor tan grande como se requiere para la satisfacción perfecta y el rescate suficiente, porque no es una muerte y sufrimiento solo del mero hombre, sino del Hijo de Dios mismo. De este fruto de la muerte de Cristo hablan así los piadosos antiguos: Ireneo dice: «Cristo no abolió la ley, sino que la cumplió, haciendo la obra de un Sumo Sacerdote y muriendo Él mismo, para que el hombre expulsado escapara de la condenación y regresara confiado y sin temor a su heredad.» Ireneo alude a Números 35:28, donde se permite al homicida fugitivo regresar a su tierra y heredad después de la muerte del Sumo Sacerdote. Así también Cristo, el Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, nos reabrió por Su muerte el reino de los cielos cerrado por nuestros pecados. Agustín dice: «A uno se le da la muerte, para que sea quitada de todos. Y como la muerte es el castigo del pecado, la muerte de Cristo se ha convertido en el sacrificio por el pecado.» Nicetas dice: «La justicia que Cristo adquirió por Su muerte es el amuleto o protección contra el pecado.»

2. Además, la muerte de Cristo es la muerte de nuestra muerte. Oseas 13:14: «Oh muerte, yo seré tu muerte.» Pues como un veneno mortal lleva al hombre a la muerte, así Cristo por Su muerte aniquiló nuestra muerte. Como el veneno, donde ha penetrado en el corazón, deja vivir al hombre todavía un tiempo, pero finalmente lo mata: así también la muerte se envenenó en Cristo y "se comió la muerte". Aunque todavía abra la boca y enseñe los dientes, se retuerza y se revuelva, será sin embargo aniquilada y exterminada por completo (1 Corintios 15:55). Como la peste causa una gran mortandad y arranca a la gente en masa: así la muerte de Cristo es una pestilencia para la muerte, porque arrancó de las fauces de la muerte no a uno, sino a todos los muertos, y le quitó toda la presa. Isaías 25:8: «Destruirá a la muerte para siempre»; o como lo expresa el Apóstol, 1 Corintios 15:54: «Sorbida es la muerte en victoria.» La muerte pensó que devoraría a Cristo por completo; pero, a la inversa, fue devorada por Cristo. La muerte esperaba que Cristo se convirtiera en su presa, pero Él se convirtió en su veneno. Por eso se dice en Hechos 2:24, que Dios «resucitó a Jesús, sueltos los dolores de la muerte»; donde la muerte se compara con una parturienta que no puede retener por más tiempo la carga del vientre, es decir, el fruto temporal, sino que lo da a luz con gran dolor. Hebreos 2:14: «para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo»; V. 15: «y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre.» Atanasio ilustra esto con una comparación muy hermosa. Como la abeja, si clava su aguijón en una roca, se hiere a sí misma y pierde su aguijón: así también la muerte, al clavar su aguijón en aquella roca firme de la salvación, perdió todo su poder. Agustín dice: «Desde que Cristo destruyó nuestra muerte por Su muerte (2 Timoteo 1:10) y resucitó de entre los muertos al tercer día, la muerte ya no es terrible para los creyentes; no se teme la caída, desde que vino el amanecer desde lo alto.» Lactancio dice: «Cristo no se negó a tomar sobre Sí la muerte; para que el hombre, bajo la guía de Cristo, pudiera triunfar sobre la muerte vencida y encadenada, junto con sus terrores.» Bernardo, finalmente, dice: «Nuestra muerte está muerta por la muerte de Cristo.» Muy diferente, pues, debe considerarse la muerte de Cristo de como aparece externamente en otros hombres, y en sí misma y por su naturaleza. La muerte es por naturaleza «la paga del pecado» (Romanos 6:23); y porque el pecado por naturaleza trae la condenación, la muerte es el camino a la condenación, que es «la muerte segunda» (Apocalipsis 21:8); pero en Cristo la naturaleza de la muerte se invierte. Pues como Cristo es inocente, sin pecado y, por lo tanto, de ninguna manera culpable de muerte, sí, es el Hijo unigénito de Dios mismo, la muerte, al arremeter contra Él y matar al Hijo inocente de Dios, perdió su poder y el derecho a tiranizar que tenía sobre el género humano a causa de los pecados. Por eso, la muerte de Cristo es la muerte de nuestra muerte, de modo que ya no es la puerta a la condenación, sino la puerta a la vida eterna. El nombre todavía lo tiene la muerte; por lo demás, es un sueño ligero.

3. Finalmente, la muerte de Cristo es una confirmación del Nuevo Pacto. Es sabido que se admiten dos testamentos, el antiguo y el nuevo. La confirmación del Antiguo Testamento se hizo mediante la sangre del sacrificio, con la cual se roció el altar y el pueblo de Israel (Éxodo 24:6). Pero como el Nuevo Testamento es mejor que el antiguo, no ha sido santificado y confirmado por la sangre de machos cabríos y becerros, sino por la sangre del Hijo de Dios mismo. En qué consiste este nuevo pacto, se expone en Jeremías 31:34: «porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado.» Puesto que Cristo es el Mediador del Nuevo Testamento, este también debía ser santificado, confirmado y sellado con la muerte sangrienta de Cristo mismo. Hebreos 9:15: «Así que, por eso es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna.» V. 16: «Porque donde hay testamento, es necesario que intervenga muerte del testador.» Por eso dice Pablo en Romanos 5:10, que fuimos «reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo»; no solo porque la muerte de Cristo es un sacrificio expiatorio por los pecados, cuyos precursores fueron todos los sacrificios del Antiguo Testamento, en cuyo olor Dios se deleitaba cuando se ofrecían con fe; sino también porque por la muerte de Cristo se ha confirmado el pacto de gracia del Nuevo Testamento establecido con nosotros.

Y estos son, pues, los frutos más excelentes y principales de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, los cuales, prefigurados anteriormente en las circunstancias históricas, es decir, en los milagros que precedieron o siguieron a la muerte de Cristo, son agradables de contemplar para un alma piadosa. Que al morir Cristo cese la oscuridad que cubrió la tierra durante tres horas enteras, significa que por la muerte de Cristo hemos sido redimidos de las tinieblas eternas y de la oscuridad infernal que oprimían al género humano. Que después de la muerte de Cristo se abran los sepulcros, indica que por la muerte de Cristo se han destruido las fortalezas de la muerte, y se le ha quitado todo poder para retener a los muertos. Que el velo del templo se rasgue, de modo que el acceso al Lugar Santísimo quede abierto, indica que el Antiguo Testamento con sus ceremonias levíticas ha sido abolido, pero que, en cambio, el Nuevo Pacto ha sido confirmado por la muerte de Cristo. Luego se añaden otros propósitos, que igualmente fueron prefigurados por milagros, como: la institución del ministerio de la predicación, indicada por el flujo de sangre y agua del costado de CRISTO muerto, ya que la sangre y el agua designan los dos sacramentos de la Iglesia. Igualmente, la vocación de los gentiles, indicada por la conversión milagrosa del centurión que estaba bajo la cruz. Efesios 2:14: «Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación» etc.; V. 16: «y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.» Pero aunque la muerte de Cristo ocurrió solo en la plenitud de los tiempos, sus frutos principales se extienden también hacia atrás a los tiempos del Antiguo Testamento, en cuya consideración Apocalipsis 13:8 llama a Cristo «el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo»; por eso Bernardo hace la afirmación correcta: «La muerte de Cristo fue útil antes de que existiera.» Y aunque Cristo murió solo una vez (Romanos 6:10), el fruto de Su muerte perdura para siempre. Nuestro deber, sin embargo, es mostrarnos agradecidos por este beneficio inefable, que el Hijo de Dios quisiera soportar la muerte más áspera y amarga para que nosotros no nos perdiéramos eternamente, y esto de tal manera que no solo nos apropiemos por la fe verdadera de los beneficios de esta muerte, sino que también, muertos al pecado, andemos en una vida nueva, viviendo y obedeciéndole a Él, que por amor inconmensurable murió por nosotros. Romanos 6:4: «Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva.» 2 Corintios 5:15: «y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.» Gálatas 2:20: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.» Justamente conformamos toda nuestra vida a Él, que nos dignificó, tanto en la vida como en la muerte, para servirnos.

Finalmente, también debe considerarse el tiempo de la muerte de Cristo. Que fue en el día de la preparación o Viernes, lo atestiguan los evangelistas. Ahora bien, Ireneo sostiene que nuestros primeros padres cayeron en pecado en este mismo día de la semana. «Si alguien quiere saber», escribe, «en qué día Adán murió (por el pecado), lo descubrirá por la economía (οἰκονομία) del Señor.» (Los Padres griegos suelen entender bajo la palabra «οἰκονομία» el misterio de la encarnación y redención.) «Pues como Cristo recapitula en Sí mismo a toda la humanidad desde el principio hasta el fin, así también recapitula la muerte de Adán; es evidente que en el mismo día el Señor murió obediente al Padre, en el cual Adán murió desobediente a Dios.» Tampoco carece esta conjetura de Ireneo de un fundamento probable. Moisés ciertamente no establece un día determinado en que Adán cayó; sin embargo, dado que el Salvador expió el pecado del mundo con Su sangre en el altar de la cruz el sexto día de la semana, es decir, en nuestro Viernes, se puede concluir de ello que Adán cayó el sexto día de la semana, y concretamente el decimotercer día después de la creación del mundo. Pues que no cayó en aquel primer día en que fue creado, sino en el segundo Viernes transgredió el mandamiento del Señor, parece creíble por la descripción mosaica. En seis días se completó la obra de la creación, a lo que siguió la institución y santificación del Sábado. Después siguió la plantación del Paraíso, cuyo cuidado y mantenimiento se encomendó al hombre, lo que se puede situar en la segunda semana, ya que probablemente hay que suponer un pequeño retraso entre la creación del hombre y su traslado al Paraíso. Así como Dios estuvo ocupado seis días con la creación del cielo y la tierra, así también parece que el hombre, creado a imagen de Dios, después de terminar el primer Sábado, estuvo ocupado seis días en el Paraíso, hasta que, a saber, el sexto día, cuando el Sábado estaba por comenzar hacia la tarde, se dejó persuadir por el diablo y caer en el pecado. Pues incluso la hora del día en que Adán cayó en pecado coincide bastante con la hora del día en que Cristo murió en la cruz. Adán cayó en pecado «al aire del día», es decir, cuando el calor del día comenzaba a disminuir (Génesis 3:8). Igualmente, Cristo murió en la cruz hacia la tarde, ya que a la hora novena, es decir, a las 3 de la tarde, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», y poco después expiró, para eliminar la muerte que había entrado en el mundo por el pecado de Adán. Nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso después de su caída hacia la tarde y el jardín bienaventurado fue cerrado ante ellos. Cristo nos reabrió la puerta al Paraíso hacia la tarde por Su muerte. Pues que la cruz y la muerte de Cristo sean la llave del cielo, se desprende de que Él en la cruz prometió el Paraíso al ladrón convertido. El cordero pascual se sacrificaba hacia la tarde (Éxodo 12:6); cada día se ofrecía un sacrificio vespertino. Que Cristo muera, pues, hacia la tarde, muestra que por la muerte de Cristo se cumplió la prefiguración del cordero pascual y de todos los sacrificios del Antiguo Testamento. La hora novena se llama «la hora de la oración» (Hechos 3:1), a la cual se subía al templo para la oración y el sacrificio. Cristo quiso, pues, a esa misma hora ofrecerse a Sí mismo, «a Dios en olor fragante» (Efesios 5:2). La muerte de Cristo fue la oración más poderosa y eficaz que no se había ofrecido a Dios desde el principio del mundo. También por eso quiso morir hacia la tarde, cuando el sol se inclinaba hacia el ocaso, porque murió por nuestro pecado, a causa del cual caímos de la luz de la gracia divina a las tinieblas espirituales; pero temprano en la mañana, poco antes del amanecer, quiso resucitar, porque por Su resurrección nos trajo la luz de la bienaventuranza eterna.

¡Jesús, Tú, Príncipe de la vida! Por mi pecado y el del mundo entero

Entregas voluntario en la cruz Tu vida preciosa.

¿Qué más grande podrías dar? ¿Qué más grande podría yo pedir?

¡Amor supremo, que hasta por el enemigo muere de amor!